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General: Ser gay no es ser incluyente: El mundo LGTB también discrimina
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Respuesta  Mensaje 1 de 4 en el tema 
De: cubanodelmundo  (Mensaje original) Enviado: 06/09/2017 18:52
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                                                                                                                                                                                                                                   Ilustración: Zafaraz 
Ser gay no es ser incluyente
El mundo LGBT también discrimina
                     Por  Pacifista
No. No es que el mundo sea un pañuelo, es que estamos acostumbrados a socializar con nuestros pares o con quienes sentimos iguales: personas de nuestra misma raza, entorno y estrato socioeconómico.
 
La gente normalmente frecuenta los lugares que se ajustan a sus expectativas sociales y se relaciona con quienes han pasado por sus mismos colegios, universidades y barrios. De ahí que todos se conozcan con todos.
 
Por supuesto, esta práctica también aplica en lesbianas, gays, bisexuales y trans (LGBT). Tener una determinada orientación sexual o identidad de género no salva a una persona de excluir a otras (muchas veces de manera inconsciente) por motivos de raza o clase social, por ejemplo. Finalmente las sociedades están atravesadas por premisas que las personas, sin importar si son heterosexuales u homosexuales, tienden a seguir. Una de ellas, rechazar —o al menos no relacionarse— con quienes no clasifican en su radar social.
 
En otras palabras, las personas LGBT replican la misma discriminación que aplica el resto de la población.
 
Ahora, tampoco se trata de desconocer que las relaciones entre personas LGBT están marcadas por ciertas particularidades. Por ejemplo, la frase “a ti no se te nota” no le dice nada a mucha gente, pero a las personas LGBT sí. Viene a manera de piropo, como una manera de expresarle que su orientación sexual o su identidad de género pasa inadvertida. O, mejor, que son “tan de buenas” que la maricada no se les nota.
 
Muchas personas LGBT agradecen profundamente este “piropo”. Quedan felices de responder a los mandatos sociales. En parte, porque ellas, como el resto de la población, han crecido escuchando que lo correcto es que las mujeres tengan el pelo largo, se maquillen, sean flacas, delicadas y sensibles, mientras que los hombres lleven el pelo corto y sean fuertes y masculinos.
 
Y mientras algunas personas LGBT sueltan el control impuesto por la sociedad y se permiten mayor libertad para expresar el género a la hora de vestirse, hablar, peinarse o comportarse, otras tantas se sienten obligadas a ajustarse a lo establecido para evitar señalamientos y burlas, o para que les cobren menos duro el hecho de ser LGBT.
 
En los días previos a la marcha del orgullo es común escuchar ese reclamo, el de “que no se te note”, por parte de algunas personas LGBT a otras. La discriminación, exclusión o antipatía entre personas LGBT es una actitud que está en perfecta sincronía con lo que el resto de la sociedad les pide: “si va ser gay, al menos que sea masculino” y “si va ser lesbiana, al menos que sea femenina”.
 
“Es lógico que entre nosotros mismos suceda porque toda la vida nos han señalado de manera negativa”, recuerda Miguel Rueda, psicólogo clínico y director de Pink Consultores.
 
De ahí, por ejemplo, que en las aplicaciones o redes de encuentro de hombres homosexuales se tienda a referirse a aquellos amanerados de manera despectiva con frases como “cero plumas” o “nada de locas”. Evidentemente, el machismo no es exclusivo de la heterosexualidad.
 
Según Franklin Gil Hernández, investigador de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia, estas frases y otras como “busco gay serio” —tan propias de aplicaciones como Grindr— responden a lo que se ha considerado un valor social. “Es frecuente escuchar a familiares y amigos de personas LGBT diciendo ‘es gay pero serio’. Eso se valora socialmente. De ahí que las personas LGBT también lo pidan”.
 
Las actitudes de discriminación entre personas LGBT se han llegado a conocer bajo el nombre de “endodiscriminación LGBT”. Pero, para Gil, el concepto no es muy claro y tampoco es útil pues hace que los problemas de discriminación parezcan un asunto que solo le corresponde resolver a gais, bisexuales, lesbianas y trans. Además, dice el académico, hace que se refuercen “las creencias de que existe una ‘comunidad LGBT’ homogénea y de que son personas conflictivas y sin autoridad moral para reclamar igualdad porque se pelean entre sí”.
 
