Boda organizada por la compañía privada "Aires de fiesta", en La Habana
Lujo y derroche en la Cuba socialista
No sé cómo se las agenciaba mi madre para conocer siempre un poco más de mis amistades y sus costumbres, e incluso de los vecinos, pues su limitado tiempo no le permitía chismosear; pero siempre me advertía que las cosas no son siempre lo que parecen.
Así fue como llegué al fin a tener un enamorado que era de su agrado. Confieso que era atractivo, sí, pero sosteníamos discrepancias con frecuencia cuando conversábamos sobre temas del cotidiano vivir que terminaban abriendo una brecha en la relación.
Es que contrario a lo que siempre planteó el Gobierno de la isla ya se gestaba, sin evidenciarse abiertamente salvo para el más rebelde o el que tuviese un "ojo clínico", el comienzo de la separación abismal que hoy existe entre los dos bandos poblacionales conocidos: la elite gobernante con toda su camarilla, y el pueblo.
Me fui dando cuenta al poco tiempo de empezar la relación con él que había personas que proyectaban una imagen de humildad pero, tras cerrar la puerta de su casa, tenían cubiertas todas las necesidades básicas que para el común de los mortales -como yo- era imposible. ¡Y mucho más!, llegaban a ser un lujo.
Supe después, gracias a esa relación, que había un sector poblacional que accedía a una vida desconocida para la mayoría de los cubanos. Aquellos que sí cumplían una vez al mes con la guardia de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), más que nada para no ser robados en la noche por sus propios vecinos y despojados de lo que con esfuerzo habían logrado. Que marchaban a la Plaza José Martí en fechas conmemorativas de algún hecho revolucionario importante para cantar himnos y alimentar su fe en el proceso de cambio (un cambio que aún no llega), y que subsistían con lo que adquirían por la libreta de abastecimiento que por esos años era indispensable llevar acompañada de una jaba cuando se salía de casa; no fuera a ser que sorprendiera la entrada a la bodega de algún producto de esos que distribuían esporádicamente y se esperaba como cosa buena.
Muchas familias contaban únicamente con este documento de racionamiento que les proveía de raciones nimias, que ni bien administradas y hechas "crecer", les permitía llevar a la mesa, al menos una vez al día, una ración de comida decente.
Aún así los mercados y bodegas de ese entonces no estaban tan desabastecidos como ahora y éste documento servía de algo.
Ya por los años 80 se evidenciaba la depauperación económica con pronóstico ascendente, hoy inhumana para el cubano de a pie, que siempre es el más afectado.
Por muy joven que se fuese, uno se podía dar cuenta. En la mayoría de los casos lo que faltaba era el valor suficiente de decirlo públicamente y en forma de protesta, como sucede hoy con la disidencia interna, que, a pesar de los vejámenes a que son sometidos quienes se atreven a alzar la voz, son más los que se le suman para manifestar su descontento.
Sucedió un día que a mi enamorado lo invitó un amigo a casa de una de sus primas, en el Vedado, que cumpliría quince. Mi progenitora, sabiendo que iría con él -ya después de haberlo investigado a fondo y sabiendo que era de buena familia- y haciéndolo comprometerse en que regresaríamos temprano, me autorizó.
Tuve tiempo de preparar mi mejor indumentaria para ir acorde a la ocasión, ya que él me avisó con varios días de anticipación que había que ir elegante.
Llegó el día y la hora y nos subimos al carro de su amigo que, acompañado de su novia, nos llevaría a la fiesta que tendría lugar en el Vedado.
Subimos por la calle 23 y, ya bien avanzado el recorrido, el chofer hizo un giro que no podría precisar dónde; pero hubo un momento en que no supe exactamente nuestra ubicación. No conocía nada de aquel lugar por donde el auto transitaba.
El barrio que surgía ante mis ojos distaba mucho de mi barrio a simple vista y de lo que hasta entonces conocía. Lo componían hermosas casas con inmensas áreas de jardines que se extendían desde la acera hasta los portales, algunas con altas rejas de balaustres negros. El auto siguió avanzando hasta detenerse ante un inmenso portón de madera que interrumpía la secuencia de una pared amurallada que abarcaba casi toda la cuadra.
Nos bajamos, y el desinhibido chofer se adelantó a apretar el botón del timbre que a su vez era intercomunicador. Fue extraño para mí mirar alrededor y ver aquellas casas majestuosas, cuidadas, pintadas, escuchar silencio y esperar respuesta de ese artefacto adherido al concreto; cuando en mi barrio bastaba pegar un grito con el nombre de la persona solicitada desde la acera para que ésta se presentara, y en el aire se podía apreciar permanentemente el sonido mezclado de diferentes ritmos y algún que otro llamado vociferante remarcado por ladridos de perros en la lejanía.
