Se cumplen 100 años del nacimiento del rey del mambo
Pérez Prado revolucionó la música y el cine de mediados del siglo pasado
El estilo extravagante de Dámaso Pérez Prado dejó una huella indeleble en el cine, la música y el baile en América Latina
Se oyen los metales a todo lo que dan, los timbales y percusiones lo adornan; maracas, piano, güiro y contrabajo a lo lejos; todos al unísono logran una armonía que invita a mover los pies y alegrarse pues el Mambo existe. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… ¡Mambo! ¡Dilo!”. Al escuchar tal conteo, la música llega a la memoria casi de inmediato para traer a los oídos al Mambo no. 8, del compositor, músico y arreglista cubano Dámaso Pérez Prado, nacido en Matanzas, Cuba, en un cálido 11 de diciembre de 1917, hace ya cien años, y fallecido en la Ciudad de México el 14 de septiembre de 1989. Dámaso Pérez Prado asombró desde su nacimiento, en Cuba , con una cabeza descomunal, mostraba los hombros caídos y un largo cuello que lo unía a un cuerpecito reducido. Un fenómeno. Imaginamos que antes de llorar o hablar, Dámaso venía ensayando su rugido característico que iba a resonar en el mundo entero: ¡Aaaaagggghhhh! ¡Uh!
Según Elena Pérez Sanjurgo, Pérez Prado nació en un hogar de clase media en el que su padre, Pablo Pérez, era sastre de algún prestigio, vinculado con notas escritas al periódico 'El Heraldo'. Tenía como compañera a la diligente y cumplidora maestra Sara Prado, directora de la escuela primaria de El Naranjal.
Desde temprana edad Dámaso amaba la música, era un pianista en toda la extensión de la palabra, que a la par de la composición, lo llevó al estrellato por ese ritmo que nace de dos raíces que ya existían en la Isla Caribeña desde los años 30’s, el Danzón y el Son Montuno.
El cabezoncito este tuvo en su asombrosa capacidad para la música dos vertientes principales de educación, después de abandonar la medicina: la clásica, que aprendió con el maestro Rafael Somavilla Pedroso, quien le enseñó el perfil de las bandas populares y el baile. La pianística clásica la aprendió en ocho años, principalmente con la notable maestra María Angulo. El otro cauce de la vertiente fue la rumba, en sus secciones de guaguancó, Columbia y yambú, con Los Muñequitos de Matanzas, que eran considerados por Helio Orovio como ‘Los lores de la rumba’.
Después de intervenir en una charanga de otro matancero, Senén Suárez, Pérez Prado se mudó a La Habana en 1940, con ganas de tragarse el mundo. Se vinculó rápido como pianista del cabaret Kursal, por un salario mezquino.
Al poco tiempo ingresó como arreglista de la Orquesta de Paulina Álvarez, una de las voces más prestigiosas de Cuba, tanto que se le llamaba La emperatriz del danzonete. También armonizó y fue pianista fugaz (sin grabar) de la Sonora Matancera. Su ímpetu y su manera rara de tocar generaron los cambios de grupo y fue así como llegó a la Orquesta del Cabaret Pensilvania, a la afamada agrupación de Julio Cueva y a la Kubaney de Pilderó, con la cual consiguió sus primeras grabaciones: Suavecito pollito y Tres novios tenía María.
Los mambos primigenios de Pérez Prado eran más suaves, lentos, sin cambios estridentes, con mucho piano dominante y aún con carga de son montuno y guaracha, pero también del jazz que había conocido en La Habana: José y Macamé. Electricidad, Agony, Kuba mambo y Kontoma fueron el embrión de todo un proceso complejo que maduraría en México más adelante, cuando se sintió en tierra firme y apoyado para escandalizar con sus llamativas travesuras musicales.
Con la Casino de la playa
En 1944, Pérez Prado ingresa con suerte y talento a la orquesta Casino de la Playa, fundada en 1937 y que grabó más de seiscientos discos de 78 rpm. Fue recomendado por el cantante Orlando Guerra ‘Cascarita’, a quien había conocido con Julio Cueva.
Con esta orquesta y a sus 26 años, Pérez Prado desplegó su estilo atrayente, por las teclas picadas, los arpegios fuertes y la nueva armonía. Duró con esta agrupación hasta 1946.
