En el amor y en la guerra:
El vínculo entre soldados que fue más allá de la camaradería
El libro 'My buddy', es un álbum de fotos inéditas de marines de la I y II GM. En ellas aparecen desnudos.
Retratan la relación íntima que se genera entre hombres que van a morir
Por mucho que los homófobos sigan emperrados, la homosexualidad no es una moda, y ahora no hay más gays que antes. La gran diferencia es que ahora la gente no tiene miedo de decirlo y no se tienen que esconder para descubrir sus sentimientos. Algo que si sucedía hace no muchas décadas.
Los primeros en desnudarse siempre eran los que la tenían más grande, pero eso no estaba relacionado con ser gay”, afirma Scotty Bowers, veterano paracaidista del Cuerpo de Marines del Ejército de los Estados Unidos (una de las divisiones de élite más exigentes del mundo) en la introducción de un álbum de fotos bélico muy peculiar. Se titula My buddy (“Mi compañero”, Editorial Taschen) y es una colección de instantáneas en las que se puede ver a jóvenes soldados de las grandes guerras del siglo XX (pero sobre todo de la segunda) bromeando, haciendo castellets, tirándose al río, duchándose o abrazándose. Son escenas de camaradería en el frente protagonizadas por las tropas en sus escasos momentos de asueto. Con una particularidad. En muchas de las fotos los protagonistas aparecen desprovistos de ropa. Des-nu-dos.
“Para quienes nunca han ido a la guerra es muy difícil comprender el vínculo único que se forma entre dos hombres que han afrontado la muerte cara a cara y han conseguido salvar su vida mano a mano”, apostilla Dian Hanson, la mujer que descubrió la colección de fotos que ahora se ha convertido en libro.
Bowers ha escrito el prólogo de este volumen. Un señor de Illinois de noventa años que cuando acababa de cumplir dieciocho se alistó en el ejército voluntariamente. Acabó luchando en tres de los escenarios más terribles de la historia bélica del siglo XX. Los del Pacífico. “Estuve en Guadalcanal, en Bouganville y finalmente en Iwo Jima”, enumera. En esta última plaza murieron nueve décimos de los efectivos enviados por Estados Unidos a luchar contra los japoneses. Bowers sabe que es un milagro estadístico y un testigo raro de esa forma inusual de entender la masculinidad y los vínculos entre compañeros. Él podría ser el protagonista de alguna de esas imágenes y, sin embargo, no dejó de sorprenderse al enterarse de que existían. “Apenas nos permitían llevar con nosotros varias granadas de mano y el uniforme”, dice. ¿Quién tomó estas fotos, entonces? Las tomaron los propios soldados que, según cuenta Hanson en el libro, sí que podían llevar encima sus compactas (Leicas, Agfas, Kodak Brownies). “Desde el ejército se les animaba a que hiciesen estas instantáneas y se les vendían carpetas forradas en cuero para que las guardasen. Los soldados querían tener un recuerdo de esos lugares exóticos que jamás volverían a visitar y en un contexto de camaradería y risas se hacían esas fotos desnudos. ¿Por qué no?”, explica en el libro.
Resulta difícil no pensar en homosexualidad cuando se analiza el grado de intimidad y la fuerza simbólica de las imágenes.
Michael Stokes, el dueño de la colección que ahora hace pública la editorial alemana, despeja dudas: “El elemento homoerótico está en las propias exigencias de la guerra. La eficiencia de bañarse en grupos o de hacer exámenes médicos colectivos puede parecer algo muy sexy. Pero los soldados simplemente seguían órdenes. Eran solo piezas del engranaje militar”. No obstante, el origen de este proyecto sí es gay. “Estas imágenes son verdaderos fetiches entre el público homosexual. En el mercado del coleccionismo son muy cotizadas. Una foto de un soldado de la Segunda Guerra Mundial vestido se encuentra en eBay por cinco dólares.Una de uno desnudo es un tesoro que puede llegar a costar 500 ”, matiza Dian Hanson. La colección de Stokes se compone de más de medio millar de imágenes de soldados y marinos australianos, ingleses, franceses, italianos, polacos, rusos y estadounidenses, revolcándose en las arenas del Pacífico Sur, tiritando en la nieve de Europa del Este, posando en solitario en los barracones y disfrutando en grupo casi en cualquier lugar.