El hecho de que algunos bares que se anuncian como LGBT les nieguen el ingreso a ciertas personas, de que aplicaciones para buscar pareja perpetúen los estereotipos machistas y de que lo más favorable sea que “no se te note”, no es un problema específico del “mundo gay”, es un problema general de la sociedad. La discriminación por orientación sexual, por raza o por identidad de género es un asunto que nos compete a todos y sobre el que, por tanto, todos deberíamos actuar. Sin importar cómo o con quiénes nos identifiquemos.

   Notas:
Durante las próximas cinco semanas y con contenidos identificados con el hashtag Chao Discriminación, ¡Pacifista! y Sentiido se ocuparán de contar historias de personas que por su identidad de género u orientación sexual han sentido la discriminación incluso por parte de quienes encasillamos en una misma “comunidad”.  Veremos  que tal vez por eso mismo —por hacer de su exclusión un problema de “comunidad”— los hemos invisibilizado y dejado por fuera de los asuntos que todos, como sociedad, deberíamos ocuparnos.
 
Hashtag es una palabra del inglés podemos traducir como ‘etiqueta’. Se refiere a la palabra o la serie de palabras o caracteres alfanuméricos precedidos por el símbolo de la almohadilla, también llamado numeral o gato (#), usado en determinadas plataformas web de internet.
  
FUENTE VICE


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Respuesta  Mensaje 2 de 4 en el tema 
De: cubanodelmundo Enviado: 06/09/2017 18:55
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Soy amanerado y estoy mamado de la discriminación de los ‘machos’ gays
        Por Camilo Torres Rojas
Viéndolo en retrospectiva, creo que los primeros años de mi vida socialicé y crecí en un entorno profundamente femenino, con siete tías, mi mamá y mis abuelas. Cuando tenía cuatro o cinco años recuerdo sentirme muy identificado con los personajes femeninos de las películas y las historias para niños. En los juegos, me pedía las protagonistas, el príncipe o la contraparte masculina siempre la hacían mis amiguitos.
  
Por esa época, y cuando entré al colegio, fui notando que mis amigos hombres tenían un impacto distinto en mí. Pelear con uno de ellos me generaba unas tusas que no me daban cuando peleaba con una amiga. Sin embargo, yo juraba que era la única persona en el mundo a la que le pasaba eso. La presión y los paradigmas sociales, familiares, de la educación y de la religión, me hacían sentir solo. Era un secreto que no compartía con nadie.
 
Cuando estaba en cuarto de primaria, escuché por primera vez la palabra ‘gay’, pero no la conecté conmigo. Para mí era otro mundo al que mi secreto no pertenecía. No me veía reflejado en la figura de un hombre que podía tener un vínculo afectivo o sexual con otro hombre. Lo que hacía en mi mente, cuando lo puramente afectivo se volvió atracción, era crear un alter ego femenino que pudiera tener una relación con el hombre que me gustaba. No podía verme dándole un beso a mi amigo, o a mi profesor, así que imaginaba un mundo paralelo en el que fuera posible ser una niña y poderlo hacer.
 
Eso cambió cuando otros empezaron a atribuirme la palabra. Niños de otras promociones, usualmente más grandes, me señalaban por ser el que no jugaba fútbol, el que no hacía lo mismo que ellos. Yo era el paradigma de eso y a partir de ahí me empezaron a llamar ‘gay’ de forma hostil, con insultos. Pero, al mismo tiempo, tuve acercamientos de amigos que desde la camaradería me decían que yo parecía ser “de la otra orilla” o “del otro lado”, pero que igual podíamos jugar y estar juntos. Ahí empezó un proceso de búsqueda en el que abandoné el alter ego femenino y acepté la posibilidad de ser un hombre que se podía dar besos con otro hombre.
 
A los 13 años ya era algo que asumía. Para mí fue fundamental todo lo visual, las películas y el porno gay eran referentes para entender que mis deseos no necesitaban de un alter ego. Luego, con las noticias que llegaban sobre la legalización del matrimonio en otros países, la conformación de Chapinero como barrio gay y la primera vez que escuché las siglas LGBT, vi que había otros como yo. Me di cuenta de que había un colectivo de gente que posiblemente había sentido lo mismo.

