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General: Testimonio: Así fue cómo mis padres trataron de curar mi lesbianismo
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: cubanodelmundo  (Mensaje original) Enviado: 21/05/2017 16:33
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   Así fue cómo mis padres trataron de exorcizar mis demonios gays
           Por Jean Ramsay  Broadly
"Podemos curar esta homosexualidad", dijo mi madre.
Habiendo crecido en una familia evangélica, estuve apartada del mundo secular toda mi vida. A los 14 años, Jesús era mi Justin Bieber, una figura masculina accesible, cariñosa y de dulces ojos con la que estaba obsesionada. Un ser al que podía convertir en lo que quisiera: un hombre, un compañero constante o una figura paterna. Mi conexión con el Hijo de Dios me hacía sentir especial, como si tuviera un superpoder. Sentía auténtico temor por quienes no creían en él, porque sabía que arderían en el infierno. El infierno era un lugar que yo imaginaba como el interior de un volcán, lleno de charcos de sulfuro y rocas de lava, donde los católicos, los judíos, las madres solteras y la gente que hacía yoga sufrirían hasta el final de los tiempos.
  
Dentro de ese mundo protector, no se me permitía ver la serie He-Man porque trataba temas ocultistas. Se me prohibió leer Dr. Seuss porque mi madre pensaba que las ilustraciones eran extrañas y malvadas. Yo creía que las cadenas de cartas eran hechizos lanzados por el Diablo. Participé en una manifestación pro-vida donde sostuve carteles que decían "El aborto mata bebés" y "El aborto daña a las mujeres". Me dijeron que el sexo fuera del matrimonio era uno de los peores pecados que se podían cometer. Nunca cuestioné nada de todo eso. Me lo creía todo.
  
Mi familia había estado inmersa en la Iglesia durante décadas. Mi abuelo fue un predicador evangélico que empezó a finales de la década de 1940. Él, junto con mi abuela, mis tíos y mi madre, viajaban por todo el mundo cantando himnos del disco que habían publicado, un álbum en el que mi madre cantaba "Let Me Touch Him" en un dueto consigo misma. Mi abuelo predicaba sermones cargados de dramatismo en los que agitaba el puño, gritando sobre el poder del Diablo para tentarles a través de atractivos disfraces como las películas pecaminosas y las minifaldas.
 
Hasta los 14 años ni siquiera sabía que existiera la homosexualidad. Salí de gira con una compañía teatral interpretando una producción de José el Soñador y conocí a hombres gays entre el reparto que no sentían ninguna vergüenza y poseían un brillante y genuino carisma que nunca me había encontrado antes en la vida. En los dos años siguientes, empecé a ver en secreto el canal de vídeos musicales y a observar todos los tipos diferentes de personas que existían en el mundo. Fue en ese momento, al descubrir a Madonna ―por entonces en la cumbre de su provocación sexual con En la cama con Madonna, su libro Sex y el álbum Erotica―, cuando mi mundo de aislamiento se abrió de par en par. La sexualidad femenina mostrada con descaro, la exploración del deseo y la idea de dos personas del mismo sexo teniendo una relación sexual explotaron dentro de mi aislado mundo como un fuego que prende de pronto en medio de una habitación oscura.
 
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En 1996 me gradué en el instituto y descubrí internet. Pasaba horas y horas cada día en salas de chat, descubriendo música, literatura y películas laicas que eran completamente desconocidas para mí. Una noche chateé con un usuario llamado Andie (yo pensaba que era un hombre) que empezó a flirtear conmigo muy agresivamente. Cuando me conecté al día siguiente, Andie me dijo que en realidad era una mujer. Ese engaño me afectó más de lo que esperaba. No fui capaz de admitir que en realidad no me importaba que fuera una chica hasta pasados unos cuantos días. De hecho, aquello hacía que me atrajera todavía más.
 
Durante la mayor parte de mi vida adolescente, los únicos sentimientos auténticos de atracción que había sentido habían sido hacia las chicas guapas de mi colegio, como aquella del último curso con rizos dorados y ojos verdes que siempre había sido tan amable conmigo. Pensé en cuando me frotaba por la noche por encima de la ropa interior y bajo las sábanas, pensando en labios que besaban unos pechos grandes y en las curvas de las caderas de una mujer. El orgasmo era como meterse un chupito de ginebra y siempre iba seguido de una culpa abrumadora. Aquellos deseos eran una infecta enfermedad dentro de mi cabeza, una perversión que me alejaba de la seguridad de la Iglesia, del amor de Jesús Bieber, del amor de mi familia, de la capacidad de conseguir que un chico quisiera salir conmigo. Pero aunque recé y recé pidiendo librarme de esos impulsos, nada cambió. Jesús me había abandonado y me sentía sola y asustada.
 