El libro incluye, por ejemplo un fragmento de Palimpsesto, de Gore Vidal, la novela donde el célebre autor estadounidense relata sus experiencias carnales en la Marina, letras de canciones con alusiones picantes a la fuerte amistad de dos marineros y portadas de revistas internas del ejército con una marcada carga erótica: dos reclutas frente a frente que miran golosos una bola de helado, un soldado que se acerca por detrás a otro...
Pero, sobre todo, arranca con el texto del veterano Bowers quien, al regresar del frente se ganó la vida como chapero y llegó a convertirse en uno de los gigolós más famosos de Hollywood. Él facilitó encuentros sexuales a grandes nombres que jamás se atrevieron a confesar públicamente su orientación —pero cuyas preferencias eran un secreto a voces— como Rock Hudson, Montgomery Clift, Nöel Coward, Cole Porter o Cary Grant—; aunque también a estrellas cuya mención sorprende, comoSpencer Tracy —quien supuestamente fue su amante— o Katharine Hepburn —que al parecer sentía una poderosa pulsión lésbica—. O sea, que justo después de servir a la patria ofreció servicio a hombres y mujeres que necesitaban compañía.
Y aunque cuente estas historias con asombrosa naturalidad, el veterano jamás ha admitido ser gay. Ni siquiera cuando publicó las memorias de sus experiencias carnales y se convirtieron en un best seller. “Un gay hubiese sido inmediatamente expulsado del cuerpo de marines de los Estados Unidos”. Desde el otro lado del teléfono (y del océano) Bowers cuenta con su voz quebrada de anciano por qué decidió ingresar en el Ejército. “Entré en los marines porque era lo que había que hacer en aquel tiempo. Mi familia y yo vivíamos en una granja en Illinois, pero después de las tormentas de polvo y de la Gran Depresión nos mudamos a Chicago. Allí me di cuenta de que esta era la mejor alternativa y me presenté voluntario”.
—¿Qué fue lo que más le impresionó de su primer día en el ejército?
—Que allí todo se hacía a la manera marine.
—¿Qué es la manera marine?
—La manera marine es la manera marine.
Bowers es un hombre antiguo con maneras antiguas y solo le gusta contestar de forma concreta a preguntas extremadamente concretas. Responde inflexible y marcial. “En los marines la idea era hacértelo pasar tan mal en tierra durante el periodo de instrucción que incluso te apeteciese salir a alguna misión. Era tan duro estar en la base que estabas deseando que te mandaran al mar”.
Solo cuando por fin iban de campaña los muchachos, que acababan de cumplir la mayoría de edad, se daban cuenta de que la cosa no iba a mejorar y que aquello no era ningún juego de niños: “Los barcos podían ser bombardeados en cualquier momento y se hundían en cuestión de segundos. Teníamos tanto miedo que solíamos dormir en la cubierta. Ya en tierra, en las trincheras, jamás pegabas ojo. Si llovía, estabas siempre húmedo, todo el día, toda la noche. Un infierno. Por eso era importantísimo escoger a un buen compañero (“buddy”) para estar en el campo de batalla.Necesitabas a alguien de quien pudieses depender y que dependiese de ti. Sabías a quién querías a tu lado: alguien que no se fuese a mosquear por cualquier cosa o a perder los nervios fácilmente”. Bowers apunta, con un sentido del humor seco que no deja lugar a las interpelaciones, que escoger un buen compañero era casi tan importante como escoger una buena esposa. Dian Hanson, la editora, que lleva meses trabajando con él en este proyecto, media en nuestra conversación y aporta sus puntos de vista. “En el ejército de los Estados Unidos este poderosísimo vínculo se fomentaba desde el mismo reclutamiento. Se juntaba a dos individuos y desde ese momento tenían que vivir como uno: entrenarse juntos, dormir en literas juntos, comer, bañarse e ir al aseo juntos. Cuando por fin acudían a la guerra, iban juntos y ambos eran más fuertes para afrontarla”, explica Hanson, quien continúa: “Las mentes pensantes de la Segunda Guerra Mundial sabían que la fortaleza psicológica era importantísima en esta guerra. La única forma de evitar el colapso mental de los soldados que vivían bajo esa presión era crear vínculos fortísimos entre ellos. La ideología no importaba mucho en el frente. Lo que les hacía seguir adelante era luchar por intentar salvar a la persona que llevaban al lado”.