Cuando estaba en once salí del clóset con mis amigos cercanos. Varias veces pasó que nos poníamos a tomar guaro y de repente me daba cuenta de que ellos habían llevado la conversación al punto de poder preguntarme sobre mi orientación sexual. Cuando sucedía, siempre me mostraban mucho apoyo. Eso fue fundamental para identificarme como hombre gay y tener seguridad y confianza en mi identidad. Ahí dejé de impostar cosas en mi comportamiento, como pretender que podía caerle a una niña.
 
Luego me fui a estudiar a España, allá empecé a salir con gente y tuve mi primer noviazgo. En ese tiempo me identificaba con el colectivo LGBT pero no desde el activismo, sino de una forma muy individual que, sobre todo, funcionaba para mis intereses y beneficios: socializar, ir a un bar gay, ir a un sauna o simplemente levantar. Empecé a usar Grindr y Tinder y me di cuenta de que era recurrente encontrar hombres que pedían que solo les hablaran hombres “varoniles”, que no les hablaran “nenazas”, incluso algunos pedían que no les hablaran inmigrantes. Ahí empecé a notar la fobia profunda que tienen algunos hombres gays por la “pluma”, un discurso que básicamente sostiene que todo en tu sexualidad, y en lo que hagas en tu vida privada, está perfecto siempre y cuando “no se te note”, mientras no seas como los de La Red de Caracol, mientras tu tono de voz sea grueso, mientras no seas “tan loca” y tengas una vida muy parecida a lo que sería un supuesto hogar heterosexual.

Mi tono de voz es una cosa que me cuestionan mucho. Constantemente me leen y me describen como una persona tierna, dulce y suave. Eso tiene su parte de verdad, pero lo molesto es que muchas veces en eso se queda la lectura sobre mí. Cambiar eso sería difícil y ridículo. Tener otro tono de voz se me haría espantoso y no lo lograría. Además, ¿por qué va a generar un debate público la forma en que yo hable, mi tono de voz o mis características personales? ¿A quién le importa? —sí, como la canción cliché—.
 
En España vivía con mi papá y con él fue mi segunda salida del clóset. Todo se dio por un viaje que había hecho en el que había visto mucha homofobia por parte de mis primos quienes, a propósito, ya no son homofóbicos —lo que muestra cómo cambian las personas cuando los discursos sociales y políticos cambian—. A mi regreso le conté esa situación y eso dio pie a una conversación en la que salí del clóset. Hablamos de la forma en que me habían criado: la presión por jugar fútbol, por ser “más macho” o lo que se cree que es “ser más macho”. “Que sea como se le dé la gana. Si quiere ser marica, que sea marica”, fue la respuesta que la novia de mi papá pensó que hubiera sido la mejor cuando, en el colegio, me obligaban a comportarme “como un niño”. Sí, esa hubiera sido la mejor respuesta.
 
Cuando volví a Colombia, a los 24 años, empecé a notar más ese tipo de discriminación entre muchas personas LGBTI, especialmente entre los “G”, un tipo de discriminación que me ha tocado vivir y que está en todo: Grindr, Tinder, en las discotecas, en las universidades. En muchos de los espacios de socialización de hombres gays, la masculinidad es un atributo absolutamente valorado y lo contrario, la feminidad, es considerado lo peor.
 
Noté, además, que en Colombia dentro del activismo —e incluso entre mis amigos— mi entonación, mi forma de hablar, mi forma de moverme o de bailar, se atribuía demasiado a mi identidad como hombre gay. Eso no me pasaba en España. Allá yo era un hombre gay, pero en la misma proporción era estudiante, inmigrante y un ‘chino’ de 20 años. En Colombia soy hombre gay por encima de todo y lo afeminado y gay que soy es algo que me recuerdan constantemente.

Incluso, tengo la sospecha de que alguna vez un hombre con el que tuve una relación me terminó por eso, por la “pluma”. Después empecé a atar cabos: era una persona que tenía unos discursos profundamente machistas, es decir, el miedo más grande a la feminidad. Además, algunas veces me había dicho que yo exacerbaba mi forma de ser amanerada cuando hablaba de temas LGBTI. Cuando terminó conmigo, buscó relaciones con hombres que tenían otros roles, más masculinos.
 
