Donald Trump, que hace continuamente afirmaciones falsas o engañosas, encarna el concepto de posverdad.Hasta el 10 de octubre, el presidente hizo 1.318 afirmaciones que no eran verdad, según The Washington Post.
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El presidente de las cinco mentiras diarias
UN AÑO DEL TRIUNFO DE DONALD TRUMP
Por Joan Faus -Washington
Al año de la victoria electoral de Donald Trump, se llega con rotundidad a una conclusión: el presidente de Estados Unidos vive en muchas ocasiones en un universo paralelo. Trump hace continuamente afirmaciones falsas o engañosas. Su afán por la hipérbole y su hipersensibilidad a la crítica han afianzando a los medios de comunicación como su peor enemigo. El republicano acusa, sin pruebas, de mentir a la prensa incómoda que destapa sus mentiras. El pulso ha erosionado a políticos y periodistas, ha polarizado la opinión pública y ha convertido el hasta hace poco vaporoso concepto de posverdad en uno de máxima realidad y preocupación.
Trump dice de media al día cinco afirmaciones falsas o engañosas, según un pormenorizado recuento del diario The Washington Post. Con datos del pasado 10 de octubre, en esos 263 días como presidente, el multimillonario neoyorquino había hecho 1.318 afirmaciones de ese tipo. Algunos de los últimos ejemplos son sostener que Estados Unidos es el país que paga más impuestos del mundo o exagerar los impactos de los huracanes Harvey y María.
El pasado 16 de octubre ejemplifica la realidad alternativa de Trump. En una rueda de prensa junto al líder republicano del Senado, Mitch McConnell, el mandatario mintió al menos en cinco ocasiones, según un análisis de la publicación Axios. Trump dijo que él y McConnell están “más cerca que nunca” pese a que el mandatario ha sugerido que debería dimitir. Trump dijo que los anteriores presidentes “no llamaron” a los familiares de soldados muertos en combate, lo que es falso. Aseguró que la ley sanitaria de Barack Obama está “muerta” cuando la realidad es que sigue vigente precisamente porque fracasó el plan republicano de reformarla. También alegó tener los votos suficientes para aprobar en ese momento dicho plan pero ninguno de los legisladores que votaron en contra había cambiado de opinión. Y finalmente esgrimió que no se ha demostrado que su equipo se coordinara con la injerencia electoral rusa. La realidad es que el fiscal especial, Robert Mueller, investiga ese extremo y ha realizado las primeras imputaciones.
Que Trump mienta no es una sorpresa. Al fin y al cabo, antes de llegar a la Casa Blanca, aseguró que “miles” de personas celebraron en Nueva Jersey los atentados del 11 de septiembre, que él se opuso desde el principio a la invasión de Irak en 2003 y que “millones” de personas votaron ilegalmente en las elecciones de 2016. Son tres falacias.
Tras asumir la presidencia en enero, Trump y su equipo han hecho suya la máxima de que es bueno difamar porque algo queda. Lo hicieron desde el principio. En el primer día completo de Trump como mandatario, Sean Spicer, entonces portavoz oficial, afirmó que no había duda alguna de que la investidura presidencial de la víspera había sido la más masiva de la historia pese a que las fotografías aéreas revelaron lo contrario. Al día siguiente, la asesora Kellyanne Conway acuñó un término ahora célebre sobre el número de asistentes a la investidura: el Gobierno, sostuvo, manejaba “hechos alternativos”.
La exageración y los ataques feroces a sus rivales conectan con el ADN del populismo político de Trump que lo catapultó a la Casa Blanca: su retórica desenfadada contra el lenguaje políticamente correcto y el status quo, que tanto encandila a su fiel base de votantes, alérgica a todo atisbo de establishment. Nadie mejor que la prensa simboliza esa cruzada. “Son una vergüenza”, dijo en abril Trump sobre los periodistas al ausentarse de la cena de corresponsales a la que suele acudir cada año el presidente.
Al día siguiente de asumir el cargo, Trump declaró una “guerra” a los medios de comunicación. Y nada le ha frenado. El presidente, obsesionado con la cobertura mediática, ha tergiversado el concepto de “noticias falsas” para emplearlo ante cualquier información que le sea crítica. También ha amenazado con retirar la licencia a medios críticos y ha alentado a la violencia contra la cadena CNN, blanco favorito de su ira.
