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General: Después del fin de la política pies secos, pies mojado, se acabo la gozadera.
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: administrador2  (Mensaje original) Enviado: 17/01/2017 15:47
 habana2016_pobres.jpg (865×538)
..NO SE FORMA MÁS GOZADERA..
¿Qué pasa en Cuba después del fin de la política ‘pies secos, pies mojados’?
Por Elaine Díaz Rodríguez — La Habana — The New York Times
Si las victorias de política exterior de los gobiernos coincidieran con las de sus pueblos, habría tres victorias políticas que deberían aplaudirse en Cuba: la derogación de la Ley de Ajuste Cubano (CAA), la devolución de la Base Naval de Guantánamo y el fin del bloqueo económico.

Sin embargo, el día que se anunció la terminación de la política “pies secos, pies mojados”, no hubo celebración en La Habana. Esta política, considerada un apéndice de la Ley de Ajuste Cubano de 1966, fue establecida por Bill Clinton en 1995 durante la crisis de los balseros para garantizar a los migrantes cubanos que llegaran a las costas de Estados Unidos un estatus legal y un camino casi garantizado a la residencia permanente. El escueto comunicado oficial del gobierno revolucionario publicado en los medios estatales anunciando la medida, recalcó su efecto inmediato y culpó a la ley por la muerte de los cientos de miles de cubanos que han perecido en el mar o en la ruta de Centroamérica.

Rara vez las notas oficiales tienen el tino de reflejar el estado de ánimo de las calles. Y esta vez no fue diferente. Fuera de las páginas de los diarios, La Habana vivía en incertidumbre. ¿Qué iba a pasar con aquellos que pagaron visas para México u otro país de América Latina con el objetivo de cruzar la frontera en las próximas semanas; con quienes daban los toques finales a las balsas hechas de poliespuma, tablas y motores fuera de borda para atravesar el mar, y con los que vendieron sus casas y carros buscando llegar hasta Estados Unidos? La excepción migratoria cubana, de tan cotidiana, se había convertido en un estado natural de las cosas.

El 12 de enero de 2017, ocho días antes de la toma de posesión de Donald Trump, Barack Obama volvía a estremecer nuestras certezas, como lo hizo por primera vez el 17 de diciembre de 2014. Desde el punto de vista político, en un escenario de normalización de las relaciones entre ambos países, el cese de esta política es coherente con el ánimo de las negociaciones. Hay acuerdos sobre energía, medioambiente, salud. Hay desacuerdo en materia de derechos humanos. En todo caso, la excepcionalidad migratoria cubana dejó de justificarse luego de la apertura de las embajadas en Washington y La Habana. El llamado régimen de Castro sigue siendo, a ojos estadounidenses, represivo y totalitario, pero no tanto como para no poder resolver las diferencias a través del diálogo.

No obstante, es difícil obviar el saldo humano del cese de esta política. Desde 2012, más de 118.000 cubanos han seguido la ruta del mar o de la tierra —o alguna combinación de ambas— para alcanzar territorio estadounidense, según el Departamento de Seguridad Nacional. Los cubanos que a partir de ahora intenten llegar al país del norte no serán legalmente admitidos ni recibirán pensiones alimenticias, posibilidades de estudio, seguro médico ni permiso de trabajo.

Ha cambiado todo afuera sin que nada cambie adentro. Las causas de la migración siguen inamovibles, aunque los diarios cubanos insistan en obviarlas. Quienes llegaban hasta las fronteras de Estados Unidos el 13 de enero escapaban de un régimen de persecución política. Los que tocaron tierra a partir del día 14 huyen de la falta de oportunidades económicas. Y, por tal motivo, no serán aceptados.

No es más política la migración cubana que la salvadoreña. Tampoco es más económica la migración cubana que la salvadoreña. Pero durante muchos años hablar de migración política sirvió al gobierno estadounidense para abrir las puertas a cubanos y cerrarlas al resto. La Ley de Ajuste, la de “pies secos, pies mojados” y la que ofrecía parole a los médicos que cumplieran misiones internacionalistas en terceros países parecían diseñadas no tanto para proteger al pueblo como para encolerizar a un gobierno. Las imágenes de los balseros dando la vuelta al mundo debían avergonzar al gobierno de La Habana. El éxito del capitalismo se medía a partir de la escandalosa cifra de emigrantes que producía la isla socialista. Pero el astuto gobierno cubano aprovechó a sus migrantes para mejorar la economía sin ceder ni un centímetro en su forma de ejercer el poder. Los redujo a enviadores de remesas, turistas que ocupaban hoteles todo incluido, visitantes recurrentes con estampas en pasaportes que permiten entrar sistemáticamente a la tierra de nacimiento, nunca ciudadanos con derecho a voto o a invertir legalmente en su propio país. De uno y otro lado el emigrante que tenía los pies secos quedó como moneda de cambio, como daño colateral de la política exterior.

La migración sirvió también al gobierno cubano para aplacar posibles estallidos sociales. La apertura del puerto de Camarioca aportó 260.000 migrantes; Mariel, 120.000, y quienes atraviesan Centroamérica ya superan los 100.000 desde 2012. Todo esto sin contar los cientos de miles de balseros. Nadie abandona un país donde todo marcha bien. Todos estos episodios limpiaron a la isla de inconformes. Pero hoy los inconformes son más útiles a la política estadounidense en tierra que en el mar, porque la subversión del sistema cubano continúa siendo un objetivo. Ahora el gobierno estadounidense parece preguntarse qué serían capaces de hacer los pueblos cuando ven limitadas sus libertades civiles, sus oportunidades laborales y económicas pero no tienen una salida migratoria para sus problemas.

Sin embargo, el fin de la política “pies secos, pies mojados” no es la única variable para una transformación en Cuba. Los posibles migrantes no se convertirán de la noche a la mañana en activistas.

Cambiar una nación no solo depende de la permanencia física en el territorio, sino de que estén creadas las condiciones para la participación activa en la vida política del país, de que los órganos de la seguridad del Estado no repriman sistemáticamente a quienes disienten, de que el gobierno de Washington no subvencione a una buena parte de quienes disienten colocándolos en una inevitable situación de vulnerabilidad política, de que haya una alternativa política plausible, que no negocie principios básicos del pueblo cubano como la soberanía, la independencia, la autodeterminación y no sacrifique conquistas de la Revolución como la salud y la educación públicas.

Esas condiciones, en la Cuba de 2017, todavía no existen. Habrá entonces cubanos que prefieran compartir destino con los once millones de indocumentados —posibles deportables bajo cualquier gobierno, no importa si es republicano o demócrata— que hay hoy en Estados Unidos, y habrá quienes se involucren más en la vida política de su país, quienes le pidan cuentas a la isla que se quedó atrofiada en las ganas e inicien el camino del cambio.


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