Sería muy cómodo decir que nunca he considerado la posibilidad de cambiar mi forma de ser, que siempre le apuesto a lo que soy, a mi forma de hablar. Pero sé que algunas veces, cuando leo un comentario “anti pluma” en alguna red social por parte de una persona que me atrae, me planteo la posibilidad de hacer ciertos cambios para no parecer tan amanerado. Pero, finalmente, aunque considere esa posibilidad, siempre termino desechándola y prefiriendo sentirme a gusto con lo amanerado que soy.
 
Ahora tengo 26 años y me aferro y reivindico esa forma de ser, la he convertido en un arma, en una herramienta que uso para estar presente todos los días en el espacio público, familiar y social. Eso, evidentemente, me ha llevado a tener cierta separación y a cuestionar la “G” de LGBTI. En ocasiones, no hay nada más problemático, excluyente y competitivo que Grindr, un sauna o una discoteca gay. Pero aislarse de esos espacios no creo que sea la solución. Siento que si me ausentara, si dejara de estar, perdería la oportunidad de reivindicar las múltiples formas de ser, porque la mía tampoco es la única.
 
Sigo socializando, sigo yendo a Chapinero, sigo teniendo mi círculo de amigos sexualmente diversos y sigo yendo a bares gays. Sigo estando presente pero no sin una voz y una mirada crítica. Es una lucha continua.

Este texto es producto de una entrevista hecha a Camilo Torres Rojas por Tania Tapia Jáuregui.
 
Fuente: Sentiído

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 07/09/2017 15:34
Soy masculina porque así me siento cómoda y es la imagen que quiero proyectar, pero no por esto tengo que renunciar a ser mujer. Hay muchas formas de feminidad. 
  
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                                                                                                                                                                                      Ilustración Zafaraz                                   
Díganme “machorra”, pero no soy un hombre
Siempre me gustaron las mujeres. Desde muy chiquita sentí esa atracción. En quinto de primaria tuve una primera novia, pero no estaba 100% segura de mi orientación sexual.

Cuando tenía 16 años y acababa de graduarme del colegio descubrí que era lesbiana. Me di cuenta porque tenía un novio y él quería tirar conmigo y yo no.
 
Después de eso, tuve la primera relación de pareja con una mujer y le conté a mi mamá. Su reacción fue llorar, pero con el tiempo me aceptó y hoy convive con esto. Ha sido un proceso de transformación.
 
Antes yo no tenía contacto con personas LGBT, no conocía muchas mujeres lesbianas, hasta que entré a la universidad. Allá me relacioné con más gente, sobre todo con chicas del equipo de fútbol.
 
Ellas empezaron a llevarme a bares, pero a mí no me gustaba salir de fiesta porque muchas veces me confundían con un hombre. Desde esa época uso ropa “masculina” y tengo el pelo corto y, además, mi voz es gruesa. Sí, yo soy lo que llamarían despectivamente una “machorra”.
 
En los bares gay, algunos hombres eran pasados y eso me daba mamera: me caían para molestarme. Eran situaciones incómodas en las que era más que evidente la intención de hacerme sentir mal. Quizá ser “bullies” les generaba satisfacción.
 
De parte de muchas personas heterosexuales, esas que se define como “normales”, también he sentido rechazo. Cuando me llaman por mi nombre me preguntan “¿tú eres Jennifer?”, como queriendo saber si estoy segura de quien soy.
 
Yo soy profesora de Educación Física, pero solo después de muchos años pude ejercer mi profesión en un colegio, porque a muchos de los lugares a los que iba me decían “una profe no puede ser así”: tener el pelo corto, vestirme como lo hago o tener una voz grave.
 
Una vez fui a un colegio en Suba a una entrevista. Iba muy recomendada, pero en mi caso eso no funciona. Me hicieron ir con vestido y botas, de una manera que no era yo. La otra persona que estaba seleccionada para la prueba no fue.
 
El proceso tenía dos partes: la entrevista y la prueba con el director del colegio. Al día siguiente llegué a la cita y él me preguntó, entre otras cosas, cuáles eran mis preferencias musicales y cómo me vestía normalmente. Me dijo que me llamarían al día siguiente para decirme si me habían elegido o no.
 
La misma noche de la entrevista pusieron un aviso en Facebook en el que hacían una convocatoria de “SOLO MUJERES” para el cargo. Así, en mayúsculas. Yo llamé al colegio y les dije que lo que habían hecho estaba mal. Les pregunté: “Si no soy una mujer ¿entonces qué soy?“. No me respondieron.
 