Eso era un buddy. Una persona que querría salvarte y a la que tú querrías salvar. Y eso, aparentemente, no tenía nada que ver con la orientación sexual de los marineros y soldados. Bowers asegura que donde sí había espacio para la homosexualidad era en la Armada. In the Navy. “Los marineros de la Armada vivían muchísimo mejor que nosotros, en barcos limpitos y con sus uniformes monísimos”. De ellos describe hasta el lenguaje encriptado que usaban para referirse a sus costumbres sexuales:“Cuando un militar de alto rango se quería tirar a un chaval joven, al chico se le llamaba Pogey Bait”. Ese era el nombre del tipo de caramelos que se empleaba para engañar a los niños a la salida del colegio con propósitos sexuales. “En los marines también usábamos esa expresión. ¡Hey tú, cretino! El otro día vi al sargento darte un poco de Pogey Bait. Pero lo decíamos para echarnos unas risas, no era algo sexual en absoluto”.
El lenguaje castrense estaba lleno de bromas eróticas que servían para reafirmar la cultura “macho”. Pero era muy importante tener cuidado con las palabras y las acciones. “Si se te ocurría llamar escopeta a tu rifle te ponían durante un día entero a desfilar con la polla en una mano y el arma en la otra y gritando: ¡Esto es mi rifle, esto es mi escopeta! ¡Esto es para trabajar, esto es para mojar!”.
—Y, ¿cómo se sabía si un marine era gay?
—Si nunca hablaba de mujeres.
—¿Vivió usted la expulsión de alguien por ese motivo?
—Yo personalmente no, pero oí hablar de casos.
—¿Qué característica psicológica era la que más se apreciaba en un compañero y cuál era la que más se detestaba?
—Por lo general gustaban las personas que estaban de buen humor, que conseguían mantener alta la moral de la tropa. Los tristes y los tímidos no eran buenos compañeros.
—¿Usted vio el buen carácter de alguno de sus buddies cambiar radicalmente?
—La gente tenía muchísimos traumas porque era una experiencia terrible. Si te herían, tenías la orden de volver a la playa con todo el peso de las armas y el uniforme, y allí simplemente esperar a morirte desangrado porque no venía a buscarte un helicóptero, no había móviles ni forma de avisar. Estabas totalmente solo. Y a veces tenías que arrastrarte 10 millas por una zona pantanosa. Una cantidad enorme de hombres moría por el camino.
Y no podías hacer nada por ellos.
—¿Alguna vez se siente mal por esos chicos? ¿Cree que podría haberlos ayudado de alguna manera?
—No podías hacer mucho.
—¿Sueña con ello?
—A veces.
Escucho los sollozos de Bowers. Cuando logra contener la emoción me cuenta que Iwo Jima fue una ratonera: “En febrero de 1945, murieron 7.000 chicos en 28 días”. Otros 23.000 fueron heridos. Las noches las pasaban arrojando cadáveres por la borda del barco. El día, soportando bombardeos. En el mismo emplazamiento estaba su hermano pequeño, quien corrió peor suerte que él. “Me comunicó la noticia un compañero, justo antes de que incluso él mismo volase por los aires”.
—¿Tuvo algún buddy que fuese muy especial para usted?
—Bueno, eran chicos con los que estabas todo el santo día. Tú les gustabas a ellos, ellos te gustaban a ti y cuando digo esto no lo digo de una manera gay en absoluto.
—¿Y de qué hablaban?
—Recuerdo a aquel tío de Evansville, Indiana, mi amigo Rocky, a quien le dije un día: “Joder, cómo echo de menos un buen vaso de leche”. Y él va y me dice: “Que le den a los vasos de leche. Yo lo que echo de menos es un buen coño”. Siempre teníamos algo de qué hablar, pero básicamente hablábamos de mujeres. Repasábamos a todas las chicas con las que habíamos estado antes de la guerra.