La respuesta del público cubano fue tibia y de escaso entusiasmo frente a las innovaciones de Pérez Prado. Ante la incomprensión en su tierra y seguro del estilo y del sonido que había configurado, decidió abandonar definitivamente su país y se le presentó la oferta de Olga Guillot, quien lo quería llevar a España, y la del cantante Kiko Mendive, que le prometió éxito arrollador en México. Lo convencieron más los argumentos de Mendive y arribó al país azteca, donde recibió el apoyo generoso de la bailarina cubana Ninón Sevilla y del empresario Alfredo Brito, quien le financió una gran orquesta.
La industria de la radio, los discos y el cine, en su mejor época, advierten que Pérez Prado tiene música y espectáculos tonificantes y una dosis de humor y de enigma necesarios para intrigar a un público presto a dejarse seducir por excentricidades. El erudito escritor Cristóbal Díaz Ayala cuenta que Mariano Rivera Conde, talento de la RCA Víctor, descubrió un filón inmenso en el mambo que trajo Pérez Prado y cedió a todas sus pretensiones de estreno: gran orquesta de metales, tecnología avanzada con cámaras de eco, trato distinguido, etc.
Mientras languidecían otros géneros bailables, como el son, el danzón, la rumba, la guaracha y la conga, Rivera Conde implantó el mambo, que traía reservas nuevas no solo musicales, sino de coreografía provocadora, con unas bailarinas bellas y blancas: Ninón Sevilla, Meche Barba y las sensacionales Dolly Sisters (las hermanas Caridad y Mercedes Vásquez). Y uno que otro humorista, como Resortes o Tin Tan, proporcionaban unos pasos al baile.
No faltaron los lanzamientos atrevidos, como la caída de la hoja, el resbalón, el ensayo del túnel, y unos tembleques de la cadera que requerían elasticidad y resistencia.
Baile total exigente, frenético, que empujaba al sacudimiento general, con ligereza de prendas, sensualidad desembozada, y que marcó la novedad de baile para el espectáculo: bailar para los otros, para el público y contagiar a México y el continente.
De Colombia, Pérez Prado se llevó por gira mundial a un bailarín por concurso, que fue el amigo Alfredo Chavarro Martínez (Freddy Bogotá), quien hoy vive su madurez como periodista y compositor en México.
Condena clerical
No todo era favorable para el flamante mambo. Su práctica desató por varios países las condenas de los obispos y clérigos, al percibir estos la seducción que ejercían las hermosas ‘encueratrices’ del cine mexicano, mostrando sus robustos muslos, sus caderas venusinas y sus senos móviles al seguir el ritmo: les bailaban hasta los ojos.
Amalia Aguilar, María Antonieta Pons, La Tongolele, Rosa Carmina y las antes mencionadas representaban las tentaciones que conducen al infierno.
Toda esa locura se danzaba al Son del mambo (1951), una de las primeras películas donde participó Pérez Prado con su escandalosa diversión. De allí en adelante siempre se forzaba el argumento para llegar a un cabaret y que apareciera el espectáculo del mambo en 122 películas, donde figuraban directamente él o su música: Coqueta (1949), Perdida (1950), El amor no es ciego (1950), Víctimas del pecado (1951), Qué rico el mambo (1952), La bestia magnífica (Lucha libre) (1953), Locura musical (1958), El dengue del amor (1965), Patricia mía (1961), Santa sangre (1989) y muchas más.
Por eso, a ‘Prez’ se le multiplicó el trabajo con el cine, los teatros, la radio y los discos. En efecto, se la pasaba en el piano explorando sonidos, o salía a los parques para captar los cantos de los pájaros o a las avenidas a escuchar los ruidos de la ciudad. O a observar los gremios para dedicarles su mambo: a los universitarios, El ruletero, los del Politécnico, Pachuco bailarín, La chunga, Lluvia, Caballo negro, Mambo del fútbol y Mambo del mercado La Merced, y uno grandioso en música que es La niña Popoff (señorita de élite).
Era un infatigable trabajador. Por eso, cuando un periodista le preguntó por qué enumeraba sus mambos (Mambo n.° 2, número 5 u 8), le contestó: “En primer lugar, tengo que escribir tantas obras y sus arreglos para mi orquesta que no tengo tiempo de ponerme a bautizarlas. Y además, ¿no enumeró Beethoven sus sinfonías? Yo soy clásico y estudié ocho años de piano en el Conservatorio de Matanzas”.