A la semana me enteré de que una de las directivas del colegio era la mamá de una chica gay que estudió conmigo en la universidad y quien además tiene una hermana trans. Yo no entendía porque ella había permitido eso. La llamé y me dijo que la decisión no tuvo nada que ver con ella.
 
De hecho me explicó que compartía mi inconformidad. Lo bueno fue que conseguí otro trabajo donde me sentía feliz y me aceptaban como soy. Un lugar donde no tenía que aparentarle nada a nadie.
 
Mi hermana es socióloga y me dijo que tenía que hacer algo respecto a lo sucedido en aquel colegio. Lo único que hice fue contactar a esa institución y desahogarme. Por esa historia me llamaron de una ONG para que les contara lo sucedido. Chicas lesbianas que son amigas mías también han pasado por momentos de discriminación.
 
Es incómodo ir a un bar y no poder entrar a un baño de chicas porque me sacan los de seguridad o tener que entrar a un baño de hombres. He estado en lugares donde me requisa un hombre y es insoportable. Sé que me veo masculina y esa es la imagen que quiero mostrar pero se equivocan quienes creen que por eso tengo que renunciar a ser mujer. Hay muchas formas de serlo.

*Este texto es producto de una entrevista hecha a Jennifer Paola Varón.
 
Fuente: VICE Sentiido

Respuesta  Mensaje 4 de 4 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 08/09/2017 17:27
discrimini.png (800×403)
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 Ilustración: Zafaraz
Soy hombre, también mujer y no quiero ocultarlo
                   Por María Mercedes Acosta
“¡Es un niño!”, dijeron los médicos cuando nací hace 35 años en Tuluá (Valle). Haber llegado a este mundo con pene y testículos implicó que el azul fuera el color predominante durante mis primeros meses de vida y que se diera por hecho que el fútbol sería mi deporte favorito y las mujeres el centro de mi atracción.

Pero mi historia ha sido otra, muy distinta a la que la sociedad nos dibuja casi sin dejar alternativa. Desde muy temprano no sentí eso de “ser un hombre”: una persona fuerte, agresiva o incapaz de demostrar sus emociones.

Yo era muy distinto a mi papá. Mientras que a él le encantaba el fútbol, yo prefería la literatura, el arte y la decoración. Yo era quien recomendaba qué cortinas comprar en la casa. Mientras él alquilaba películas de Jean-Claude Van Damme, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger, yo elegía Antonia u otra que mi papá jamás vería.

 Me sentía más cercano a mi mamá e incluso jugaba a ser ella. Cuando tenía cuatro o cinco años me ponía su ropa. Ella nunca me dijo nada. Solamente una vez cuando me vio con unas muñecas, me pidió con algo de desespero que jugara con un balón. Me sentí mal pero seguí feliz organizando los reinados de belleza del barrio.

En el colegio, que era masculino, formaba parte del grupo de teatro y siempre interpretaba los personajes femeninos. Me divertían más, me parecían más dramáticos y con mayores posibilidades. Eso me hizo vivir mucho bullying. A los cinco chicos que andaban conmigo nos llamaban las spice gais. Y la presión de grupo era constante. En octavo, por ejemplo, todos querían tener novia y yo vivía muerto del susto porque no sabía cómo era eso de “echarle los perros” a una niña.

Cuando me quejaba del matoneo los profesores me culpaban a mí. Una vez, después de una broma muy pesada, fui a la oficina del rector y su respuesta fue: “no se deje”. Quedó muy claro que no iban a defenderme a pesar de ser uno de los mejores estudiantes del colegio.

Sin embargo, encontré en la maricada una herramienta liberadora del matoneo: me gustaba ser histriónico o la mariquita que hacía reír a la gente. Además, descubrí que cualquier mirada, acercamiento o contacto físico que le hiciera a otro chico, le hacía sentir que se estaba poniendo en entredicho su masculinidad, entonces se moría del susto y no me volvía a joder. A veces también los pellizcaba y eso los desajustaba mucho. No entendían por qué no les daba un puño como lo hacían entre ellos.

