Para muchos exiliados es como flanquear el umbral de una prisión de la cual se ha salido “de pase”
VOLVER A CUBA
Ana León | La Habana
Mi amigo Tony, radicado en España desde 2011, es de los poquísimos cubanos que no siente la necesidad de viajar a la Isla dos o tres veces al año. Su nostalgia está ligada a una Cuba que ya no existe; por ello cuando ha tenido oportunidad y dinero, en lugar de preparar un viaje relámpago a La Habana, ha echado mano a su mochila y sus ahorros para hacer turismo dentro de España, o en otros países de Europa.
Me ha contado que allá no vive con holgura, pero sí con dignidad. Para él volver a Cuba es como flanquear el umbral de una prisión de la cual se ha salido “de pase”. Al aterrizar en el aeropuerto José Martí, la sensación de que la vida y el futuro se contraen, es pavorosa.
La última vez que le hablé del tema me respondió: “Entre hacerme el pasaporte y comprar los pasajes, la suma es de casi mil euros (…) Me pesa gastar tanto dinero para que me maltraten”. Su opinión coincide con el malestar que me han confesado algunos turistas, víctimas del proceder de ciertos cubanos versados en el oficio de engañar y estafar.
Detrás del embeleso que producen los autos clásicos, la música tradicional y el ambiente colonial, se esconde el mundillo de las comisiones, donde todo el mundo compite para ganar un “extra” que sale ileso de la declaración de impuestos. Muchos extranjeros caen en manos de buscavidas sin escrúpulos que, teniendo o no licencia para ejercer, les ofrecen bienes y servicios mediocres, con el propósito de cobrar un porciento.
En Cuba, el pago de comisiones viene aparejado a la creencia de que los turistas tienen mucho dinero y no van a lamentar que los criollos, tan jacarandosos y subdesarrollados, les pellizquen el bolsillo entre guarachas y peroratas revolucionarias.
Así, un elegante Chevy desembarca su preciosa carga en un restaurante que, según el chofer, figura entre los mejores de La Habana Vieja. El sitio de marras da la bienvenida con un hilo de agua albañal apestando la acera, y una escalera tan mal iluminada que los clientes reculan; pero se dejan convencer una vez más por el gesto persuasivo del conductor. Un almuerzo criollo incompresiblemente caro y demorado concluye con un expreso preparado con café de la bodega, y cobrado como si de una auténtica delicia se tratara.
Tales casos no son aislados. En el perímetro de la ciudad antigua los visitantes son desplumados sin la menor consideración; ya sea ofreciéndoles a 1 CUC el reducido cucurucho de maní que vale un peso moneda nacional, vendiéndoles agua reenvasada, o cobrándoles el acceso a museos donde la entrada es gratis.
En una de las tantas carretillas que se detienen en la esquina de Compostela y Empedrado, un comerciante vendió cinco plátanos a un turista que entregó 5 CUC sin saber que estaba pagando 24 veces el precio de los bananos más pequeños que sus ojos hubieran visto.
En medio de la transacción, una vecina llegó también a comprar platanitos; pero el usurero la espantó con cordialidad callejera y un seco “mami, ven después que estoy cuadrando algo aquí”. Ella entendió el código y se apartó sonriendo, porque el hábito de timar ha devenido en cualidad admirable para muchos cubanos. Impensable cuestionar al delincuente, o advertir al ingenuo comprador; la deshonestidad en Cuba es una ley no escrita, pero acatada sin reservas.
Desde un punto de vista cínico, los cubanos que actúan de esta manera no hacen sino aprovechar las condiciones de podredumbre y degradación moral propiciadas por el sistema. La dualidad monetaria y cambiaria que roba y confunde a los propios insulares, es utilizada para obtener idénticos resultados de los turistas.
ACERCA DEL AUTOR
Ana León, Licenciada en Historia del Arte. Vive en Cuba