El embate, sin embargo, deja un paisaje divisivo. Una encuesta de mediados de octubre de la Universidad Emerson preguntó a votantes registrados de quién se fiaban más de si los medios de comunicación o de Trump: un 51% escogió a los periodistas y un 49% al presidente. En el mismo sondeo, Trump recibió una aprobación del 44% de los votantes y una desaprobación del 50%.
UN AÑO DE TRUMP: MÁS AISLACIONISMO, MENOS RUPTURA
Un repaso al impacto del republicano en el mundo: de la salida del Acuerdo de París a la amenaza de Corea del Norte.
La victoria de Donald Trump supuso un terremoto internacional. Ganó las elecciones bajo un mantra de populismo aislacionista. En sus nueve meses en la Casa Blanca, el republicano ha alejado a EE UU del multilateralismo -simbolizado en la salida de acuerdos internacionales- y ha vertido un sinfín de amenazas militares, que le han hecho imprevisible y temerario. Pero el pragmatismo también ha forzado al presidente a mantener las alianzas clásicas de Washington y a dar marcha atrás en algunas de sus promesas más rupturistas.
“Trump ha decidido desmontar el legado internacional de Obama sin importarle el impacto en la pérdida de liderazgo”, dice Carles Castelló-Catchot, experto del Atlantic Council, un laboratorio de ideas en Washington. “Ha conseguido alienar a los aliados europeos históricos y a la OTAN, desligarse de sus socios comerciales más importantes y dar carta blanca a China y Rusia para seguir extendiendo sus zonas de influencia”.
Estos son los efectos de Trump en varios asuntos globales:
CAMBIO CLIMÁTICO: Nada simboliza mejor el aislacionismo de EE UU que su salida del Acuerdo de París contra el cambio climático, que Trump considera injusto y adalid del multilateralismo excesivo. Con la entrada de Siria y Nicaragua, la primera potencia mundial es el único país fuera del pacto.
RUSIA: El polémico entusiasmo de Trump por Vladímir Putin durante la campaña se ha enfriado, pero la investigación sobre los presuntos lazos de su entorno con la injerencia electoral rusa sigue acechando su presidencia. La primera reunión entre Trump y Putin, en julio en Alemania, exhibió sintonía entre ambos pero se ha traducido en poco.
EUROPA: Trump ya no se jacta de la desintegración de la Unión Europea, como hacía como candidato, pero mantiene una relación tirante con el Viejo Continente. Se evidenció en mayo en Bruselas al reprochar a sus socios europeos no gastar más en defensa aunque ya no cuestiona el compromiso de EE UU con la OTAN. El presidente francés, Emmanuel Macron, es con quien tiene mejor relación pese a sus profundas diferencias.
ASIA: En sus primeros días como presidente, Trump no ratificó la entrada de EE UU al acuerdo de libre comercio con 11 países del Pacífico, emblema del acercamiento de Obama a Asia como contrapunto a China. Se ha embarcado en una escalada de amenazas con Corea del Norte por su programa nuclear, lo que desconcierta a la región que aboga por una solución diplomática. Ha logrado que la ONU imponga nuevas sanciones a Pyongyang y ha aumentado la presión a su mayor aliado, China.
ORIENTE PRÓXIMO: Trump se ha posicionado con Arabia Saudí e Israel en su pugna con Irán. Pero no se ha retirado del acuerdo nuclear con Teherán y ha dejado su suerte en manos del Congreso. En la campaña contra el Estado Islámico, ha mantenido los pilares de la estrategia militar y diplomática de Obama pero con una alteración notable: en abril impulsó un bombardeo contra el régimen sirio por el uso de armas químicas.
CANADÁ Y MÉXICO: Como candidato, amenazó con sacar a su país del acuerdo de libre comercio con Canadá y México y con imponer un arancel del 35% a los fabricantes en México. Sin embargo, no ha sucedido nada de eso aunque se ha abierto un incierto proceso de renegociación del tratado comercial. La relación con México sigue ensombrecida por el proyecto de Trump de levantar un muro fronterizo y la insistencia de que debe pagarlo el país vecino. Esas divergencias forzaron a cancelar en enero una reunión con su homólogo mexicano, Enrique Peña Nieto. En julio se celebró en Hamburgo su primer encuentro como presidentes.
