Por Ángel Santiesteban | La Habana | Cubanet
Después de escribir lo que a partir de ahora podrá el lector considerar como la primera parte de este post, y que publiqué bajo este mismo título, fui detenido por la Seguridad del Estado, solo que no sería la escritura, y mucho menos la visibilidad que ella alcanzara en mi blog, la causa real del arresto. Mis captores, en el colmo del menosprecio, pretendieron hacerme creer que yo era un embaucador, un estafador vulgar. En un santiamén me convertían, otra vez, en un delincuente peligroso. Confieso que hasta llegué a imaginarme en el pellejo de algunos estafadores famosos que conocí en el cine, pero esto no era para nada un juego, y la celda no era un set de filmación.
Mucho hurgué hasta hoy en sus procedimientos y ya conozco sus falsedades, fue por eso que los conminé para me hicieran saber los detalles de mi pillería. ¿Cuál era la causa? ¿Qué harían ahora para presentarme como un timador?
Lo primero sería convencerme de esa rara condición de estafador que ni yo mismo me conocía. Una y otra vez la estafa estaría en sus discursos, sin que apareciera en la concreción de los hechos. Dispersión, acusación, para que el tramposo que era yo se contrariara y terminara convencido de sus malos procedimientos. ¿Cuáles?
Ellos mismos me ofrecerían unos pocos pormenores. Todo había ocurrido un año atrás, y en la Isla de Pinos, esa isla al sur de la más grande al que arbitrariamente, y sin consultas populares, el gobierno decidió nombrar Isla de La Juventud. Encerrado en un calabozo, mis “entrevistadores” mencionaron un fraude que no consiguieron explicar muy bien, para referirse luego a un paquete de octavillas que, supuestamente le había yo entregado a Claudio Fuentes, fotógrafo y defensor de los derechos humanos, quien también estuvo detenido.
Intentando convencerme de la “fechoría” y de que no tenía otra opción que el reconocimiento de mi “delito”, insistió el sicario y yo no pude evitar la carcajada. Era tan ridícula que pude haberla reverenciado con muchas risotadas como aquella que me provocó al principio, pero esas acusaciones espurias no tienen otra intención que dañar la vida de los cubanos que pensamos diferente, y la risa es cosa buena.
No me quedaba otra opción que hacerles saber que conocía muy bien esas estrategias, y que estaba seguro de que intentaban hacerme creer que Claudio me había delatado, que esa táctica era demasiado socorrida, incluso en el cine y en la literatura policial. “Yo no pienso igual que tu. Yo no soy un cobarde y mi compañero tampoco. Yo no soy un esbirro”. Así les dije.
Entonces se rieron, pero su risa no era la del vencedor, su risa era la risa nerviosa de quien está a punto de perder. Confieso que me sentí frustrado; siempre he soñado con un adversario inteligente, un enemigo convencido de su acciones, eso sería mucho mejor, pero esta vez también fue inútil añorar tal cosa y lo peor es que aquellos gendarmes no tenían la más mínima idea de lo que significaban las palabras libertad y democracia.
Tan molesto estuve que me puse a hablar de mi infancia, de aquellos días en los que suponía que la seguridad del Estado cubana era una de las mejores del mundo, y hasta llegué a mencionar algunas novelas en voz alta: “Aquí las arenas son más limpias”, “Y si muero mañana”, “En silencio ha tenido que ser”. Señalé las huellas que habían dejado en un montón de adolescentes orgullosos que, todavía, creían que aquello que estaban defendiendo esos oficiales de la ficción existía realmente, y que hasta creímos, inocentemente, que en esta isla se luchaba para conseguir una prosperidad duradera.
Lo malo, les aseguré, fue cuando supe toda la verdad, cuando entendí que esos agentes únicamente intentaban perpetuar en el poder a los hermanos Castro. Mencioné el instante en que crucé la línea, esa que me puso, irremediablemente, en el lado contrario. Hablé de mi descontento con un régimen totalitario, y de cómo descubrí las verdaderas esencias de esos matones al servicio de los Castro, capaces de abusar de las mujeres, de plantar evidencias falsas para sancionar, después de golpear, a quienes luchan por un cambio en Cuba. Ellos reían, nerviosamente…, y sin transiciones llegaron a un nuevo argumento, el que sin dudas era el más importante, el que los llevó a encerrarme.