A Pérez Prado le hacía falta un cantante y encontró el mejor posible. Persiguió a Benny Moré hasta que lo convenció de grabar juntos obras inolvidables como: Mambo Batiri, donde anunciaban para la RCA Victor su deliciosa y fecunda alianza; Rabo y oreja, que según me dijo Justi Barreto fue la primera obra grabada con Pérez Prado, el 9 de septiembre de 1949; Anabacoa, Mamboletas, María Cristina, la impresionante orquestación en Mambo Ete o en el formidable Pachito Eché, del colombiano Alex Tovar; La múcura, de Crescencio Salcedo; Locas por el mambo y La Mangolele, donde ponen con lambonería por encima de todas las bailarinas a La Tongolele. Y prosiguieron con ¿Qué te parece cholito?, El suave, A romper el coco, La atómica, que anunciaba el peligro nuclear, y Dolor Karabalí, que Benny Moré sostenía era la mejor obra que les salió a los dos.
En diciembre de 1983, Pérez Prado le contó al programa Una voz en el camino, de Caracol, que conducía Antonio Ibáñez: “Con ese gran señor que era Benny Moré, los arreglos salían casi solos... hicimos números originales compuestos por él o compuestos por mí, o descomponíamos las obras de otros, como la ranchera Tú solo tú, de José Alfredo Jímenez, que lloró de gusto el día que nos la oyó interpretar”.
Roces con el Gobierno mexicano, avivados por algunos músicos a los que no les cabía la envidia, lanzaron a Pérez Prado al exterior y recorrió el mundo. Invadió gozoso Europa, iba con frecuencia a Marruecos, donde Hassan II era su fanático, y a Japón, donde quedaron sus ecos en el tiempo, cuando José Luis Cortés con NG La Banda labró ese vigoroso Murakami mambo, en honor a Pérez Prado y al escritor nipón fanático de ese ritmo.
En Nueva York y en Los Ángeles, los directores de orquesta le pagaban muy bien sus arreglos: Cugat, Puente, Tito Rodríguez y llegó la oferta del siglo cuando el multimillonario Alí Khan, de Pakistán, le ofreció comprarle la orquesta. Pérez Prado demostró que era loco pero no bobo, y por supuesto se negó, pues él sabía que los ricos jamás han sido audaces e intrépidos y él quería seguir experimentando con la música.
Así creó otros ritmos que jamás igualaron el mambo, pero los realizó tozudamente contra toda oposición: el suby, la chunga, el rock mambo y el dengue. También compuso obras de largo aliento, como Concierto para bongó (más de 17 minutos), Voodo suite (20 minutos) con el trompetista Shorty Rogers, y la Suite exótica de las Américas, con duración semejante y que en Cuba la han utilizado para rendirle honores al Che Guevara.
El maestro colombiano Blas Emilio Atehortúa narró que una vez a Igor Stravinsky le preguntaron en Buenos Aires cuál era el más grande creador de la música en el siglo XX en el continente americano. Y después de pasearse fumando, de repente se volvió y dijo sin duda alguna: “¡Pérez Prado!”.
Don Dámaso volvió a México después de muchos ruegos y, por fin, recibió la ciudadanía tardía en 1980, nueve años antes de morir, el 14 de septiembre de 1989, víctima de un paro cardíaco. Allí reposa en el Panteón de las Bellas Artes, al lado de Agustín Lara, Libertad Lamarque, Diego Rivera y otros.
Otras voces, en su contra
Margo Xu, empresaria mexicana de origen chino, escribió en sus memorias: “El cerebro de Pérez Prado era muy extraño. Un hemisferio estaba repleto de genio, el otro estaba lleno de mierda”.
Mongo Santamaría nos relató en una entrevista a Mariano Candela y a este Pagano que escribe un incidente que prueba su falta de solidaridad: “En una gira por México, ocurrió un terrible accidente en la carretera y pereció una bailarina y quedamos varios heridos. Pérez Prado se limitó a coger el maletín con la plata y desaparecer”.
CÉSAR PAGANO