OTRO AMANECER
Por Yuris Nórido - OnCubaRosita Fornés ha cumplido recientemente 94 años, una edad venerable, mucho más en su caso. Rosita no es una mujer cualquiera, ni siquiera es una artista más: Rosita Fornés es un símbolo, un ídolo para generaciones completas, paradigma de la cultura nacional. Es patrimonio vivo de un país que la respeta y que la adora.
Sin estridencias, sin complejos, sin dobles discursos, sin malas acciones; a puro golpe de talento y simpatía Rosita Fornés encarnó una escuela que lamentablemente no muchos artistas del espectáculo supieron aprovechar. Un amigo ya fallecido me lo dijo un día: “Cuando muera Rosita, Dios la guarde por mucho tiempo, enterrarán el glamour en Cuba”.
Corren muchas anécdotas. Dicen que en una etapa poco dada a la lentejuela, una funcionaria le exigió a Rosita que no usara sus galas habituales, para estar a tono con el espíritu del momento:
—¡Póngase un uniforme de miliciana! —casi ordenó la directiva.
—¡Con mucho gusto! —respondió Rosita—; pero no olvide que incluso en uniforme de miliciana yo seguiré siendo la vedette Rosita Fornés.
Puede que el cuento sea pura invención, mitología de fanático; pero en todo caso pone de manifiesto una de las determinaciones de la artista: permanecer. Permanecer en su país, aunque en algún momento pareciera un “rezago” del pasado, un elemento fuera de época y lugar, una representante de un arte que desaparecía… Ella sabía que no, ella confiaba en el cariño de su pueblo, a ella la sostenía su extraordinario itinerario profesional y humano.
Nadie busque en Rosita Fornés la prosopopeya de una pensadora, ni siquiera las explicaciones racionales de una manera de ser y estar sobre el escenario. Rosita no es una persona de honduras académicas; ella es una artista raigal.
Voy a decir algo que pudiera parecer demasiado absoluto, pero lo digo con toda la responsabilidad: en las artes escénicas cubanas ella es la artista más completa. Puede que haya alguno más grande, pero no tan integral. Muchos han cantado mejor que ella, muchos han bailado mejor que ella, muchos están a su altura como actriz… pero probablemente nadie la supere en la concreción de todos esos elementos en un espectáculo único.
Y nadie, con toda seguridad, ha sabido usar mejor una capa o un abanico. Y esto, que para recios y encumbrados intelectuales pudiera resultar una frivolidad, tiene también importancia en los tiempos que corren. La belleza —la pura belleza— hace mucha falta. La fluidez en el movimiento, la distinción de las maneras, el buen gusto… no son arcaicas presunciones; tendrían que ser modelos de comportamiento.
Hay una filmación de los años sesenta que habla mucho mejor que cien tratados de teoría de la escena. Rosita Fornés canta Otro amanecer, de Meme Solís, en una especie de cabaret televisado —aunque la puesta, por momentos, es cinematográfica. No me queda claro el director del espectáculo, ni siquiera el programa en cuestión… quizás alguno de mis lectores tenga más información.
Con los primeros acordes, Rosita aparece de espalda, silueteada sobre el fondo. Comienza a cantar y se vuelve a la cámara (la capa vuela, con inusual donaire). Rosita avanza, se detiene… y cada pose parece pensada para la contemplación. No hay movimientos de más, no hay énfasis, todo es delicada contención… Hasta que entran a escena bailarines y percusionistas con tumbadoras, y Rosita baila entre ellos con indudable cubanía, pero sin un ápice de vulgaridad. El final es grandilocuente: en un clímax instrumental (los arreglos musicales son excelentes) Rosita se retira al fondo, ovacionada por el público.
Mi amigo se emocionaba hasta las lágrimas: “¡Ya no se hacen espectáculos como ese! ¡Ya no hay vedettes en Cuba! ¡Rosita es única! ¡El glamour murió en este país!” Yo no quiero parecer tan tremendista, pero sí creo que de cuando en cuando deberíamos mirar atrás. Cuando veo algunos programas musicales de nuestra televisión me refugio en Otro amanecer. Si algún día pudimos hacerlo tan bien, debe quedar alguna esperanza…