En los primeros días del gobierno Trump y tras su decisión de implementar un veto migratorio,
visité un icono estadounidense que le da la bienvenida a los inmigrantes desde la isla de la Libertad
Una visita a la Estatua de la Libertad en la era Trump
Por Sam Hodgson - Read in English
Fue la primera vez que la fui a visitar desde que sucedió. Llegué al Parque del Puente de Brooklyn y ahí, a la distancia, se erguía: alta, orgullosa, tan elegante como la había dejado.
La señora Libertad, mejor conocida como la Estatua de la Libertad, ha simbolizado desde hace mucho tiempo la puerta de entrada a la tierra de las oportunidades, un icono de bienvenida para los inmigrantes que llegan al puerto de Nueva York. Después de que el presidente Trump firmó la orden presidencial que suspende la entrada de refugiados y bloquea la admisión de ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, quise ir a verla.
“Esta noche, las lágrimas corren por las mejillas de la Estatua de la Libertad”, dijo recientemente el senador de Nueva York, Charles Schumer, el líder de la minoría demócrata. No hay duda de que muchos de sus admiradores también estaban tristes.
Así que en el fin de semana me fui a mirar a la señora Libertad desde algunos puntos de la ciudad de Nueva York. Comencé con mi lugar favorito en el Parque del Puente de Brooklyn, donde me encontré a Mike Gibson, un residente del vecindario de Dumbo, mientras llevaba a cabo su sesión semanal de tai chi junto a su amiga Liz McGill.
Mike Gibson dijo que considera a la estatua, así como a los transbordadores, el agua y el horizonte, como fuerzas familiares que constituyen un punto de equilibrio. Es un estadounidense de decimotercera generación que se consuela con la idea de que este país tenga un emblema de la libertad y la migración y no tenga un monumento para excluir a la gente.
Sin embargo, tanto Gibson como McGill dijeron que la presencia constante e inamovible de la estatua puede provocar que lo que representa parezca algo normal.
“Nosotros mismos damos por sentada nuestra situación, y no podemos hacerlo más”, dijo McGill, una ciudadana británica que tiene un permiso de residencia permanente. “Para ser honestos, puede parecer increíble que la gente la haya erigido”.
Desde ahí, tomé el tren A hacia la calle Fulton en Manhattan. Caminé a lo largo de Broadway hasta el Cañón de los Héroes, donde la señora Libertad era omnipresente en forma de chucherías y recuerditos. David Matheis instalaba su puesto ambulante en la banqueta cuando me detuve a conversar con él.
David Matheis, quien dijo haber servido en el Ejército de Estados Unidos en la División Aérea 101, no apoya a Trump. Sin embargo, argumenta que el país está agobiado por sus deudas y sus propios problemas internos, por lo que puede ver la necesidad de prohibir la entrada de inmigrantes a Estados Unidos.
“Son tiempos de cambio”, dijo. “Y la señorita Libertad… supongo que tendrá que adaptarse”.
Después, bajé al Parque Battery, en la punta sur de Manhattan, y luego de una revisión rápida de seguridad, me embarqué en el transbordador hacia la isla de la Libertad, donde vive la señora. Abordo conocí a Elizabeth Rodriguez, de 31 años, y a su hija Oneylis Zapata.
Elizabeth Rodriguez, que nació en Estados Unidos y creció en Puerto Rico, se dirigía a la isla de la Libertad por primera vez. Dijo que siempre había considerado a la estatua como un símbolo de libertad pero le preocupaba que los cambios en Estados Unidos le impidieran, como madre soltera, criar a su hija en este país. Así que estaba visitando los lugares más importantes mientras podía.
“Simplemente estoy visitando todo lo que pueda ahora porque en el futuro no sé si estaré aquí”, dijo.
Jon Green, quien traía puesta una corona que compró en la tienda del bote, visitaba la isla de la Libertad junto con su familia y algunos amigos como respuesta al mandato presidencial del presidente Trump.
“Estados Unidos es un país único en muchos sentidos”. “Una de las pocas cosas que realmente nos engrandecen es lo que esto simboliza. Simboliza darle la bienvenida a todos, ser un santuario y un refugio. Y ya que estas cosas están siendo atacadas, sentimos que es importante honrar y reconocer y detenerse un momento para apreciarlo. Además, debemos enseñar a nuestros hijos cuáles son las cosas que valoramos”.
Uno de los amigos de Green, Eugene Strupinsky, alzó la voz para decirme que era un refugiado “de la vida real”.
Eugene Strupinsky, que migró desde Rusia en 1990, paseaba por la isla de la Libertad. “No somos un país serio sin inmigrantes y refugiados”.
“La estatua es un símbolo”, dijo. “Mi visión sobre la estatua no ha cambiado. Es un faro que le da la bienvenida a todos los inmigrantes y refugiados. Y no somos un país serio sin inmigrantes ni refugiados”.
Después de llegar a la isla de la Libertad crucé el parque, pensando sobre lo que la estatua significa para mí y tratando de tomar fotografías que reflejaran cómo luce y se siente en este momento y lugar.
Subí los 200 escalones hacia el pedestal sobre el que se yergue la señora Libertad, y ahí conocí a Rachel Jennings y Shilpa Anturkar, quienes venían desde Chicago. Ellas también habían sentido la necesidad de visitar la estatua por los sucesos políticos de los días anteriores.
“Quizá el presidente podría regresar a Nueva York”, dijo Jennings. “Es decir, él dice que Nueva York es su casa. Quizá podría regresar y tomarse un momento para observar la Estatua de la Libertad”.
Anturkar se conmovió hasta las lágrimas cuando habló de cómo su percepción de la señora Libertad había cambiado.
“Antes, cuando solía venir a Nueva York y tomaba el transbordador y veía la Estatua de la Libertad me llenaba una sensación de felicidad, me sentía orgullosa”, dijo. “Sin embargo, simboliza mucho más hoy y durante las últimas dos semanas. Ahora tengo un sentimiento más de humildad y tristeza mezclado con el orgullo de lo que nuestro país debería representar”.
Durante el viaje de regreso en el transbordador, mientras nos acercábamos al Parque Battery, pude escuchar a un grupo de manifestantes que protestaban en contra del mandato presidencial. Morgan Jenness estaba ahí, levantando una antorcha improvisada y recitando el soneto de Emma Lazarus, “El nuevo coloso”, inscrito en el pedestal de la señora Libertad.
Dadme vuestros seres pobres y cansados
Dadme esas masas ansiosas de ser libres, los tristes desechos de costas populosas
Que vengan los desamparados
Que las tempestades batan
Mi antorcha alumbra un umbral dorado.
“No dice”, enfatiza Jenness, “la puerta cerrada”.
Presentí que Jenness era una aficionada a todas las cosas sobre la señora Libertad. Así que, tuve que preguntar, ¿ha cambiado su visión sobre la estatua?
“Siento que está manchada”, contestó. “La hemos manchado, ¿podremos limpiarla?”.
“Podemos”, dijo, parada en medio de una multitud de manifestantes. “Tenemos a mucha gente con trapos”.