Érase una vez la revolución
Patricio Fernández - Nexos
Hubo un tiempo en América Latina en que la revolución fue al mismo tiempo un proyecto político y espiritual, el sueño de que otro mundo era posible, donde los pobres serían redimidos y el dinero perdería su importancia. Marxistas y cristianos apostaban por igual a la posibilidad de un hombre nuevo, en el que primara la generosidad, y no fuera el interés individual lo que se impusiera sino la comunidad.
Esta ilusión redentora tuvo una música, una pintura y una literatura admirables. Se trataba de una convicción profunda. Pocos tenían conciencia de que esa fe (suele suceder cuando una creencia se organiza en iglesias) tenía su propio Vaticano en la Unión Soviética. Sólo sus cardenales lo entendían con claridad; para el resto, Moscú era una entelequia menos real que sus aspiraciones de justicia. Sin embargo, cuando cayó la URSS, esta fe (o ideología) se vino abajo.
En Cuba, que era donde continuaba en el poder —aunque ya harto desprestigiada—, al dejar de recibir su ayuda económica comenzaron a pasar hambre. Fue lo que se llamó el “Periodo Especial”. Los habaneros llegaron a comer ratones, hasta que Hugo Chávez los sacó de la miseria. Ya era presidente cuando encontró un padre en Fidel Castro. Le regaló petróleo a cambio de cariño y se propuso una revolución para conquistar su respeto. Pero los tiempos en que la revolución era una historia honesta ya habían pasado. El socialismo yacía en ruinas cuando en 1998 Chávez fue electo presidente de Venezuela. Ese año el barril de petróleo se transó en 11 dólares, en 1999 subió a 16 dólares, para 2004 alcanzó los 32 dólares, 2008 superó los 88 dólares y pasado 2011 llegó a los 103 dólares.
Su país flotaba sobre un mar de petróleo. Entre 1999 y 2014 Venezuela recibió 960,589.000.000 dólares. Un promedio de 56 mil 500 millones de dólares anuales durante 17 años. Como si fuera poco, en lugar de ahorrar para los tiempos de vacas flacas Chávez aprovechó esta bonanza para pedir créditos, llegando a multiplicar por cinco su deuda externa. Tal cantidad de dinero en sus manos le alcanzó para comprar presidentes de otras naciones, intelectuales de segunda categoría, y montar la representación de un socialismo mal actuado al que llamó “del siglo XXI”.
Mientras repartía billetes entre los más necesitados, sus parientes y amigos amasaban fortunas ilícitas. Nació una casta de millonarios en esta Revolución Bolivariana de utilería conocida como “boliburguesía”. Hugo Chávez tenía encanto, cercanía y un talento tropical que fascinaba a algunos, mientras a otros nos producía urticarias. Puso al pueblo venezolano en la palma de su mano. Yo estuve en Caracas para su entierro, y los pobres de esa ciudad lo despidieron con fervor.
Mientras una multitud de ellos esperaba pasar junto a su féretro, escuché gritar a la masa cansada: “¡Maduro no es Chávez!”, aunque igual lo eligieron. Ya agonizante, había ordenado a esos fieles, que ahí lo comparaban con Jesucristo, votar por Nicolás Maduro, un hombre menos preparado que cualquiera pero de su total confianza, para seguir adelante con la opereta. Conocedores minuciosos de esta historia me dicen que lo escogió a él porque era del gusto de la jerarquía cubana.
Muy pronto el precio del crudo se vino abajo y 15 meses más tarde Maduro decretó “emergencia económica”. El 2015 Venezuela registró una inflación de 180%, la más alta del mundo. Terminó la mascarada de los gobiernos bolivarianos en América Latina. Cada cual tuvo que rascárselas con sus propias uñas.
Raúl Castro se vio en la obligación de abrirse al capitalismo mundial y para eso hizo las paces con Estados Unidos. Venezuela, mientras tanto, no llevaba adelante ninguna gran revolución, a no ser que se llame así a la conquista de la precariedad para un país entero… salvo para sus “boliburgueses” que continuaron enriqueciéndose.
En las protestas de los últimos meses han muerto 113 personas. Los abusos de la policía son escandalosos. La alianza entre el lumpen y el poder político ha llegado a niveles aterradores. Los esfuerzos por acallar toda oposición y tomar el control absoluto de los distintos poderes del Estado han sido groseros y evidentes. Este país, que a mediados de los años setenta tenía un ingreso per cápita parecido al de Suiza (aunque muy mal repartido), hoy tiene a gran parte de su población sin nada para comer y la mayoría de sus empresas cerradas.
Más de siete millones de venezolanos votaron el domingo (16 de julio) como un último intento por hallar una salida política a esta desgracia antes de rendirse a la violencia. Cerca de 700 mil exiliados votaron en el extranjero. El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, acaba de viajar a Cuba. Hay quienes suponen que fue a pedir ayuda a esos que Maduro escucha para reorientar esta tragedia. Ninguna izquierda preocupada por los pobres del mundo puede sentirse cómplice de esta barbaridad. Muy por el contrario, si aspira a seguir siendo una alternativa de libertad, justicia y civilización, debiera ser la primera en combatir un régimen corrupto, que a nombre de sus valores terminó de pervertir la palabra revolución.