Los Nobel que vinieron del frío
¿Qué le han dado a Estados Unidos, desde los puntos de vista científico, tecnológico, artístico y cultural, los inmigrantes que no nacieron en ese país, pero vivieron y participaron como ciudadanos en la vida del mismo?
Joseph Brodsky; Premio Nobel de Literatura en 1987, poeta ruso-estadounidense de origen judío, nacido en Leningrado y fallecido en Nueva York. Se lo considera el poeta más grande de la época soviética, el más importante en lengua rusa de la segunda mitad del siglo XX.
Vivimos en tiempos difíciles para los emigrantes/inmigrantes, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan.
Algunos la tienen más difícil que otros, por supuesto, que eso tiene que ver con etnias, idiomas, religiones, colores de piel, conflictos, gobiernos, gobernantes y países, pero en general no es una buena época para ninguno de esos millones de seres humanos que se mueven por el planeta huyendo de algo y buscando algo, algo mejor, algo…, en fin. Y no se trata de un fenómeno nuevo, claro que no, y ni tan siquiera podemos alegar que nos encontramos en la peor época; basta con recorrer la historia de los últimos dos siglos para comprender, por ejemplo, qué ser judío o gitano en Europa en 1941 resultaba un tanto más peligroso, letal sonaría mejor, que serlo hoy en Francia. Aunque si llegan al gobierno francés Marina LePen o los islamistas que vaticinó Houellebecq en su novela Soumission, nunca se sabe.
Pero yo soy norteamericano y, además un ciudadano norteamericano que nació en una isla del Caribe bastante maltratada, por cierto. Una isla que, por azares de la política, pasó en muy poco tiempo de ser receptora de inmigrantes a convertirse en una gran emisora de emigrantes, primero documentados —eso duró medio siglo más o menos— y ahora, desde hace muy poquito tiempo, indocumentados.
Cierto, pero mi tema no tiene que ver ahora con la isla de marras, sino con el país del cuál soy ciudadano, orgulloso y cabal ciudadano, Estados Unidos.
Es sabido, y resulta ya un lugar común repetirlo, que los inmigrantes construyeron este país, y no solo lo construyeron, sino que lo hicieron grande, el más grande, y lo hicieron el más grande desde hace ya bastante tiempo. Y precisamente porque Estados Unidos es el país más grande, y desde muchos puntos de vista el mejor, es que tantas personas en el mundo —y me incluyo, por supuesto— quieren venir aquí y vivir en él, convirtiéndose de paso en inmigrantes, y luego hacerse grandes ellos mismos haciendo de paso aún más grande a los Estados Unidos, lo cual cierra completamente el círculo en el que todos nos mordemos la cola.
Todo eso está muy bien, pero… ¿Cuál es mi tema entonces?
Mi tema es sencillo y muy comentado, exageradamente comentado más bien, en la prensa y la televisión, pero muy pobre y parcialmente estudiado desde el punto de vista académico, por lo menos en español. Es este: ¿Qué le han dado a Estados Unidos, desde los puntos de vista científico, tecnológico, artístico y cultural, los inmigrantes que no nacieron en Estados Unidos, pero vivieron y participaron como ciudadanos en la vida profunda del país? Y repito, los que NO nacieron en Estados Unidos, porque si quisiéramos estudiar en estos contextos a los descendientes de los inmigrantes originales nacidos en estas tierras tendríamos que repasar entonces toda, repito, toda, la historia cultural, artística y científica de la nación norteamericana.
Téngase en cuenta, para sostener lo que digo, que George Washington, Thomas Jefferson, John Adams, Benjamin Franklin, James Madison, John Jay, Patrick Henry, John Hancock y todos los demás Padres Fundadores nacieron ingleses, excepto Alexander Hamilton, que nació en Saint Kitts and Nevis, en el Caribe oriental, y todos ellos se convirtieron después —con una guerra de por medio— en norteamericanos, regalándole de paso a Estados Unidos su Declaración de Independencia, su Constitución, muchas de sus leyes y libertades y sobre todo su ejemplo.
Comenzaremos entonces, con este breve ensayo, a estudiar esos aportes, específicos y medibles, que han hecho a Estados Unidos, y desde aquí al mundo, los científicos, tecnólogos, artistas y literatos que no nacieron aquí, pero en estas tierras, generalmente hospitalarias, vivieron y crearon.
