Los verdaderos ataques a la democracia
Por Orlando Freire Santana | Desde La Habana | Diario de CubaTal como se esperaba, la izquierda radical de nuestro continente fue presa de una gran rabieta al conocerse que el Congreso brasileño había destituido definitivamente a la presidenta Dilma Rousseff. Sus voceros alegan que se trató de un golpe de Estado parlamentario y una maniobra de la oligarquía contra el pueblo de ese país.
Y, sobre todo, los Evo Morales, Nicolás Maduro, Rafael Correa, Daniel Ortega y por supuesto los gobernantes cubanos, insisten en que los acontecimientos de Brasil clasifican como un ataque a la democracia.
Ellos pasan por alto que la destitución de Dilma ha demostrado la buena salud que poseen las instituciones en el gigante sudamericano, donde ha funcionado adecuadamente la separación de poderes que sugirió el barón de Montesquieu en el siglo XVIII. Además, sobresale el hecho de que todo se hizo en los marcos de la Constitución de ese país Ojalá en todas partes el poder parlamentario pueda ser capaz de desalojar al poder ejecutivo cuando este incumpla con sus deberes.
La historiografía castrista prefiere ignorar —o cuando menciona el suceso lo tergiversa— que durante las luchas por la independencia nacional en el siglo XIX, los cubanos presenciaron algo parecido a lo acontecido ahora en Brasil, y que también se realizó en aras de defender la democracia: la destitución de Carlos Manuel de Céspedes del cargo de presidente de la República en Armas.
Quizás en aquel momento la decisión adoptada por la Cámara de Representantes reunida en la localidad oriental de Bijagual haya transcurrido en medio de un dramatismo mayor. Porque Céspedes tenía el mérito de haber iniciado la revolución, y su salida de la presidencia podía afectar la necesaria unidad que se precisaba para enfrentar al colonialismo español. Sin embargo, las fuerzas civilistas de la contienda emancipatoria no vacilaron cuando avizoraron intenciones dictatoriales en el hombre de La Demajagua. Sin dudas, ganó la democracia.
Pero los alabarderos de la izquierda radical se han hecho de la vista gorda ante situaciones que han tenido lugar en los últimos tiempos en América Latina, y que sí constituyen ataques descarnados contra la democracia. Se trata de cambios en la Constitución y las leyes de un país para favorecer a un determinado político o grupo de poder. Son los casos, entre otros, de Nicaragua, donde los sandinistas impusieron la posibilidad de elección indefinida del presidente de la República, con lo cual Daniel Ortega podría perpetuarse en el poder; o los intentos del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia para que Evo Morales se reelija una y otra vez.
¿Y qué podría decirse de los ataques a la democracia perpetrados por los gobernantes cubanos? Una muestra fehaciente fue el engendro constitucional de 2002, que declaró inamovible el actual sistema político existente en la Isla. En ese momento el castrismo se olvidó de la dialéctica marxista, y de las críticas que le había formulado a Francis Fukuyama por proclamar que la democracia liberal era el fin de la Historia. Ante el nerviosismo que les causó el Proyecto Varela auspiciado por Oswaldo Payá, las autoridades no vacilaron en desdecirse al enarbolar su variante comunista insular como el verdadero fin de la Historia.
La propia Constitución cubana es otro ejemplo de vulneración de los principios democráticos. Ese famoso artículo cinco, que señala "al Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, como la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado", jamás tendría cabida en el seno de un Estado de derecho. Porque, ¿qué resta para los ciudadanos que no comulguen con las directivas de dicho partido? Están condenados, cuando menos, a ser ciudadanos de segunda categoría.
Habría que recomendarles a esos izquierdistas que hoy vociferan a raíz de la destitución de Dilma Rousseff, que consideren su techo de cristal antes de tirarle piedras al techo del vecino.