La ‘americanofilia’ conquista a Cuba
El régimen es incapaz de contrarrestar el creciente efecto “Tío Sam” en la sociedad cubana
Han transcurrido diez días desde que Donald Trump anunciara su “nueva” estrategia política hacia Cuba, y mientras el monopolio de prensa oficial en la Isla ha hecho correr ríos de tinta en los periódicos y ha realizado decenas de reportajes, entrevistas y programas de TV para demostrar al mundo la indignación y el rechazo del pueblo cubano ante la grosera injerencia del imperialismo norteamericano, que intenta socavar los portentosos logros sociales y económicos alcanzados en casi 60 años de castrismo, a ras del suelo, lejos de las batallas retóricas, la vida nacional continúa su aburrido curso.
Si algún efecto palpable ha tenido en Cuba el discurso del mandatario estadounidense, es en la posibilidad de confirmar en vivo y a diario la enorme brecha que existe entre la cúpula verde olivo como clase política eternizada en el poder, y el común de los cubanos. Ajeno a las organizaciones políticas y de masas al servicio de la gerontocracia, que por estos días han cumplido disciplinadamente con la obligatoria tarea de redactar sus declaraciones de repudio al Imperio del Mal, el verdadero pueblo permanece tan enajenado de la vieja épica “revolucionaria” y de sus contiendas ideológicas como le es posible. En especial, cuando el enemigo a combatir es –ni más ni menos– el entrañable monstruo en cuyas entrañas tantos miles y miles de cubanos anhelan vivir.
Una brecha que se ha hecho tanto más visible por cuanto la mayoría de los cubanos de hoy se muestran cada vez menos identificados con el discurso oficial y más irreverentes con relación al Estado-Partido-Gobierno, y con todo aquello que lo que lo representa.
Si alguien abrigara dudas a este respecto, solo tendría que caminar por las calles de la capital cubana y verificar la cantidad de banderas estadounidenses que proliferan a diario por doquier, ya sea como prenda de vestir sobre los cuerpos de numerosos transeúntes –licras, camisetas, gorras, zapatillas, pañuelos de cabeza, etc. – o decorando medios de transporte privado. Es como una porfía de irreverencia social hacia todo lo que dimane del gobierno y de su colosal aparato propagandístico y represivo, un fenómeno impensable solo unos pocos años atrás.
Así, cuanto más se desgañita la voz oficial en llamados a la unión en torno a la soberanía nacional y a la reafirmación del “socialismo”, la americanofilia no solo se expande entre la población de la Isla –con mayor fuerza, aunque no exclusivamente, entre las generaciones jóvenes–, sino que además ha adoptado múltiples variantes de expresión: no se limita a la abierta exhibición de la bandera de EE UU, sino que también ostenta reconocidas marcas comerciales originarias de ese país, letreros de instituciones oficiales estadounidenses sobre los textiles (incluyendo camisetas con los rotulados: USA, DEA, o FBI, por ejemplo), así como imágenes y nombres de famosas ciudades estadounidenses.
Es como un efecto de magia simpática, en virtud de la cual todo lo de ese país me acerca a él. O, para decirlo de otra manera, pensar intensamente en una cosa es una manera supersticiosa de propiciar “que se me dé” disfrutarla.
Pero si bien en el día a día de la ciudad los símbolos americanos siguen marcando el paso, como burlando aquel temido rótulo de “diversionismo ideológico”, hoy supuestamente caído en desuso, en las playas el fenómeno constituye casi una apoteosis. Esto se constata fácilmente en las playas del este de la capital, donde los kilómetros que discurren desde El Mégano hasta Guanabo, andando toda la orilla del mar, son una larga pasarela de arena por la que –a despecho de las enconadas declaraciones de Trump y las enérgicas protestas patrioteras del gobierno cubano– desfila constantemente la bandera de las barras y las estrellas, tanto en formas de toallas, shorts masculinos y ligeros bañadores juveniles, como en gorras, sombrillas y hasta balsas inflables o salvavidas infantiles.
Para tormento del clan Castro y su claque, no existe ninguna regulación que prohíba el uso de la bandera de EE UU en prendas de vestir o en cuanto objeto haya creado la imaginación humana. Menos aún ahora, cuando hay relaciones diplomáticas entre ambos países. ¿Acaso se justificaría reprimir a quienes usan un símbolo que representa a todo un pueblo amigo, y no solo a sus poderes políticos?
Aunque tampoco esto se trata de un fenómeno nuevo. Resulta que esta epidemia de gusto hacia todo lo americano y hacia sus símbolos se venía manifestando de manera más o menos contenida, pero constante, desde varios años atrás, y se desató con marcado énfasis a partir del restablecimiento de relaciones entre los gobiernos de Cuba y EE UU., especialmente durante y tras la visita del ex presidente Barack Obama a La Habana, hasta convertirse en un culto incontenible, para disgusto de los jerarcas de la cúpula geriátrica y sus comisarios ideológicos, que en vano se empeñan en tratar de atajar una liebre que es como la Hidra mitológica a la cual le brotan siete cabezas por cada una que le cortan.
Y en tanto se agudiza toda esta americanomanía arrolladora en Cuba –nada más y nada menos que en el histórico bastión de las izquierdas radicales del continente–, la gazmoñería nacionalista del régimen optó recientemente por prohibir que se utilice de similar manera la enseña nacional cubana. De hecho, las leyes de la Isla lo prohíben expresamente.
En consecuencia, ni siquiera los más aguerridos prospectos de su jauría de repudiantes u otros alabarderos de similar cariz pueden contrarrestar el creciente efecto “Tío Sam” en la sociedad cubana, puesto que les está vedado lucir la enseña nacional como forma de contrarrestar a los involuntarios “apátridas”, quienes sin el menor disimulo siguen exhibiendo públicamente su admiración por la creme de la creme del maligno capitalismo que, según se daba por hecho, había sido desterrado definitivamente de la Isla desde 1959.
En lo personal, y con perdón de los más ardorosos y sinceros patriotas de espíritu fetichista, no me siento tentada a rendir culto a los símbolos, sean de mi propio país o ajenos. Menos aún se me ocurriría vestir alguna bandera, aunque no me afecta que lo hagan aquellos con vocación de astas. Es su derecho. Pero, en rigor, la bandera no pasa de ser un trapo que muchísimos años atrás alguien diseñó y eligió para representarnos a todos y que –trapo al fin– ha sido utilizado con el mismo celo y pasión para las mejores como para las peores causas, también dizque “de todos”. Ergo, no me emocionan las banderas, y no por eso dejo de sentirme tan cubana como el que más.
No obstante, una bandera en tanto símbolo de algo evidencia los sentimientos de los individuos que la portan hacia ese “algo”. Que en el caso de la bandera estadounidense en Cuba simboliza exactamente el paradigma de vida de los cubanos que la exhiben. Toda una aspiración de escala nacional. Así pues, quienes deseen conocer qué opinan realmente los cubanos sobre los EE UU., no busquen las declaraciones publicadas en la prensa oficial ni los aburridos discursos de ocasión: vayan a la playa. Allí, relajados frente al mar, al amparo de una buena sombrilla y quizás paladeando una cerveza fría que los proteja de la fuerte canícula tropical, verán desfilar ante sus ojos la muda respuesta del pueblo cubano al Imperio que lo agrede.