Y qué mejor, pienso, para comenzar este estudio, que repasar los 259 Premios Nobel obtenidos por Estados Unidos, en sus seis categorías, desde 1901, cuando se comenzaron a otorgar, hasta el año 2016.
Sé que estos premios pueden, en ocasiones muy puntuales, discutirse y disputarse; soy consciente de que algunos de ellos no han sido concedidos al más sacrificado, al mejor o al que más lo merecía —he escrito antes sobre algunos de estos casos, como el de la británica Rosalind Franklin y su estrecha, y a propósito eclipsada, relación con el descubrimiento de la estructura del ADN, por ejemplo—, y sé también que la política, y en ciertas circunstancias la más burda politiquería, han permeado a veces estos galardones, sobre todo, aunque no únicamente, en el llevado y traído Premio Nobel de la Paz.
Pero eso no quita para que los Premios Nobel sigan siendo un patrón de medida —a falta de uno más abarcador, conciso y mejor— del adelanto científico, tecnológico y cultural de una nación. ¿No coinciden acaso los 85 Premios Nobel del Reino Unido, los 61 de Alemania, los 51 de Francia, los 24 de Japón, los 18 de Canadá, los 17 de Rusia (son un poco más en realidad pues habría que sumar ahora los de Ucrania, Bielorrusia, Letonia y algunos otros países unidos a Rusia en tiempos de la URSS), los 17 de Italia y los 16 de Suiza con nuestra idea aproximada de lo que es un país desarrollado y literaria, científica y tecnológicamente avanzado?
Y que conste. Puse a un lado los 29 Premios otorgados en Suecia por razones que me parecen bastante obvias, aunque cuando repaso la lista no noto nada demasiado chocante.
Por último, les recuerdo a mis lectores que durante la Guerra Fría los Premios Nobel, junto con las elecciones libres, el sistema legal, los adelantos médicos, el cine, la carrera espacial, la calidad de las ropas, los automóviles o la comida, la existencia de censura, o no, a la prensa y los libros y hasta en ocasiones el campeonato mundial de ajedrez (Bobby Fisher dixit), formaban parte consustancial de la predominancia moral y fáctica del capitalismo occidental y el Mundo Libre, que todos defendíamos, frente al engendro doctrinal del luego denominado socialismo real.
Dicho esto, procedo a analizar, brevemente, los datos que me ofrece la propia Academia Sueca, receptora y transmisora de la herencia del multimillonario inventor y filántropo Alfred Bernhard Nobel.
Hasta el año 2016 la Academia Sueca y la Nobel Prize Foundation han otorgado un total de 579 premios que han recaído en 885 personas y 26 organizaciones nacionales e internacionales (La Cruz Roja sería un ejemplo de estas últimas). De ese total de 579 galardones Estados Unidos ha recibido, como ya mencioné, 259, un poco menos de la mitad. Pues bien, de esos 259 premios ganados por Estados Unidos, 79 (alrededor de un 32 %), casi un tercio, les han correspondido a ciudadanos norteamericanos naturalizados, o sea, que han nacido fuera de sus fronteras y han emigrado a este país.
Desglosemos los datos por materias.
Premio Nobel de Literatura
Doce norteamericanos han recibido el Premio en esta categoría, de los cuales tres (25 %) han nacido en otras partes del mundo: El novelista Saul Bellow en Canadá, el escritor Isaac Bashevis Singer en Polonia y el poeta Joseph Brodsky en la Unión Soviética.
Dos casos que no están entre los doce antes mencionados nos parecen interesantes: Juan Ramón Jiménez, el poeta español, es galardonado con el Premio Nobel de Literatura (1956) mientras está exiliado en Puerto Rico, un territorio norteamericano, y de hecho muchos puertorriqueños lo consideran como uno de los suyos. Su galardón le pertenece a España (una España que lo ignoraba y en alguna medida lo despreciaba en ese momento) pero moralmente le pertenece también a Estados Unidos, que si lo acogió con honores y lo valoraba debidamente. Si lo vemos así Jiménez sería el número 80. El otro caso es el del poeta Thomas Stearns Eliot (T.S. Eliot), que nació en Estados Unidos, pero recibió el Premio como ciudadano del Reino Unido y como tal cuenta; un muy poco común caso a la inversa.