Andie era una mujer casada madre de dos hijos y vivía en Florida con su marido, que era militar y a menudo se ausentaba durante meses a causa de distintas operaciones militares. Hablábamos por teléfono durante horas y ella me susurraba frases de ternura al oído entre grito y grito a sus hijos para que dejaran de pelearse. Me enviaba fotos suyas, una mujer rellenita al inicio de la treintena que a mis ojos parecía viejísima (yo tenía 17 años). Manteníamos sesiones de cibersexo en salas privadas de chat, donde ella se describía bajando hasta mi sexo y haciendo que me corriera en su boca. Aquellas imágenes literalmente me hacían temblar de lujuria y me frotaba frenéticamente mientras escribía con una sola mano largas hileras de consonantes como respuesta.
 
Mi relación con Andie me hacía sentir aceptada por quien realmente era sin sentir vergüenza. Busqué otras cosas que me hicieran sentir así. Pasé el verano obsesionada con Xena: la princesa guerrera, yendo al Lilith Fair (un festival de música en el que solo participaban artistas femeninas) y pasando el tiempo con los chicos gays que había conocido en las clases de teatro del instituto. A menudo visitaba a mi bisabuela, una mujer espiritual, cariñosa e increíblemente inteligente que había formado parte de la Aurora Dorada en los 60, había estudiado Un Curso de Milagros, alababa mi interés por la Wicca y me compró mi propia baraja de cartas de tarot.
 
La decisión de salir del armario no fue mía. Mi madre me acorraló un día cuando estábamos solas en casa. Me hizo sentarme en el extremo de la cama a su lado y me dijo que tenía algo importante que decirme. Había notado mi interés en medios laicos bastante cuestionables. Señaló a la carta de la Emperatriz que tenía en la mesilla de noche. Yo miré al frente, aterrorizada. Finalmente me preguntó, con la voz temblando de miedo, si alguna vez había tenido pensamientos gays. En aquel momento tuve que decidir si continuar ocultándome o declarar quién era en realidad. Decidí dejar de mentir. Fue la cosa más valiente que he hecho jamás.
 
"Si te digo la verdad te enfadarás conmigo", respondí. No podía mirar su reacción, giré la cara hacia la pared y retiré mi mano de la suya. Dejó escapar un sollozo y pidió ayuda a Jesús. Por aquel entonces yo ya no tenía ningún interés en recibir ayuda de Jesús. Jesús era el "chico" que me había gustado durante la adolescencia, pero aquello había quedado muy atrás.
 
"Podemos curar esta homosexualidad", dijo finalmente con un tono firme que no dejaba ningún lugar para la duda.
 
Los cristianos evangélicos adoran cualquier oportunidad de mostrar en público el poder de su fe, como presencié miles de veces durante mi infancia y mi adolescencia. Todos los veranos mi hermano y yo viajábamos con mis abuelos por las Prairies, el Medio Oeste de Canadá. Mi abuelo, que actuaba él solo ahora que sus hijos habían crecido, continuaba haciendo su gira. Lejos de las carpas de sus primeros tiempos, ahora ofrecía sermones altamente teatrales dentro de grandes iglesias. Aquellos edificios eran como institucionales, salas cuadradas dentro de un edificio cuadrado. Los santuarios, como las salas donde se celebraban los servicios, eran frías, sin ventanas y tenían mucho eco. En las estériles paredes blancas colgaban carteles que representaban a Jesús en la cruz con frases como "Cordero de Dios" rodeando su cadáver desecado. Un enorme púlpito de madera era la pieza central adonde se dirigían todas las miradas.
 
Veía a mi abuelo, subido allá en lo alto, predicando el mismo sermón una y otra vez. Hacia el final del verano era capaz de repetirlo palabra por palabra. Sus gritos rebotaban en el elevado techo y regresaban como si Dios estuviera mostrando que estaba de acuerdo con él. Advertía de que el Diablo siempre estaba preparado para destruir tu vida. Bramaba escrituras extraídas de aquella gruesa Biblia de bordes dorados que agitaba en su mano. Decía a los cautivados miembros del público que estaban poseídos por demonios, que Jesús era la única vía para la libertad, que tenían que ser puros a ojos de Dios. El final de su sermón era la llamada al altar. Con un tono grave y autoritario, decía a la gente que se acercaran para librarse de los demonios que les esclavizaban. Yo miraba, una y otra vez, mientras presionaba la palma de la mano contra la frente de hombres, mujeres y niños sollozantes. Rezaba en voz alta por la pureza de sus almas, gritando a su micrófono más fuerte y más fervientemente hasta que los afligidos empezaban a agitarse violentamente y a balbucear incongruencias.
 
Este fenómeno consistía en hablar en lenguas, un lenguaje secreto con el cual uno podía hablar directamente con Dios mediante la repetición de sonidos guturales. El hipnotizado público animaba durante el proceso, el ruido de los gritos y la voz amplificada de mi abuelo, mezclados con el parloteo, parecían alterar la realidad y convertirla en algo alucinógeno y desquiciado.
 
