¡Cuidado, todo el mundo es gay!
Por Carlos Osma
Hace unos días los periódicos ABC y La Razón cedieron sus páginas a un grupo ultracatólico para que publicitara un acto dirigido a todas aquellas lesbianas y gays que quieren dejar “el estilo de vida homosexual”. El acto, que ya se ha realizado, consistió en un seminario online impartido por un psicoterapeuta estadounidense que hace unos años fue expulsado de la Asociación Americana de Terapeutas, pero que sigue lucrándose defendiendo que la homosexualidad es un trastorno producido por traumas infantiles sin resolver que llevan a la persona a un estado de confusión, y afirmando que con una terapia adecuada se puede volver al estado ideal que supone la heterosexualidad.
Al escuchar los planteamientos de los colectivos homófobos que defienden que es posible cambiar de orientación sexual o de identidad de género como quien se cambia de camisa, uno no puede evitar encontrar paralelismos con las propuestas de las posiciones queer más radicales. Y es que si no fuera porque las finalidades son absolutamente opuestas, podríamos caer en el error de pensar que están proponiendo lo mismo. Así que nunca está de más recordar que la homofobia busca construir los cuerpos, las identidades y los deseos jerarquizándolos y divinizando al hombre macho heterosexual, mientras que las posiciones queer persiguen dar agencia y liberar al individuo para que pueda llegar a ser quien desee, sin que ninguna de esas elecciones tenga porque ser definitiva, ni mejor que otra.
No sé si las entidades homófobas que pretenden salvar a los sufrientes homosexuales del autoodio que ellas mismas con sus planteamientos han ayudado a generar, son conscientes de que lo que están diciendo es que la orientación sexual o la identidad de género no es algo que se es, sino una manera de comportarse, y que por tanto puede modificarse. Por esa misma razón, no es que ellos sean hombres o mujeres heterosexuales (si hay alguno o alguna que lo es), sino que se comportan como si lo fueran. El problema, según su punto de vista, reside únicamente en que el comportamiento de las personas transgénero, lesbianas, bisexuales o gays, no se ajusta a unas determinadas expectativas basadas en la arbitrariedad divina. Y ellos y ellas, enviados para mantener el orden que su Dios decidió, deben intentar colaborar para ayudar a las personas que sufren a volver al estado ideal que supone: un Adán masculino que pierde la cabeza por una Eva femenina que enloquece por sus encantos.
De sus razonamientos se concluye por tanto que no es que haya un porcentaje de la población que es LGTBI, sino que todos y todas lo somos potencialmente, ya que estas “prácticas” o “desviaciones” son fruto de unas determinadas experiencias vitales concretas (causas ambientales). Y que al ser la homosexualidad potencialmente universal y contagiosa, pero al mismo tiempo alejada del diseño original, es un peligro para toda la población. Así que, como de la gripe, los Estados, las iglesias y el resto de instituciones deberían proteger a sus miembros (sobre todo a niñas y niños) del peligro que suponen las personas LGTBI y sus ideologías, ya que podrían seducirlos y hacerles caer en actos desordenados. Y maneras de proteger hay muchas, desde la patologización de sus sentimientos o identidades, la discriminación que les impida realizar determinadas funciones como sanidad o educación, negación de derechos, invisibilización, maltrato, privación de libertad, o incluso la muerte. El grado de violencia necesaria para mantener a salvo al grupo dependerá de la amenaza que suponga la diversidad, y la capacidad que se tenga para imponer una u otra solución. Si vives en Madrid y existen unas leyes contra la homofobia, podrás dar una charla online cuidando el lenguaje y la puesta en escena para hacer creer que se intenta ayudar a una persona cuando en realidad se pretende hacer crecer su autodesprecio de manera exponencial. Si vives en Mosul puedes pasar de tantas tonterías y lanzarla al vacío desde una torre de cincuenta metros de altura.
La inseguridad y la homofobia siempre van irremediablemente unidas, no existen personas seguras de su propia orientación sexual y/o de género que se sientan amenazadas por la del resto. Si alguien vive como un problema, o concibe como una enfermedad, que otra persona se comporte de acuerdo con como se siente, es porque hay algún tipo de represión consciente o inconsciente. Cuando un señor respetable se siente incómodo ante dos hombres en actitud cariñosa, o molesto al ver a otro con un comportamiento que considera femenino, es porque tiene miedo de algo. Si una comunidad cristiana expulsa a una mujer por haberse enamorado de otra, es porque está convencida de que es necesaria una acción ejemplarizante que persuada al resto de hacer lo mismo. Donde con más ahínco se defienden de lo que denominan “lobby gay” o “ideología de género”, más se esconden e invisibilizan los deseos e identidades que les desmienten sus discursos de odio. La homofobia de una sociedad o de una iglesia es directamente proporcional al número de personas que sufren dentro de ella, e inversamente proporcional a la libertad que son capaces de generar.
Predicar el odio a la diversidad, inyectarlo en el alma de las personas incluso antes de que puedan reconocerse como diferentes, es un acto terriblemente cruel. Pero presentarse después como liberadores de dicho odio, incitando a las personas que son incapaces de aceptarse a transformarse en el ser humano que ellos consideran que debería haber sido, es completamente demoníaco. La diversidad es el sello de la creación divina, y ante ella la homofobia reacciona con actos que pretenden hacerla desaparecer por todos los medios. Empujar al sufrimiento a otros seres humanos porque uno se niegue a aceptar la riqueza y la variedad de la experiencia humana (también la propia) es una muestra de inseguridad, de miedo, de mediocrida, pero sobre todo de inhumanidad. Y por eso nuestra sociedad y nuestras iglesias, si quieren ser de verdad humanas, deberían denunciar y condenar estas actitudes.