Cuando la contienda terminó, a Scotty lo desembarcaron en Seattle. Había pasado los últimos cuatro años de escala en escala —de San Diego a Nueva Caledonia, de San Diego a Australia, de Australia a Japón— y ahora debía buscarse la vida. Pero, como a todos los jóvenes en sus circunstancias, el Gobierno no le ofrecía un trabajo o un nuevo lugar en la sociedad. Tenía que buscarlo. “Para mí no fue duro. Al contrario, fue muy agradable”, me contesta cuando le pregunto, si, como los presos que llevan demasiado tiempo en la cárcel, se sintió extraño al reincorporarse a la vida civil. “Me descargaron en Seattle, pero allí llueve mucho. Así que decidí bajar por la costa e irme a Los Ángeles. El clima es más agradable y ya conocía gente”. De nuevo, Bowers echa mano de ese sentido del humor tajante, que no hace concesiones.
“Cuando llegué a Los Ángeles me puse a trabajar en una gasolinera en Hollywood Boulevard”, rememora. Muy pronto se dio cuenta de que el lugar era un punto de cruising. “Venían por allí cantidad de actores que buscaban chicos jóvenes”. Y ahí fue donde vio claro el filón del negocio. Él conocía a muchachos jóvenes, con ganas de trabajar y espectaculares cuerpos. Sus buddies.
—Pero usted ha dicho antes que en los marines no había gays. ¿Cómo sabía que no iba a ofender a sus compañeros al ofrecerles ese tipo de trabajo?
—Cuando estás sin pasta haces cosas que normalmente no harías. Tenían 22 años y ni un duro. Todo empezó porque un conocido mío, que era gay, vio a uno de mis compañeros y me dijo. “Me encantaría llevarle a cenar”. Yo le contesté: “Bueno, si le quieres llevar a cenar y pagas la bebida y la cena, perfecto”. Pero luego los chicos preferían hacerles favores sexuales y quedarse directamente con el dinero de la cena.
A sus clientes les encantaban los uniformes del ejército. “Especialmente a Cole Porter. A él le volvían loco”. Gore Vidal era otro habitual del “consumo castrense”.
Para aquellos chicos que habían pasado los horrores de la guerra, que habían arrastrado su cuerpo por el fango, sorteado explosiones y que durante meses habían dormido en agujeros de barro, ofrecer su cuerpo a cambio de dinero a hombres ricos que olían bien y los llevaban de paseo en sus flamantes coches era un mal menor. “Además, la mayoría no consideraban que estuviesen haciendo algo gay, porque en muchos encuentros ellos simplemente recibían sexo oral, no lo daban”, matiza. Bromeo sobre si eso de no considerar sexo a las felaciones es una costumbre estadounidense:“Bueno, dicen que lo inventaron los franceses”.
Sesenta años después, los uniformes y la parafernalia militar continúan siendo un objeto de culto para la comunidad gay. “Aquí en California hay una base de marines y se forman auténticos enjambres de hombres que se acercan a ver a los soldados”, cuenta entre risas Dian Hanson, quien matiza que ese interés por el mundo militar es precisamente el que ha hecho que las imágenes que forman parte de My buddy hayan llegado a convertirse en un libro: “Las fotos de marines vestidos interesan en el circuito del coleccionismo, pero las que de verdad se cotizan son las de desnudos”.
Sesenta años después, muchos de aquellos buddies siguen siendo amigos del alma: “Cuando regresaban de la guerra los compañeros continuaban yendo juntos a cazar, de viaje, se juntaban para ver el fútbol. Seguían haciendo más vida en común que con sus mujeres”, explica Scotty Bowers, casado desde hace treinta años. Otro marine, Eugene Sledge, en sus memorias, With the old breed, el mejor y más vendido relato de los episodios del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, lo resume así: “Los Marine Corps nos enseñaron a matar eficientemente y a tratar de sobrevivir, pero también nos enseñaron a ser leales. Y a amar”.
Reportaje originalmente publicado en el número 72 de Vanity Fair.