Al fin escuchamos del aparato salir una voz que preguntaba "quién es" y con un simple "yo”, dicho por el que nos conducía, se activó mágicamente el picaporte de la puerta de madera sólida por la que entraríamos vulnerando el inmenso parapeto que impedía el acceso y la visibilidad de la calle hacia la vivienda.
Al pasar el umbral, quedé maravillada con la belleza del área inmediata. Si me hablaron en ese momento juro que no lo recuerdo. Sentía igual, y debo haber tenido la misma cara, que Alicia en el país de las maravillas.
Ya habían llegado unos cien invitados, todos elegantemente vestidos. Mi novio, durante el tiempo que estuvimos allí, me preguntó en varias ocasiones si estaba bien. Seguramente era evidente el asombro que mostraba a través del mutismo impropio en mí.
Por primera vez vi en vivo -y a todo color- un equipo de servicio doméstico. Hasta ahora lo había visto solo en películas extranjeras. Estaba conformado por aproximadamente media docena mujeres ataviadas con vestidos de guayabera color mamoncillo y tenis blancos de cordones.
Allí por primera vez vi las papas Pringles, la cerveza sin la escatimación conocida de las cinco cajas por la libreta solo si ibas a casarte o a cumplir los quince, y además de latica. Degusté -sellando el acto con una mueca- el brandy español Terry Malla Dorada. Me sentía como bicho raro ante ese conglomerado que mostraba comportamientos burgueses tan criticados por el Gobierno.
Las dos mesas suecas en medio del inmenso salón con piso de mármol no se vaciaban nunca. Bandejas con todo tipo de bocaditos o montaditos eran traídas por las camareras.
Afuera, a un costado del portal se hallaba el bar atendido por dos jóvenes con guayaberas blancas que preguntaba qué queríamos tomar o qué deseábamos, incluyendo vaso para la cerveza.
Luego la rueda de casino se desató al furor de la música de los hits de los Van Van e hizo que me acordarme de un porrazo que estaba en Cuba.
Me entraron ganas de irme, no tenía nada en común con los allí presentes, nada me era familiar y conocido salvo mi acompañante y la música; entonces le propuse a él inventar una excusa e irnos. Aquella opulencia y derroche eran inconcebibles para lo que se proclamaba del otro lado del muro, aunque el motivo fuera una fiesta de quince.
Le pidió al amigo que nos sacara de allí y nos llevara a la parada de guaguas más cercana. Accedió después de tratar de persuadirnos, sin éxito, y querer conocer el motivo de nuestras deserción repentina.
Fuera de allí sentí alivio y respiré comodidad. Lo comenté con mi prometido y me dijo lo poco que conocía de la misteriosa familia de su amigo, la cual creía era de la Seguridad del Estado, o guardaespaldas de alguien importante.
¿Cómo esa forma de vida se mantenía en el silencio, cómo no ocupaba la crítica televisiva, y de dónde provenía y cómo costeaban aquel lujo y aquel derroche que no era solo de un evento festivo? ¿Cómo había dentro del territorio cubano, supuestamente socialista e igualitario, una forma de existencia capitalista?
Hasta entonces eso era solapado, hoy en día sabemos que es así y que el proceder de la cúpula gobernante lejos de asombrarnos nos comprueba la existencia de dos clases o polos sociales que no quieren reconocerse tan dispares: Los expertos en adiestrar y subyugar para que el pueblo cubano haga lo que ellos dicen y no lo que ellos hacen, y el pueblo en sí.
Hemos conocido de las excesos en gastos con fines recreacionales y turísticos de un hijo de Fidel y del actuar farandulero del nieto-guardaespaldas de Raúl.
La prensa internacional y la disidencia cubana se han encargado de develar esas dos caras de los que por casi seis décadas han tenido el control y el poder en la mayor de las Antillas.
¡Las apariencias engañan!, es cierto.
Conocí a personas que vivían secretamente en opulencia respaldando el castrismo que mantenía el poder con una imagen pública de protector de los desvalidos. No es que no me agrade el buen vivir sino porque esa condición está dada en Cuba solo para los que hablan de igualdad y no la practican.
La opulencia y la abundancia deben pertenecer al que se la gane, la herede o la trabaje, no al que la hurte. El sometimiento no es digno, y menos por tanto tiempo. Esperemos de una vez por todas que el pueblo cubano abra los ojos y reclame los derechos que le han sido negados.
LUJO Y ELEGANCIA DE UNA BELLA CUBANA