El presidente de los Estados Unidos
Donald Trump pretende abolir el actual sistema de relaciones.
'El mundo de Trump'
La impresentable escalada verbal entre el presidente de EE UU, Donald Trump, y el líder norcoreano, Kim Jong-un, más allá de un intercambio de bravatas impropio incluso de una pelea de adolescentes, muestra hasta qué punto la concepción que tiene el mandatario estadounidense de las relaciones internacionales le incapacita para lidiar con crisis complejas que, mal conducidas —como es el caso—, pueden tener graves consecuencias.
Debería resultar innecesario decir que Estados Unidos y Corea del Norte no son equiparables. Y en primer lugar por el régimen de libertad y derechos de que disfrutan sus ciudadanos. La democracia más poderosa del mundo no juega de ninguna manera en el mismo plano que una oscura dictadura comunista hereditaria. Pero es precisamente eso mismo lo que debería recordar el inquilino de la Casa Blanca cuando se sube al principal atril de la comunidad de naciones —la Asamblea General de Naciones Unidas— y comienza a exponer su visión de lo que va ser el mundo durante los próximos años. Y debe ser cualquier cosa menos un lugar donde vuelen los insultos y las amenazas nada veladas.
Sin embargo, siendo alarmante el grado de hostilidad al que están llegando las cosas en la crisis norcoreana, el presidente de EE UU ha deslizado una idea todavía más preocupante a medio y largo plazo para la supervivencia del actual sistema de relaciones diplomáticas. En una suerte de aplicación del neoliberalismo económico salvaje al diálogo entre las naciones, Trump ha proclamado su visión de una comunidad internacional compuesta por fuertes naciones-Estado cada una mirando primero —y proclamando— el propio interés por encima de cualquier otra consideración. El mandatario estadounidense añadió que esto facilitaría unas relaciones pacíficas obviando —o ignorando— que ese sistema fue el que imperó durante todo el siglo XIX y tuvo un dramático resultado plasmado en dos Guerras Mundiales con cientos de millones de muertos y un mundo dividido durante los siguientes 70 años. Un sistema en el que, por cierto, Estados Unidos optó por no participar prefiriendo quedar aislado la mayor parte del tiempo hasta que algunos de sus mandatarios entendieron —a la fuerza— que vivimos en un planeta donde ya no es posible encerrarse.
Desde 1945 —con sus altos y bajos y sus, tristemente, numerosísimas excepciones— la comunidad internacional ha encontrado y afianzado un sistema para vivir en paz y dirimir conflictos mediante la negociación y la intervención de grupos de países, a veces sin ningún interés directo en un problema en concreto. Un sistema integrador que incluso ha dado ejemplos de gran éxito en términos de democracia y progreso como en el caso de la Unión Europea tan despreciada por Trump. Sustituir los foros de diálogo multilaterales por conciliábulos a dos donde se suponga que el egoísmo —mal llamado por Trump patriotismo— es el garante de que todo salga bien es, sencillamente, un ejercicio dialéctico difícil de creer. Todavía peor, en sus palabras el presidente estadounidense deslizó que en ese sistema cada país podría organizarse según sus diferencias. ¿Deben dejar de importarnos las violaciones de derechos humanos en otros lugares? Decididamente, el mundo de Donald Trump no será mejor.