Esta capacidad concedida por Dios para realizar lo que un laico describiría como un exorcismo se fue haciendo cada vez más popular en la década de 1990, cuando el movimiento del Pánico Satánico estaba en su mayor apogeo. Los cristianos evangélicos creían que había una red secreta de satanistas subiendo al poder, infiltrándose insidiosamente en las mentes de los adolescentes mediante expresiones de lo oculto como la música heavy metal, el juego Dragones y Mazmorras y Freddy Krueger. Finalmente, esta expulsión de demonios no era solo algo que un predicador como mi abuelo tuviera poder para realizar. Las librerías cristianas vendían pequeños viales de óleo sagrado a cualquiera que quisiera comprarlos. Aquel óleo había sido bendecido con el poder de atemorizar a los demonios y se empleaba para consagrar personas y objetos que se consideraban herramientas de Satán. Después de haber salido del armario, cuando iba a la habitación de mi hermano a robarle algo de calderilla de su hucha para comprar cigarrillos, veía viales de este aceite sobre su estantería. Era un frasco pequeño y azul, muy similar a los que contienen el aceite de cannabis que compro ahora. No llevaba etiqueta, pero sabía lo que era y cuál era su propósito. Nunca me atreví a tocarlo y lo observaba con una mezcla de desagrado y un todavía potente temor de Dios.
 
En los meses posteriores a que saliera del armario, la tensión que se respiraba en mi casa era como un ente vivo que cada vez se fue haciendo más grande hasta llenar cada habitación. Rara vez se hablaba del tema, aparte de cuando mi padre decía lo desagradable que era que yo viera Xena, o cuando un amigo de la familia dejaba literatura cristiana sobre mi almohada. Sin embargo, mi madre no decía nada e iba por la vida como una mártir que cargara una cruz especialmente pesada. Yo sabía que iba a pasar algo, que esa tensión estallaría en una confrontación contra mí y contra mi "estilo de vida".
 
Hacia el final de 1996, cuando regresé a mi habitación de adolescente después de un viaje para visitar a mi bisabuela, me fijé en la fantasmal huella de una mano sobre la pared. Mirando más de cerca mi collage de actrices con las que estaba obsesionada en ese momento, vi manchas grasientas sobre el perfecto rostro de Lucy Lawless con su flequillo a lo Bettie Page. Miré a mi alrededor frenéticamente, inspeccionando el resto de mis posesiones y vi aquellas huellas de manos sobre todas las cosas que representaban la nueva y recién surgida parte de mi identidad. Los dibujos que hice en la universidad de modelos desnudas tenían enormes manchas resbaladizas sobre ellos. Las esculturas que había hecho de la Venus de Willendorf como figuras de diosas parecían llevar churretones de grasa sobre su superficie sin pulir. Todas las expresiones de mi sexualidad habían sido irrevocablemente marcadas y, en algunos casos, destruidas. Podía sentir la violencia de aquella agresión golpeándome en el pecho.
 
El mensaje de aquellas manchas grasientas era muy claro. Mi familia veía mi condición queer como la obra de un demonio que me estaba poseyendo. No era una parte de mí, era un mal que habitaba en mi interior. Como mi madre me diría más tarde, "Te quiero, pero odio tu parte gay". No había amor incondicional, no cuando lo que yo era en realidad era algo que no comprendían y temían.
 
Meses más tarde me enteré de lo que había sucedido exactamente. Mi familia había invitado a un grupo de gente de la iglesia para que viniera a casa durante mi ausencia. Aquellas eran personas que, como mi familia, habían tenido mi confianza y mi amor. Se reunieron en mi habitación para ordenar sonora y vehementemente al demonio gay que dejara de tentarme, para decirle que mi alma pertenecía a Jesús y a la Iglesia y, en última instancia, a mi familia.
 
Después, como sucede tan frecuentemente con los extremistas religiosos, las cosas se les fueron de las manos. Sintiéndose tan amenazados por las representaciones de aquella cosa que había en mí y que tanto temían, su necesidad de introducir a la fuerza el Cristianismo en mí se manifestó físicamente untando sus manos de aceite y destruyendo las expresiones de mi ser que estaban expuestas con tanto descaro.
 
Después de aquello me tumbaba en la cama y miraba aquellas huellas de manos a mi alrededor, sintiendo la fuerza de la ira y el rechazo que representaban. Seis meses más tarde, mis padres me dijeron que ya no era bienvenida en su casa. Cuando estuve instalada en mi nuevo apartamento, colgué nuevas imágenes ―señales de mi auténtico yo― en mis propias paredes, como acto de recuperación de mi orgullo. Siempre he conservado aquellas dos esculturas de diosas cubiertas de manchas. Ahora las tengo en la estantería, como recordatorio de que debo ser fuerte, no sentir vergüenza y no temer a lo desconocido. Y de que siempre debo ser quien realmente soy.
 
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Fuente Broadly


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