Jaqueado por la presión internacional, repudiado masivamente por sus compatriotas, a
Maduro le convenía hacer unas concesiones para simular que su dictadura no era tal cosa
El dictador en su telaraña
Lo que ha hecho Maduro, ejecutar un autogolpe de Estado, es de una torpeza tan extraordinaria que va a acelerar su salida del poder que usurpa desde que perpetró un fraude electoral hace cuatro años.
Jaqueado por la presión internacional, repudiado masivamente por sus compatriotas, con respiración asistida gracias a El Vaticano y a un trío de ex presidentes calzonudos (Zapatero, Torrijos, Fernández), a Maduro le convenía hacer unas concesiones para simular que su dictadura no era tal cosa, para dar la apariencia de una democracia autoritaria y ganar tiempo: liberar a los casi cien presos políticos y anunciar un calendario electoral, por ejemplo un referéndum revocatorio el segundo semestre de este año.
Pero, desoyendo los consejos de una facción moderada del chavismo que le pedía hacer unas concesiones en aras de la paz social, siguiendo las recomendaciones de la inteligencia cubana que le sugería endurecer la represión y encarcelar a más opositores, ha cometido un error histórico que equivale a un suicidio político. Veinticinco años después de que Fujimori cerrase el Congreso, Maduro ha caído en la misma trampa, se ha quitado la careta y ha mostrado los colmillos de dictador neocomunista. Ninguna democracia es creíble sin un Congreso, una justicia independiente y una prensa libre: por eso, Venezuela, que ya era una dictadura desde los tiempos de Chávez, se ha convertido ahora, de un modo inequívoco, incluso a los ojos de quienes la defendían en la comunidad internacional, en un gobierno impresentable, indefendible, apestado. Cuando Fujimori cerró el Congreso, se convirtió en dictador, pero era un dictador popular, pues el ochenta por ciento de los peruanos aplaudió aquella barbarie. No ocurre tal cosa, ni remotamente, en Venezuela, pues el ochenta por ciento de los venezolanos, o casi, había elegido a este Congreso ahora amordazado, y es de suponer que repudia el zarpazo autoritario de Maduro, que no es un dictador popular, sino uno tremendamente despreciado por la gran mayoría de sus compatriotas, incluso por muchos de quienes, en su día, apoyaron las políticas populistas del extinto dictador Chávez.
¿Por qué Maduro ha dado un autogolpe y se ha infligido una herida de necesidad mortal? ¿Por qué se obstina en mantener encarcelados a los presos políticos y rechazar la celebración de un referéndum revocatorio? ¿Por qué censura a CNN, a NTN-24, al corresponsal del New York Times, que no puede despachar desde Caracas hace ya meses? ¿Por qué debe decenas de millones de dólares a las Naciones Unidas y ha dejado a Venezuela sin voto en esa organización? ¿Por qué parece estar ejecutando minuciosamente, y ante las cámaras, su suicidio político? Se diría que la respuesta es simple: Maduro quiere terminar de convertir a Venezuela en otra Cuba, un país donde ninguna forma de oposición o disidencia es posible, donde el partido en el poder gobierna despóticamente, sin frenos ni contrapesos. La verdadera razón del autogolpe no es tanto que a Maduro le irritase que el Congreso estuviese dominado por la oposición (aunque, por supuesto, nada de esto hubiera ocurrido si 112 de los diputados fuesen chavistas y no opositores), sino que veía con pavor unas elecciones que permitiesen al pueblo expresar su enorme descontento y remover del poder a los usurpadores como él. Con las nuevas facultades que le ha concedido la justicia hincada de rodillas, Maduro podrá alegar que, por razones de seguridad nacional, se suspenderán indefinidamente las elecciones de gobernadores, legislativas y hasta presidenciales.
¿Podrá sostenerse en el poder en un escenario semejante, sin convocar a elecciones? Desde luego que no. Una importante facción del chavismo estaba a favor de llamar a un revocatorio y luego amañarlo discretamente con la ayuda inestimable de la inteligencia cubana, de modo que la oposición ganase, pero solo moralmente, obteniendo digamos siete millones de votos, pero no los siete millones seiscientos mil votos que necesitaría para sacar a Maduro del poder; o incluso que la oposición superase la barrera de votos para destituir a Maduro y el vicepresidente asumiese funciones. Esto hubiera sido de inmensa utilidad para los chavistas que querían dar la apariencia de que Venezuela era una democracia disfuncional, pero era demasiado pedirle a un tiranuelo incompetente y bravucón como Maduro. No entendió que a veces, para seguir en el poder, tienes que darle una creciente cuota de poder a la oposición, por ejemplo un triunfo en el revocatorio, o al menos una victoria moral, y ahora ya ni sus partidarios pueden decirle al mundo, sin sonrojarse, que Venezuela es todavía una democracia y que la mayoría sigue siendo chavista. Nadie, ni ellos mismos, se lo creen.
