Filme cubano Santa y Andrés, del cineasta cubano Carlos Lechuga
NO TIENEN SUERTE
Alejandro Ríos | El Nuevo HeraldImagínense por un momento a la diva Sonia Braga, quien mereció el premio de mejor actuación femenina en el pasado Festival de Cine de La Habana, por su desempeño en el filme Aquarius, subir al estrado para recoger su Coral y durante el discurso de agradecimiento emprenderla contra el régimen por haber impedido que el cineasta cubano Carlos Lechuga presentara su nuevo filme Santa y Andrés en el evento, como era de esperar, después de recorrer, con elogios de la crítica, algunos de los principales encuentros cinematográficos del mundo.
Imagínense al director del Festival de La Habana quien, por cierto, figura entre las personas que Lechuga agradece en los créditos finales de su filme, encogerse en la butaca del cine donde se oficia la ceremonia, ante la inesperada intervención de la brasileña.
En este supuesto escenario el burócrata teme lo que le espera en la oficina de un iracundo seguroso, quien preguntará el porqué de aquel escándalo, sobre todo cuando ya se había logrado neutralizar al director venezolano Jonathan Jakubowicz, quien no fuera bienvenido a La Habana con su popular filme Mano de piedra, luego de protestar en la prensa internacional sobre la censura a su colega Lechuga.
En el mundo real, sin embargo, Braga apuntó que el filme hablaba de la resistencia en su país y se fue contenta de Cuba con el premio.
En ese mismo festival mantuvieron silencio cómplice afamados e influyentes directores como Brian de Palma y Oliver Stone. Pero ya se sabe que nunca hemos tenido mucha suerte con los embajadores de Hollywood cuando llegan a la isla para relajar.
Pienso en esa circunstancia viendo a mi admirada Meryl Streep aprovechando la entrega que se le hiciera del premio Cecil B. DeMille, por su exitosa carrera, durante la ceremonia de los Golden Globe Awards, para dirimir sus cuitas con la próxima administración americana.
Bendita democracia me digo, aunque arguyo que la perorata de la gran actriz haya abusado de la paciencia del televidente y de sus congéneres faranduleros que la pasaban tan bien en pantagruélico banquete.
Es peculiar como en ceremonias auspiciadas por dictaduras de izquierda la llamada progresía se olvida de sus preceptos y calla para no ofender a represivos anfitriones. A nadie se le ocurre pensar que el gobierno italiano aprese al director Paolo Sorrentino por criticar el establishment y que luego en el Festival de Venecia los invitados se hagan los indiferentes.
Pero, como dije antes, los artistas cubanos no disfrutan de esa solidaridad internacional, sobre todo entre celebridades de la influyente claque cinematográfica americana que pasan por La Habana.
Este año, por ejemplo, la industria de cine de los Estados Unidos ha propiciado filmes con historias que ocurren en la comunidad negra, porque en el 2016 fueron fulminados por el “blanqueo” de las obras que concursaron para los premios Oscar. Ha sido una respuesta natural, armónica, y ahora hay películas independientes como Moonlight y otras producidas por la propia industria como Fences.
En Cuba, sin embargo, donde cineastas de todos los colores claman por una ley de cine que el gobierno sigue desdeñando, llega el actor negro americano Danny Glover, se queda días haciendo labor proselitista a favor de una dictadura que encarcela y golpea a sus congéneres de raza con más saña, y termina temblando de emoción ante las cenizas de Ernesto Guevara (el Che).
Ya se sabe cómo hace unos años Steven Spielberg declaró a la prensa que las horas con Fidel Castro formaban parte de los momentos más importantes de su vida, algo que no hubiera manifestado en un encuentro con Hitler.
Alejandro Ríos
Crítico y periodista cultural