En algún momento dije que si no era el hombre que la sociedad esperaba, debía ser porque era mujer. Pensé en hacer un tránsito de género y acudí a hormonas, pero cuando empecé a sentir los cambios físicos y emocionales me asusté y paré. La exploración vino de otra manera: a los 23 años quise ser una mujer pero solo por un tiempo. Formaba parte de un grupo de teatro de Cali y para una obra me interesaba entender cómo era ser una mujer. Finalmente ser un hombre es mucho más fácil. Más adelante formé parte de un grupo punk. En ese mundo a los mariquitas nos trataban como a las loquitas débiles que no podían hacer nada. Me salí pero incorporé a mi vida parte de la masculinidad que vi en ese tiempo. Esas dos identidades, tanto la masculina como la femenina, ahora están presentes en mi vida de manera permanente. Un día puedo estar muy femenina y al siguiente no. Nunca he pensado en etiquetarme como gender fluid (género fluido), pero lo haría si eso significara para otros que el género es una construcción actoral: la creación de unos personajes con unas historias.

En 2010 me fui de Cali, donde estudié Finanzas y Negocios Internacionales, a Bogotá. No conocía a nadie y pensé que lo más sencillo era hacer perfomances drag. Finalmente yo solo sabía interpretar chicas. Con el tiempo fui incorporando luces y video y ahora elaboro mi vestuario con vinipel negro. Tener una identidad femenina nunca fue un problema. Pero cuando me di cuenta de que era homosexual sí fue difícil. No sabía qué hacer con eso aunque sí sentí las ganas de no ocultar mi orientación sexual y más bien evidenciarla con mi expresión de género: mi forma de vestir y de comportarme. Por ejemplo, me parecía sexy ampliarle los cuellos a las camisas para que se me viera un hombro y durante una época las arreglaba con una máquina de coser que tenía para que se me vieran ajustadas al cuerpo.   Ahora, cuando siento que alguien me gusta lo suficiente, tengo que pasar por la conversación de “mira, lo que pasa es que yo soy transformista” y ponerle miles de arandelas a lo que hago como transformista para que su deseo sexual no se pierda. A mí me gustan los hombres, pero a muchos de ellos no les gusta cuando uno es femenino. Eso les asusta y les genera conflicto mi identidad de Tina. Hace poco estaba en una tusa por eso. El deseo en los hombres homosexuales gira en torno a la masculinidad: entre más masculino, más atractivo, más deseo.

Creo que esa actitud, la de los gais —o “heterogais”—, viene de que tienen garantizados sus derechos básicos y nada los acerca a las opresiones que viven algunas mujeres trans y lesbianas. Rechazan la idea de un “gay femenino”, repudian a las mujeres trans y se burlan de las lesbianas masculinas. Por esa razón a mí no me va bien en las aplicaciones como Grindr en las que predominan los comentarios de “cero plumas” o “solo masculinos, hombres serios”. Para burlarme de todo eso, durante un tiempo puse fotos de Tina en mis perfiles, pero esos espacios son terreno árido para el activismo: simplemente me ignoraban o me bloqueaban. Pero la discriminación no es solo virtual. Varias veces me han negado la entrada a bares supuestamente “LGBT”, como Theatron. No me dan una explicación, pero uno sabe que detrás de esa decisión hay cámaras, una persona diciendo “este sí, este no” y una discriminación por clase social, raza e identidad de género que no se queda solo en esos establecimientos, también se percibe en la vida real.

Yo creo que esas situaciones dejan claro que no existe una “comunidad LGBT”. Cada letra tiene sus propias diferencias, intereses y necesidades. Dentro de lo LGBT hay muchas razas y clases sociales. Tener relaciones afectivas o sexuales con personas del mismo sexo no hace a las personas homogéneas: lo único que tienen en común los hombres homosexuales es que se acuestan con hombres. Nada más. Hubo un momento de mi vida en el que pensé que mediante el artivismo (arte+activismo) podría contribuir a luchar contra los prejuicios. Pero después decidí que simplemente iba a hacer lo que me nace, puedo y quiero. Si haciendo eso contribuyo de alguna forma a cuestionar el género, la misoginia y la idea de que lo masculino y lo femenino son producto de la biología, mucho mejor. 

 *Este texto es producto de una entrevista a Tina Pit por María Mercedes Acosta. El texto ha sido editado para Pacifista y Sentiido
 
Fuente: Pacifista


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