Alan Turing: el fantasma que inventó la informática
Por Esteban Font
Padre de la inteligencia artificial y la computación moderna, Alan Turing tuvo una vida de película. Espía británico y héroe de la Segunda Guerra Mundial, acabó sus días castrado químicamente a causa de su homosexualidad. Pero ¿quién fue realmente Alan Turing, el genio matemático que ‘descifró’ a los nazis? Así era el visionario más misterioso del siglo XX.
Encadenaba su taza de café al radiador por miedo a que se la robaran. Y en los malos momentos buscaba consuelo en un osito de peluche. Le gustaba llevar el pijama debajo del abrigo y no dudaba en caminar bajo el sol de la primavera con una máscara antigás para combatir su alergia al polen. Solitario y gran corredor de fondo, afirmaba que su película favorita era Blancanieves y los siete enanitos. Nunca leyó un periódico, se confeccionaba sus propios guantes y muy pronto eligió confiar antes en las máquinas que en las personas. “Las máquinas me sorprenden con mucha frecuencia”, decía. También: “Una computadora puede ser llamada ‘inteligente’ si logra engañar a una persona haciéndole creer que es un humano”. Este perfil solo da locos o genios. Alan Turing perteneció a los segundos.
Fue concebido en Chatrapur, la India, pero nació en Londres el 23 de junio de 1912: su padre era un funcionario inglés destinado en el gigante asiático. Allí, Turing pasó los primeros años de su vida y destacó por su inteligencia: aprendió a leer por sí solo en tres semanas y mostró desde muy pequeño un gran interés por los números y los puzles. Desde los seis años deslumbró a todos sus maestros y en 1926, a los 14, ya definitivamente en Gran Bretaña, ingresó, feliz, en el internado de Sherborne, en Dorset. El primer día de clase había huelga general, pero sus ganas de asistir a clase le hicieron recorrer más de 60 millas en bicicleta hasta la escuela, en Southampton, pasando incluso una noche en una posada. La prensa local publicó la hazaña del joven. Con 16 años, Turing ya comprendía los planteamientos de Einstein y, sin estudios de cálculo elemental, resolvía problemas muy complejos para su edad. Pese a ello, sus profesores de Sherborne, más afectos a los clásicos que a los científicos contemporáneos, no mostraban demasiado interés por él. Poco le importó. Su vocación era clara.
En febrero de 1930, a los 17 años, la vida lo golpea por primera vez: su compañero de estudios y primer amor, Christopher Morcom, muere de tuberculosis bovina tras beber leche de una vaca infectada. Turing, destrozado, se hace ateo y empieza a creer que todos los fenómenos, incluyendo el funcionamiento de nuestro cerebro, son enteramente materialistas. A pesar de su talento y de que ansiaba seguir sus estudios en el Trinity College de Londres, debió conformarse con cursarlos en el Kings College, en Cambridge, su segunda opción. Su falta de interés en el estudio de los clásicos lo había hecho suspender los exámenes finales. Eso sí: una vez en Cambridge, en cuatro años ya era profesor.
Y entonces llegó la gloria: un año después, en 1936, con solo 24 años publica su revolucionario estudio Sobre los números computables y sienta las bases teóricas de un cerebro electrónico capaz de ejecutar todas las operaciones matemáticas resolubles: acababa de inventar la idea de un ordenador y, con su Máquina de Turing, de crear el concepto de algoritmo, que es la base del funcionamiento de todos los ordenadores actuales y, aún hoy, tantas décadas después, el objeto central de estudio en la teoría de la computación.
Su vida se acelera y, tras un paréntesis de dos años en Estados Unidos, donde se doctora en la universidad de Princeton y trabaja con el célebre lógico Alfonzo Church, Turing asiste en Cambridge a las clases de Ludwig Wittgenstein, con el que choca intensamente por las discrepancias en torno a la visión de las matemáticas que ambos sostienen.
Con 27 años, los servicios de Inteligencia británicos lo reclutan para integrar el equipo de matemáticos que debían descifrar los códigos secretos de los nazis. Trabajó en Bletchley Park, la célebre instalación militar. Casi en solitario, Turing logró descubrir los misterios de la mítica máquina encriptadora de Hitler, llamada Enigma. Y diseñó la suya propia, denominada Bombe, capaz de romper los códigos de Enigma y permitir a los aliados anticipar los ataques y movimientos militares nazis.