AMÉRICA LATINA: Trump ha proseguido el acercamiento de EE UU a Colombia, Perú y Argentina. Y ha elevado el tono, aunque sin dar un viraje drástico, ante sus dos grandes rivales: Cuba y Venezuela. No ha roto el restablecimiento de relaciones con La Habana impulsado por Barack Obama, pero ha rebajado la flexibilización de viajes y ha expulsado a diplomáticos cubanos de EE UU tras unos misteriosos ataques sónicos contra personal estadounidense en Cuba, cuya autoría se desconoce. En cuanto a Venezuela, ha ampliado las sanciones contra altos cargos del chavismo pero se ha resistido a imponer un embargo petrolero. En agosto, amenazó con una acción militar contra Caracas, lo que le valió un alud de críticas.
TRUMP TIENE UN ENEMIGO: LA RESISTENCIA
Los movimientos de protesta contra el presidente han logrado importantes victorias sociales pero intentan consolidarse para ganar influencia.
Nadie sabe muy bien cómo nació el concepto de resistencia en los Estados Unidos de hoy. Hay quienes lo atribuyen al cineasta progresista Michael Moore que, tres días después de la victoria electoral de Donald Trump, dijo: “Esto va a ser una resistencia masiva”. El término, con reminiscencias bélicas, se propagó con rapidez: había que resistir la amenaza de que la presidencia del republicano dilapidara avances sociales. Al día siguiente de la toma de posesión de Trump, el 20 de enero, decenas de miles de personas vestidas de rosa inundaron el centro de Washington para protestar contra el nuevo mandatario. El mensaje fue rotundo, el miedo era palpable. “Hoy es un acto de resistencia”, clamó Tamika Mallory, una de las organizadoras de la Marcha de las Mujeres.
El lema sigue resonando un año después de los comicios del 8 de noviembre de 2016. Los vaticinios por el temor a profundos retrocesos sociales eran correctos: Trump, con su populismo nacionalista y conservador, ha alterado y desatado desde la Casa Blanca un sinfín de asuntos y polémicas. Los ejemplos abundan: ha impulsado un veto contra inmigrantes de países musulmanes y un plan contra la reforma sanitaria de Barack Obama, ha sacado a Estados Unidos del Acuerdo de París contra el cambio climático, ha acabado con el acceso de personas transgénero al Ejército, ha avalado la deportación de inmigrantes indocumentados que llegaron de niños a EE UU, ha defendido a grupos de racistas blancos, y ha insultado y ha pedido despedir a los jugadores de fútbol americano que protestan contra los abusos policiales a negros.
Cada una de esas acciones ha desatado movilizaciones y debate. Y el presidente no ha logrado todo lo que se ha propuesto. Las protestas de la resistencia, junto a la actuación judicial y la división política, han hecho fracasar la contrarreforma sanitaria republicana y han forzado a rebajar el veto migratorio. El activismo se ha disparado en EE UU, un país en que las grandes manifestaciones son inusuales pero donde existe una enorme y poderosa red de grassroots, organizaciones comunitarias. Hay más carteles de protesta en las calles, marchas y grupos cívicos, y las donaciones a entidades progresistas han crecido con fuerza.
“A corto plazo, el movimiento de resistencia ha sido muy exitoso en movilizar a millones de personas para participar en protestas y desafiar a la Administración. Esta no es una tarea pequeña”, escribe en un correo Kenneth Andrews, profesor de Sociología en la Universidad de Carolina del Norte y uno de los mayores expertos en movimientos de protestas, en especial el de los derechos civiles que acabó en 1964 con la segregación legal de los negros en EE UU. “Los activistas han dificultado a la Administración el impulso de iniciativas políticas clave como la derogación de la ley sanitaria”.
Pero el primer aniversario de la victoria electoral de Trump también invita a la reflexión entre la amalgama de grupos sociales contrarios a la presidencia, en especial sobre el momento del movimiento y los siguientes pasos a dar. “Hace seis meses esta sala estaba llena”, lamentó, a finales de octubre en un coloquio en Washington, Medea Benjamin, cofundadora de CODEPINK, una organización pacifista de corte feminista fundada en 2002. Habló ante poco más de una decena de personas en el acto de presentación de un libro sobre la resistencia.