Lo que realmente los había molestado era un post que había publicado sobre Roberto Fernández Retamar donde lo llamé asesino; según ellos yo no había tenido en cuenta el hecho de que Roberto era mi colega. “Yo no tengo colegas asesinos”, dije, y ellos, que mi ataque no había alcanzado ninguna importancia, que ya se había olvidado y que sus verdaderos compañeros le habían hecho un homenaje de inmediato. ¿Entonces por qué me tenían allí? ¿Por qué mencionaban el post? Sin dudas se contradecían, pero a eso ya me tienen acostumbrado, y volví a sonreír, socarronamente.
Me vino a la mente la imagen de un Silvio Rodríguez a quien había mirado en la televisión haciendo homenajes, con su canto, a Retamar, lo que me hizo sospechar que todo podía ser una respuesta a mi post. Mi detención nada tenía que ver con las octavillas ni con ninguna estafa, aquel secuestro fue instrumentado después que acusé a Roberto Fernández Retamar de haber firmado una sentencia de muerte contra tres jóvenes que solo querían largarse de un país extremista en el que no querían permanecer.
Ya me habían llegado algunas noticias sobre los comentarios que había despertado aquel texto, y también conocí de la molestia que provocó en algunos escritores, quienes juzgaron excesivo el hecho de que yo llamara asesino a Retamar. Otra vez volvía yo a ser el monstruo, yo quien cometía salvajadas, yo el bárbaro irreverente y cruel, mientras Retamar era presentado como el venerable anciano, el hombre respetable y virtuoso, honesto, incluso después de firmar una sentencia de muerte.
Mis detractores, los mismos que se convirtieron en sus defensores sin recordar que fue el poeta uno de los firmantes de aquel dictamen que pondría a tres jóvenes en el paredón, me denigraron nuevamente, pero nunca mencionaron que el poeta “revolucionario” dio visos de legitimidad a la muerte de esos tres muchachos, cuyo único pecado había sido intentar salir de un país que los agobiaba, separarse de una isla y de los dictadores que la gobiernan desde hace más de cincuenta años. ¿Eso es un crimen?
Quienes se molestaron con el post son los mismos que repiten la versión que contra mi preparó hace unos años el discurso oficial. Los que suponen que fui injusto con Roberto Fernández Retamar no defendieron mi inocencia cuando fui a la cárcel. Me vieron partir, me supieron aislado en una celda, y callaron. Ellos nunca tuvieron dudas, jamás se enfrentaron a un poder que decidió acusarme de maltratar físicamente a la mujer que entonces me acompañaba. Esos que vuelven a juzgarme ya me echaron antes a un lado son también culpables de mi encierro.
Esos que hoy están molestos porque acusé al presidente de Casa de las Américas, no levantaron un dedo para pedir, al menos, que se investigara bien mi caso. Ellos creyeron en la “dignidad” de aquella mujer, y hoy son sordos a los comentarios de mi hijo. Esas, y esos, a quienes tanta rabia provocó mi post, son los mismos que hacen silencio cuando la “Seguridad del Estado” golpea a las Damas de Blanco. Una “Seguridad del Estado” que golpea mujeres que se manifiestan pacíficamente. ¿De qué seguridad hablamos entonces? ¿De que Estado? Eso demuestra su doble rasero y su hipocresía. Quienes firmaron contra mí y hoy se molestan por mi “ataque” al pobre poeta Retamar, cumplían órdenes de Abel Prieto, que a su vez las cumplía de la más alta jerarquía de un gobierno dictatorial.
Quienes me atacaron defienden únicamente su permanencia en ese gremio oficial que es la UNEAC. Los que intentan mancharme quieren preservar la insistencia de sus nombres en las delegaciones oficiales a cualquier evento que se celebre fuera de la isla. Quienes levantan su voz para atacarme defienden los zapatos y alimentos de sus hijos. Esos que asaltaron mi libertad porque, supuestamente, yo golpeaba a la madre de mi hijo, no dijeron ni una palabra tras la golpiza que le propinó la Seguridad del Estado a la actriz Ana Luisa Rubio.
Esa mujer que se miró tan indefensa, tan golpeada, no tuvo más opción que largarse de Cuba, y qué iba a hacer si la UNEAC no le ofreció respaldo ni convocó a una manifestación que enfrentara a ese poder que decidió aporrearla. No hubo mujer alguna que enfrentara a los jenízaros que la magullaron. En esos días no hubo un libro dispuesto a recoger las firmas de los miembros indignados, si es que los hubo. Nadie salió a la calle, al parecer estaban entretenidos cuidando las migajas que el poder les da por sus servicios a la “patria”.
Ángel Santiesteban, escritor cubano; Premio Casa de las Américas en 2006 por su libro de cuentos Dichosos los que lloran...