La Bombe de Turing, clave en el espionaje contra el Führer, fue la herramienta principal de los criptógrafos aliados. Estos trabajos de ruptura de códigos de Turing han sido secretos hasta los años 70. Ni sus más íntimos amigos los conocían.
La vida parecía sonreírle. Y, convertido en discreto héroe de guerra, pasó a trabajar en el Laboratorio Nacional de Física hasta ser nombrado director de computación de la universidad de Mánchester, donde desarrolló el software de uno de los primeros ordenadores reales: el Manchester Mark I.
De esa época también son sus planteamientos de una inteligencia artificial, expuestos en su célebre artículo Máquinas de computación e inteligencia, de 1950. En él, Turing propuso incluso un experimento que hoy se conoce como el Test de Turing y que aún hoy es la gran baza de los defensores de la inteligencia artificial, que tanto alimenta el fascinante desarrollo actual de la robótica. El test postula que, si una máquina se comporta en todos los aspectos como inteligente, es inteligente e incluso” sensible” y “sintiente”.
El Test de Turing consiste en situar a un juez en una habitación y a un ser humano y a una máquina en otra. El juez hace preguntas y, ante las dos respuestas escritas, debe descubrir cuál es del humano y cuál de la máquina. Persona y ordenador pueden mentir al contestar. Turing defendía que, si ambos jugadores eran hábiles, el juez no podría distinguir quién era quién. Pese a que ninguna máquina ha podido pasar todavía este examen, lo cierto es que el test tiene hoy muchas aplicaciones; entre ellas, detectar el spam -el correo basura-, que, por lo general, es enviado automáticamente por una máquina.
A pesar de sus numerosos hallazgos conocidos, la falta de material sobre su vida privada supone un quebradero de cabeza para los historiadores. Turing vagaba de un lado a otro como un poseso y rara vez aguardaba a la aplicación práctica de sus ideas. Producía novedades sin parar, pero de su vida personal solo quedan un puñado de fotos, donde aparece un muchacho de aire juvenil, mirada tímida y peinado con raya.
Pero lo bueno acabó mal. En 1952, Turing es procesado por su homosexualidad. Su amante Arnold Murray facilitó a un colega el acceso a su casa para robarle y el matemático denunció el caso. Durante la investigación policial, Turing se vio obligado a reconocer su homosexualidad, entonces un delito, y se lo imputó por “indecencia grave y perversión sexual” , los mismos por los que habían condenado a Oscar Wilde más de medio siglo atrás. Turing se negó a disculparse por sus gustos sexuales, rechazó defenderse y aceptó una condena. La pena era opcional: un año en prisión o someterse a un tratamiento hormonal de reducción de la libido, que, se creía entonces, curaba la homosexualidad Turing escogió las inyecciones de estrógenos, que se puso durante un año y las cuales le causaron serias alteraciones físicas. Le salieron pechos, lo dejaron impotente y le hicieron aumentar de peso.
Aunque bromeaba sobre sus pechos, acabó sumido en una profunda depresión. Le preocupaba, además, que los ataques contra su persona hicieran que sus ideas sobre la inteligencia artificial cayeran en el olvido. Él, que había trabajado en Princeton con Alfonzo Church, imaginaba la inequívoca lógica de la sociedad de su tiempo. “Turing cree que las máquinas piensan; Turing yace con hombres. Luego, las máquinas no piensan”.
Dos años después, en 1954, un empleado doméstico encontró a Turing muerto en su cama, con espuma saliéndole por las comisuras de los labios… clara señal de envenenamiento por cianuro, al parecer, tras morder una manzana envenenada que no llegó a ingerir del todo. Su muerte, a los 41 años, fue oficialmente considerada como un suicidio, y la mayoría de los historiadores así lo cree. Pese a ello, su madre la atribuyó rotundamente a una ingesta accidental, fruto de la falta de precauciones de su hijo en el almacenamiento de sustancias químicas de laboratorio. Su vida enigmática no podía terminar sin estar envuelta en una nube de misterio, en la que algunos hoy creen ver señales de un posible asesinato. El 10 de septiembre de 2009 el primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, pidió públicamente disculpas en nombre del Gobierno inglés por el trato que Alan Turing había recibido.
Durante muchos años, algunos apasionados de la-informática defendieron que el primer logo de Apple? una manzana mordida con los colores de la bandera gay? era un tributo de Steve Jobs al gran matemático. Pero tanto el diseñador del logo como el propio Jobs lo negaron recientemente. “No es cierto -dijo Jobs-, pero, Dios, ya me habría gustado que lo fuese”.