Premio Nobel de la Paz
Poniendo a un lado las opiniones, a favor y en contra, los norteamericanos galardonados con este premio casi siempre han sido políticos de altura y entre ellos varios presidentes (Theodore Roosevelt, Elihu Root, Woodrow Wilson, Charles G. Dawes, Frank Billings Kellogg, Cordell Hull, el General George Marshall, el muy discutido premio a Barack Obama y algunos otros), luchadores por los derechos civiles como Martin Luther King y Jody Williams, científicos de renombre con motivaciones sociales y pacifistas como Linus Pauling, Ralph Bunche y Norman Borlaug, y organizaciones como las dedicadas a la lucha contra las minas antipersonales. Pero el personaje norteamericano ganador del Premio Nobel de la Paz más controvertido de todos no nació aquí, sino en Furth, Alemania, en el año 1923: Henry Alfred Kissinger.
Premio Nobel de Fisiología y Medicina
Todo comenzó en 1947 —el predominio europeo con respecto al resto del mundo en los Premios Nobel antes de la Segunda Guerra Mundial era apabullante— con el matrimonio de bioquímicos checoslovacos formado por Carl Ferdinand y Theresa Cori, ambos afincados desde un tiempo antes en Estados Unidos, y continuó con el bacteriólogo ruso, descubridor de la Estreptomicina, Selman A. Waksman. De aquí en adelante lo ganarían los alemanes Fritz Albert Lipmann, Max Delbruck (descubridor de la estructura genética de los virus), Gunter Blobel y Thomas Sudhof, el húngaro Georg von Bekésy, el rumano George E. Palade (uno de los desarrolladores de la investigación celular con microscopía electrónica), los polacos Konrad Bloch y Andrew Schally, el suizo (nacido en China) Edmond Fisher, los británicos Oliver Smithies, Jack Szostak (uno de los descubridores de la telomerasa, la enzima que nos ayuda a vivir más… o menos) y John O’Keefe, los italianos Renato Dulbecco (que descubrió la enzima transcriptasa inversa, que abrió el camino para las investigaciones relacionadas con los oncovirus, virus del cáncer, y el SIDA) y Rita Levi-Montalcini, el infectólogo francés Roger Guillemin, la australiana Elizabeth Blackburn, los canadienses David H. Hubel y Charles Brenton Huggins, el sudafricano Allan Cormack y… uno que no vino del frío, sino del calor, el inmunólogo venezolano, nacido en Caracas, (¿cuántos venezolanos sabrán que tienen un Premio Nobel?) Baruj Benacerraf (1920-2011), descubridor de los complejos celulares mayores de histocompatibilidad, investigación por la que recibió el Premio Nobel de Medicina en 1980 y la Medalla Nacional de Ciencias de Estados Unidos.
Premio Nobel de Química
Aquí nos encontramos ya, con alguna frecuencia, los que vienen del calor, como el espectroscopista egipcio Ahmed Zewail, el turco Aziz Sancar y los israelíes Michael Levitt (nacido en Sudáfrica) y Arieh Warshell. También hacen su aparición los asiáticos: el brillante químico orgánico Charles Pedersen, nacido en Busan, Corea, de padre noruego y madre japonesa y el taiwanes Yuan T. Lee (retomó las reacciones químicas elementales que estudiamos en la escuela secundaria y las desarrolló para demostrar su cinética matemática, cambiando y ampliando así la perspectiva de la química). Y claro, los que vienen del frío como los canadienses Henry Taube, William Francis Giauque (uno de los grandes de la termodinámica), Sidney Altman y Rudolph Marcus, el austriaco Martin Karplus (colaborador cercano de Linus Pauling), el polaco Roald Hoffmann, el húngaro George Olah, el noruego Lars Onsanger (las reacciones de reciprocidad en procesos químicos irreversibles llevan su nombre), los ingleses Herbert Brown y Fraser Stoddart y el neozelandes Alan MacDiarmid (desarrollador de los polímeros conductivos, como el silicón). Pero dejé para el final de este grupo, ex profeso, al profesor mexicano Mario Molina, el hombre que nos alertó sobre los agujeros de la capa de ozono y cuyos trabajos ayudaron a la solución (parcial) de este problema; Molina, nacido en Ciudad México en 1943, ha sido profesor en las universidades de San Diego e Irvine, en California, y actualmente se desempeña como investigador en el laboratorio de propulsión a chorro (Jet propulsión laboratory) en el MIT (Massachusetts Institute of Technology). ¿Es su Premio Nobel mexicano o norteamericano? El piensa que, de ambos países, pero lo cierto es que ambos se lo disputan.
