Un presidente puede ser o no un tipo simpático y hasta hacer bromas, un rasgo por otra parte secundario para su empleo, siempre que no convierta la política en una broma.
Muñeco de Trump
La hora del chiste en la Casa Blanca
La portavoz utilizó un argumento simple para defender la frase del presidente: no era más que una broma. Lo hizo en respuesta a quienes preguntaron sobre un reto singular del mandatario, quien afirmó a la revistaForbes estar dispuesto a someterse, junto con el secretario de Estado, a un test de inteligencia.
“Te puedo asegurar quién va a ganar”, afirmó Trump.
“El presidente nunca quiso dar a entender que el secretario de Estado no es una persona brillante. Quizás deberían tener un poco más de sentido del humor”, regañó Sarah Huckabee Sanders a los periodistas.
Donald Trump ya había rechazado que Rex Tillerson lo calificara de “imbécil” durante una conversación privada. El secretario de Estado también había negado lo ocurrido. Todo, por lo tanto, se reducía a una refutación mutua. Pero con el actual inquilino de la Casa Blanca las cosas no se limitan a los términos oficiales al uso. Siempre hay un elemento personal, humano, demasiado humano.
Se sigue repitiendo que Trump no es un político, en el sentido tradicional del término, y así se explica su proceder. Aunque en realidad es todo lo contrario. Trump es más político que presidente y más “líder” de un grupo de votantes que mandatario de una nación.
Hay un camino que debiera recorrer cualquier aspirante a gobernar un país, y que marcha del dirigente político, que debe tomar partido y mostrarse apasionado hasta la llegada al poder, y luego convertirse en una especie de funcionario burocrático —no importa el elevado nivel de su cargo—, cuya función suele transitar de manera imparcial y rutinaria.
De esta forma —y en un sentido ideal, saludable y democrático— un político se reduce a un administrador honrado. Puede ser o no un tipo simpático —un rasgo, por otra parte, secundario para su empleo— y hasta hacer bromas, siempre que no convierta a la política en una broma.
Aunque si nos limitamos al oficio del buen reír, el presidente Trump es un mal bromista.
Eso que su portavoz les pidió a los periodistas, en realidad debía exigírselo a su jefe, que carece de sentido del humor.
Peggy Noonan, columnista del Wall Street Journal y con sólidas credenciales republicanas y conservadoras, escribió en una ocasión que Trump era una especie de Woody Allen, pero sin el humor de Woody Allen.
Como Trump es incapaz de desarrollar un diálogo —o un monólogo— agudo y con ironía, recurre a los tuits, su medio ideal de comunicación.
Que el mandatario haya transformado un medio de comunicación directo y acotado en contenido —que muchas veces refleja un impulso y resulta efectivo en su capacidad de conmocionar—, tanto en una forma de respuesta emocional, una imitación de “ordeno y mando” y un puro acto especulativo no es más que poner de cabeza la gestión presidencial.
Por otra parte, la efectividad lograda por Trump con ese “tuiteo” constante ha llevado a la adopción de conductas imitativas, y hemos comenzado a asistir a una especie de batalla de tuits por los motivos más diversos, como por ejemplo el intercambio reciente entre el mandatario y el senador republicano Bob Corker.
Paradójicamente, el país ideal para gobernar mediante tuits sería uno de los más atrasados del mundo —política, social y económicamente—, y es Corea del Norte.
En muchas fotografías Kim Jong-un aparece riéndose, y los que lo rodean también. Así que, si el gobernante norcoreano tuviera una portavoz como Sarah Huckabee, esta no tendría que preocuparse por recordarle a los periodistas de su país que el “líder supremo” es un gran bromista. Todos asentirían al instante. Es más, se reirían, a carcajadas. Y luego serían ejecutados.