En esto, y en casi todo lo demás, Maduro ha resultado un pésimo discípulo de Chávez, quien, siendo un dictador con apoyo popular en sus primeros años, entendió, sin embargo, que para sostener su autocracia era necesario convocar a elecciones con bastante frecuencia, y ganarlas con trampa o sin ella, y si las perdía, entonces las convocaba nuevamente, asegurándose de hacer fraude, y decía con toda desfachatez haberlas ganado, lo que le permitía engañar a los bobos, incautos y candelejones, quienes se aferraban a la falacia de que, como en Venezuela había elecciones y el chavismo las ganaba siempre, entonces ese país era una democracia, aunque luego Chávez cerrase canales de televisión, encarcelase opositores (incluso aquellos que, como el general Baduel, le salvaron la vida), despojase a empresarios de sus negocios y violase a su antojo la Constitución que fue escrita y aprobada a su medida. Sin un Congreso cuyos diputados habían sido elegidos hasta enero de 2021, sin calendario electoral a la vista, con más represión y más presos políticos, Maduro se va quedando solo, y no sorprendería que una facción del chavismo, harta de sus ineptitudes y bufonerías, se convenza de sacarlo del poder.
¿Cómo caerá Maduro? ¿Cuál será la salida para recuperar las libertades conculcadas? ¿Qué escenarios son razonables para restaurar la democracia en Venezuela? Es urgente que la oposición se mantenga unida y convoque a la gente a protestar en las calles. Si la gente sale masivamente a las calles, como ocurrió digamos en Egipto, las fuerzas del orden se negarán a reprimir a una inmensa multitud de millones y acabarán plegándose del lado del pueblo, y la dictadura caerá tarde o temprano. Pero, para forzar a los militares y la policía a tomar partido, a elegir entre el pueblo y la tiranía, es imprescindible que la Venezuela democrática muestre sus músculos en las calles. El argumento de que no conviene salir a protestar porque ocurrirán hechos de violencia, juega a favor de la dictadura, que, por supuesto, quiere instalar la cultura del miedo entre los ciudadanos que le son desafectos e insubordinados. Millones de venezolanos en las calles, reclamando sus libertades perdidas, la liberación de los presos políticos, la convocatoria a elecciones limpias, no solo obligarán a los militares a elegir de qué lado de la historia quieren estar, también forzarán a una facción del chavismo, que ya ve con hostilidad a Maduro, a precipitar su salida.
Al mismo tiempo, es indispensable que los países más importantes de América, desde Canadá hasta la Argentina, no vacilen en condenar a la dictadura venezolana, imponerle unas sanciones severas y exigir un calendario electoral. El trabajo de Almagro, secretario general de la OEA, ha sido brillante, de una importancia capital, y es crucial que los gobiernos de México, Colombia (insisto: Colombia), Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay jueguen en equipo, sin ambigüedades, para que los venezolanos se sientan moralmente acompañados por las democracias más importantes de la región, incluyendo, desde luego, las de Canadá y los Estados Unidos.
¿Qué puede hacer Trump para ayudar a la causa de la libertad en ese país? Dos o tres cosas: ordenar que no se compre un solo barril de petróleo a Venezuela; ejecutar una operación relámpago, como la que liquidó a Bin Laden, para entrar de madrugada con un equipo élite de militares y capturar a Cabello y El Aissami, los más grandes narcotraficantes venezolanos, y traerlos ante los tribunales estadounidenses, acusados de enviar miles de toneladas de cocaína a este país; y conspirar con espías en Caracas, como se conspiró con espías en Lima para forzar la caída de Fujimori, cuya dictadura acabó de colapsar, no perdiendo un plebiscito como Pinochet, ni por masivas protestas populares como en Egipto, sino debido a que la CIA complotó en Lima, hurtó unos videos secretos del jefe de inteligencia y los entregó a canales opositores.
Maduro tiene, hoy más que nunca, los días contados, pero para acelerar su caída es urgente que los venezolanos protesten en las calles, los militares decidan de qué lado de la historia quieren estar, los países de América le den una sonora bofetada diplomática a este payaso sin gracia y la inteligencia de los Estados Unidos se decida a conspirar en serio, neutralizando el trabajo perverso que cumplen, desde el golpe fallido de 2002, los miles de espías cubanos que tienen atrapado a Maduro en la telaraña que le han tejido pacientemente.