Premio Nobel de Física
Es sabido que antes y durante la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos recibió con los brazos abiertos a muchos físicos, sobre todo judíos, que venían de Europa Central huyendo de la persecución nazi y fascista. Algunos de ellos ya venían con su Premio Nobel bajo el brazo, como Albert Einstein y Enrico Fermi, pero otros, jóvenes dedicados y entusiastas, lo ganarían más adelante como ciudadanos de la nación americana. Con el tiempo se unirían muchos más a la excelente escuela de física norteamericana y a su vez ayudarían, cerrando el círculo, a engrandecerla a nivel mundial. Aunque debe decirse que mucho antes, en 1907, el espectroscopista y metrólogo polaco Albert Abraham Michelson ya había ganado un Nobel para él y para Estados Unidos: Dos polacos más, Otto Stern e Isidor Isaac Rabi ganarían sucesivamente el Premio en 1943 y 1944; les seguirían los alemanes Polykarp Kusch, María Goeppert-Mayer, Hans Albrecht Bethe (nos explicó como producen su energía las estrellas), Arno Allan Penzias, Jack Steinberger y Hans Georg Dehmelt, el suizo Felix Bloch, los italianos Emilio Gino Segré, descubridor del antiprotón y Ricardo Giacconi, el húngaro Eugene Paul Wigner, el noruego Ivar Giaever (uno de los grandes en semiconductores y superconductores), el holandés Nicolaas Bloembergen (del grupo del láser), el ruso Alexei Alexeyevich Abrikosov, los británicos Anthony J. Leggett y Charles K. Kao (nacido en Hong Kong), el canadiense Willard Boyle, el australiano Brian Schmidt (descubridor de supernovas gigantes que se alejan de nosotros e inflan el universo), el indio Subrahmanyan Chandrasekhar (otro de los que se sumergen en el interior de las estrellas), el japonés Shuji Nakamura (le debemos los bombillos LED) y los chinos Daniel Chee Tsui (arribó a Estados Unidos ya adulto y en treinta años ganaba el Nobel por sus aportes a la mecánica cuántica) y Walter Houser Brattain, hijo de misioneros y precursor y desarrollador de los semiconductores.
Premio en Ciencias Económicas en honor de Alfred Nobel
Este galardón no es, strictu sensu, un Premio Nobel. Fue creado en 1968 por el Banco de Suecia, que es quien lo sufraga, y comenzó a otorgarse en 1969:
Lo han ganado para Estados Unidos el ruso-alemán Wassily Leontief, el ruso Simon Kuznets, el polaco Leonid Hurwicz, el analista económico francés Gerard Debreu, el canadiense Michael Spence (colaborador de Joseph Stiglitz en el análisis de mercados asimétricos), el psicólogo israelí Daniel Kahneman y los británicos Angus Deaton (un estudioso del bienestar y su contraparte, la pobreza) y Oliver Hart.
Hasta aquí las estadísticas.
Las conclusiones nos parecen evidentes. La inmigración que en efecto, puede tener una cara oscura, a la larga (y no tan larga) nos presenta su rostro más claro y favorable. Ningún otro país se ha beneficiado tanto de la inmigración, esta vez nos referimos a los Premios Nobel y lo que estos galardones representan, como Estados Unidos.
Es cierto que algunos de estos literatos, científicos y tecnólogos quizás no hubieran encontrados en sus países de origen las condiciones idóneas para desarrollar sus habilidades y llegar a ganar un Nobel, pero también es cierto que muchos de ellos ya traían en su equipaje una gran preparación y experiencia. Y, además, y sobre todo, traían sus grandes y afilados intelectos.
Proyectos como el desarrollo de la bomba atómica, la colocación de un hombre en la Luna, el desarrollo de Internet, la telefonía móvil y la decodificación del ADN se hubieran llevado a cabo, casi seguramente, en Estados Unidos, sin la presencia y colaboración de extranjeros, pero no con la velocidad y en el tiempo en que se lograron.
Y no puede pasarse por alto, como en el caso del Proyecto Manhattan (el de la bomba atómica), que el tiempo no solo es oro.
Es también la vida.