En las páginas de Granma solo es posible encontrar artículos en que
se repiten conceptos sin vigencia, cada vez más aburridos y carentes de vitalidad
Fórmulas caducas, palabras vacuas
Bajo el título Un almendrón, ¿dos banderas?, Enrique Ubieta Gómez publicó el miércoles un artículo en Granma que refleja las limitaciones en el discurso de quienes intentan sustentar, bajo preceptos éticos, la permanencia de los residuos del modelo cubano imperante.
Limitaciones que, de entrada, hay que asumir concediéndole al menos el valor de la sinceridad a quien escribe en el órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, lo que deja fuera de la discusión y el análisis cualquier duda al respecto. Suponer tal sinceridad no es entonces formulada como un rasgo de ingenuidad al analizar, ni una carta de confianza, sino sencillamente con el objetivo de aislar la formulación escrita de las motivaciones de quien la produce, y limitarse al texto como un cuerpo autónomo.
Tomando como partida un viaje desde el asiento trasero de un taxi particular habanero, un “almendrón” que “botea” por las calles de la capital, el autor pasa a describir a quienes lo acompañan en su recorrido, como si dentro del vehículo y con una descripción bastante elemental se pudiera encerrar buena parte de la sociedad cubana actual: una mujer con una niña que han vestido de adulta —“labios pintados, collar de cuentas y pantaloncito ajustado”, en una caracterización que sugiere mucho más que lo que dice—; un joven al parecer médico; un hombre “que exhibe sus músculos y sus cadenas de oro” y “una adolescente vestida con el uniforme de secundaria, a la que parece no importarle nada fuera de su celular”.
Pero la verdadera esencial del artículo no se encuentra en los pasajeros sino en las dos banderas, una cubana y una estadounidense, colocadas sobre la pizarra del automóvil, como se verá más adelante.
Antes de llegar a ese punto, Ubieta se detiene en explicar que el chofer “es bueno”, lo que quiere decir que recoge a todos los pasajeros que puede y no abusa en el cobro del pasaje, que no trata de burlar el precio tope en el cobro del pasaje establecido por el Estado. Eso provoca el sarcástico del hombre de las cadenas, que le dice al descender del vehículo: “No seas bobo, aprovecha el momento, siempre aparece alguien dispuesto a pagar el doble”.
Así que ante todo se plantea la existencia de un chofer honesto para ejemplificar al menos tres rasgos de la sociedad cubana actual. Uno vendría a ser la excepcionalidad, porque si una figura ha sido considerada por décadas, no solo por el Gobierno sino por la población, como ejemplo de individuo que se aprovecha de la situación para obtener el máximo de provecho personal es el chofer particular o “botero”. Dos, que ese hombre honesto tiene sin problema dos banderas adornando su auto: la de la patria y la del hasta ayer país enemigo. La tercera es que el chofer particular siempre ha representado al trabajador por cuenta propia, que incluso en los momentos máximos del empleador estatal omnipotente representó cierta independencia, aunque fuera atemperada por estar sometido a cierta forma de cooperativismo.
El chofer “bueno” marca entonces la señal con la que el articulista nos advierte que intenta huir del estereotipo fácil: del obrero de vanguardia frente al individualista. En la sociedad cubana, nos dice, aunque no lo escribe, hay cabida y reconocimiento para los trabajadores particulares “buenos”.
Ante todo, hay una diferencia fundamental y cotidiana entre el trabajo estatal y el que se dedica a laborar por cuenta propia, y es el dinero que ganan. Si son los choferes que —a diferencia del que ha tenido la suerte de subirse en el auto— sacan el mayor provecho de la necesidad ajena: “Es cierto que tienen que pagar impuestos, y mecánicos (a veces, tan inescrupulosos como ellos), y gasolina o petróleo y piezas de reposición, etc. Pese a todo, sacan en limpio en un día, tanto o más que lo que esos viajeros desesperados al mes”.
“¿La ganancia máxima de unos pocos, está por encima de la voluntad y de los intereses de la sociedad?, ¿de la sociedad socialista, quiero decir?”, se pregunta Ubieta.
Y aquí salen a relucir las dos banderas. Para el autor del artículo, la bandera de Estados Unidos no es la de los padres fundadores de esa nación sino que “ha incorporado el comportamiento interno y externo del país que representa y es hoy uno de los símbolos mundiales más visibles del imperialismo”, un hecho del que el articulista excluye a “la gente de pueblo, en ambas orillas, tiene mucho en común. Pero en cada bandera, en cada símbolo, se objetiva una historia, más allá de la voluntad de los individuos”.
Cabe preguntarse en qué libro de historia se fundamentó Ubieta para arribar a tal conclusión, porque Estados Unidos surge como una nación creada como un proyectada como un proyecto nacional y social que en ningún momento se planteó un sistema igualitario, y donde incluso algunos de esos padres fundadores eran esclavistas y la Constitución adoptada en 1787 permitía ese sistema de explotación, aunque se hicieron esfuerzos por limitarlo. Pero el discurso populista de dos pueblos con “mucho en común”, más allá de las diferencias políticas e ideológicas siempre ha sido un argumento socorrido de una demagogia que busca justificaciones para opacar lo que es simple oportunismo.
Esa justificación de “cambios de ruta” que “determinan, a veces, cambios de bandera”, Ubieta señala que ello no ha ocurrido en Cuba: “Los cubanos no tuvimos que cambiar de símbolo, porque nuestra bandera, la mambisa, expresa un concepto de Patria vigente, que aspira a la solidaridad y a la justicia social entre todos sus ciudadanos”.
A partir de aquí, el artículo de Ubieta entra en el terreno del delirio. Nos dice que “la historia reciente de Cuba ha enriquecido ese símbolo”, sin entrar en detalle, y pretende vendernos que Cuba es la nación que representa “las aspiraciones de los revolucionarios de todos los tiempos”. Recurre —¡no faltaba más!— a José Martí y nos plantea que: “No se suponía que la nueva sociedad empezaría a construirse en una isla sin recursos naturales, pobre y bajo hostigamiento económico y mediático, pero la apuesta es diferente: el socialismo no desestima el bienestar material, pero aspira a que cada individuo tenga según lo que es (lo que aporta), porque el sentido de la vida lo determina el ser”.
De esta manera, en una formulación que resucita sin mencionarlo directamente que la idea de construir el socialismo en Cuba no fue más que una negación de otros padres fundadores, los del marxismo, en la continuación de un experimento que se había iniciado en Rusia, continuado en China y otros países, y llegado al Caribe para finalmente acumular fracasos en todos ellos, a Ubieta no le queda más argumento que volver a sacar a relucir —también sin mencionarla— la “Crítica al Programa de Gotha”: “a cada cual según su aporte”, con lo que da a entender que los cubanos continúan en la “primera” y eterna fase de la construcción de una nueva sociedad donde todavía están presente los rasgos de la anterior.
En última instancia, al articulista solo le queda recurrir a una supuesta formulación ética de origen martiano —“Quien tiene mucho adentro, necesita poco afuera”— que mejor sería resumir en un dicho pueblerino: “pobre, pero honrado”.
El mantener tal discurso caduco, del que a diario dan muestra las páginas de Granma, solo evidencia la falta de una formulación mejor para explicar el crecimiento de las desigualdades de un país donde el Gobierno es incapaz de un programa capaz no de eliminar las desigualdades sino de incrementar las oportunidades. Esa carencia de un sustento ideológico hace que en la Cuba actual estas fórmulas caducas encuentren su nicho en la prensa oficial, pero no en el asiento trasero de un “almendrón”.