DE MUJER A MUJER
JUANITA CASTRO HA SOPORTADO EL AISLAMIENTO FAMILIAR DE MEDIO SIGLO
Por María Antonieta Collins — El Nuevo HeraldMientras escribía las memorias de Juanita Castro allá por 1999, en aquella inmensa y dolorosa catarsis hubo períodos de risa y felicidad: cuando me narraba la infancia feliz de ella y sus seis hermanos en la casa familiar de Birán.
Contrario a lo que la maledicencia popular afirmara por el odio a dos de sus hermanos, Juanita siempre es feliz recordando ese tiempo donde invariablemente algo quedó patente: Ángel Castro y Lina Ruz tuvieron dos grupos de hijos: Angelita, Ramón, Fidel y Raúl eran los mayores; el otro estaba formado por tres mujeres: Juanita, Enma y Agustina, las menores.
Los grandes se enamoraron, se casaron, hicieron sus vidas y tuvieron hijos, mientras las hermanas pequeñas eran otro mundo. Enma y Juanita fueron socias de la vida desde niñas. Ambas estaban internas en La Habana y al cuidado de sus hermanos mayores Fidel y Raúl, quienes las visitaban en las Ursulinas, pero Agustina la menor era un mundo aparte.
“Agustina llegó como la hija de la vejez para mi papa y mi mamá. A todos nos querían mucho, pero con Agustina las cosas eran diferentes. Era tan consentida que todo el mundo hacía lo que ella quería. Era muy bonita, y abrazó los temas de la religión con pasión, al tiempo que estudio todo aquello que quiso. No recuerdo a una niña más consentida que ella. Tristemente su vida feliz sería solo en aquel tiempo, porque la vida después le dio mucho sufrimiento”.
Pero el sufrimiento fue aminorado por Juanita, la hermana que, al igual que cuando eran niñas, la defendía y ayudaba.
La conocí en casa de Juanita, en Miami, y la vi por última vez en La Habana, cuando la visita del Papa Francisco a Cuba. Juanita, al igual que miles de cubanos en el exilio, le enviaba lo que ella necesitaba y lo que no pedía, pero que sabía que necesitaba: “Con esta ropa tan bonita iré muy arreglada a la misa del Papa, gracias a Juanita”.
Juanita durante muchos años fue la campeona en la vida de su hermana menor. No solo la sostenía económicamente, sino que cubría al instante cualquier necesidad de índole médica que Agustina requiriera. La procuraba como si viviera a la vuelta de su casa y nunca dejó de llamarla por teléfono mientras la enferma pudo hablar con ella. De dos meses a la fecha su salud se complicó, sin esperanza de arreglo. Juanita lo sabía y trataba de aminorar el peso de los diagnósticos: difícilmente Agustina saldría adelante porque su desgastado cuerpo no reaccionaba.
Juanita me lo dijo dentro de ese privilegio que tengo de ser parte de su familia extendida, la que no es por lazos de sangre sino por cariño, y que me permite, a diario, siempre que estoy en Miami, compartir la mesa con ella y su entorno, sabiendo que la única y principal condición es nunca viole la privacidad de la dueña de casa, algo que atesora herméticamente y que ayudo a cubrir.
Con décadas de trato he aprendido a no preguntar, a menos de que Juanita inicie la plática sobre algún tema sensible, pero también a responderle con honestidad cuando ella misma cuestiona sobre aquello que le duele. Y así fue que, cuando supe de la salud de Agustina, de inmediato me preocupé por Juanita.
Ha soportado mucho. El aislamiento familiar de medio siglo, las infamias y mentiras en su contra y recientemente las muertes de cuatro de sus hermanos, todo observado a la distancia, incluida la muerte de Fidel que develó algo más de su personalidad: se enfrentaron brutalmente por sus creencias políticas, pero nunca por odio de hermanos. De manera que, quienes vivimos a su alrededor, pudimos ver cómo la muerte del tercero de sus seis hermanos, a pesar de todo, fue un dolor silente porque, al final, la sangre es la sangre. Pero la muerte de Agustina es diferente: era muy cercana a ella.
Era parte de ese triángulo formado junto a Enma, la hermana a quien Juanita adora, y de quien ha recibido fuerza y apoyo siempre que lo ha necesitado, desde aquellos días del inicio del exilio. Y aunque hoy Agustina ya no estará en su día a día, la recordará con el espíritu religioso que siempre rigió su vida, sabiendo que, en verdad, toda la gloria del mundo cabe en un grano de arroz.
MARÍA ANTONIETA COLLINS
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