El diagnóstico de Benjamin fue demoledor: “La gente está perdiendo fuerza. Hay cansancio y resignación”. Lo atribuyó a la percepción de que la base de Trump es “tan sólida” que permanecerá con él pase lo que pase y que es verosímil que haya ocho años de presidencia del republicano. También lo vinculó a la debilidad del Partido Demócrata, que está en minoría en el Congreso y muchas cámaras estatales, y todavía inmerso en una fase de introspección tras la inesperada derrota de Hillary Clinton ante Trump. “Fue un gran movimiento al principio. Está empezando a apagarse”, concluyó.
Charles Derber, profesor de Sociología en la Universidad de Boston y autor del libro de la presentación (Bienvenidos a la revolución), fue menos pesimista. “Trump ha acelerado y unificado a la resistencia, pero también la ha distorsionado”, sostuvo. El experto considera que los primeros meses de protestas fueron el efecto de un “luto enorme”, destacó que han nacido organizaciones sociales nuevas mientras que han florecido otras ya existentes, nacidas al calor del Occupy Wall Street contra la desigualdad de ingresos o de los casos de violencia policial contra los negros como Black Lives Matter. Pero subrayó que si se aspira a definir una alternativa con influencia duradera es muy importante impulsar un movimiento transversal y unificador.
ANTECEDENTES
Derber recurrió a la historia. Sostuvo que en EE UU ha habido tres momentos en que ha surgido en la izquierda un movimiento de “resistencia universal”, que él define como que no se centraba solo en mejorar una temática sino que aspiraba a un cambio profundo y amplio en la sociedad. El primero fue en 1890 cuando grupos de clase trabajadora, como granjeros, se organizaron para tratar de frenar el auge del capitalismo desenfrenado encarnado por magnates como John D. Rockefeller. El segundo llegó en los 1930 durante el plan de estímulo del New Deal, tras la Gran Depresión, cuando proliferaron las voces a favor de “transformaciones sistémicas”. Y el último fue en la década de los sesenta cuando varios movimientos comulgaron, como el de los derechos civiles, la oposición a la Guerra de Vietnam o a favor de viviendas asequibles en ciudades.
En el panorama actual, el profesor también instó a buscar respuestas en el pasado. “Fue el orden preexistente es el que impulsó a Trump”, dijo. Argumentó que los movimientos progresistas están en crisis desde los años noventa y que no hay que olvidar que fue Trump y no Clinton, gracias a un discurso proteccionista en economía pero muy conservador en identidad, quien conquistó a los “olvidados” miembros de la clase trabajadora blanca, ansiosos por el declive industrial de la primera potencia.
En este sentido, Derber cree muy difícil hacer predicciones sobre la evolución de la resistencia. Ve igual de posible que la izquierda resucite en las elecciones legislativas de 2018 o ante hipotéticos problemas legales de Trump como que el presidente logre fortalecer su base de votantes, que oscila entre un 36% y un 40% de la población.
Para el profesor Andrews, para tener un impacto duradero todo movimiento debe cumplir tres requisitos: “generar nuevas formas de poder cultural, disruptivo y organizativo”. Esto se traduce en influir el debate público y comportamientos, alterar el statu quo y contar con una estructura que permita atraer participación y canalizar políticas. Por ejemplo, el movimiento de los derechos civiles y del Tea Party, el subgrupo republicano que promueve un viraje a la derecha, cumplen esas condiciones.
Andrews esgrime que es “demasiado pronto” para saber si la resistencia contra Trump podrá tener un impacto duradero. “Para lograrlo los activistas deben sustentar su oposición y crear nuevos modelos organizativos que construyan bases sólidas de constituyentes”, dice. Hay dos organizaciones, cuenta, que ya lo están haciendo: el grupo detrás de la Marcha de las Mujeres e Indivisible, fundado, tras la victoria de Trump, por exasesores demócratas en el Congreso y que se inspira en tácticas del Tea Party. Por ejemplo, organizaron protestas ante legisladores republicanos contra el plan de reforma de la ley sanitaria de Obama.
JOAN FAUS