“¡Pim, pom, fuera, abajo la gusanera!”, los palos, las golpizas, los arrastres por los lodazales y el siempre mencionado huevazo contra el emigrante. Éste era el escenario en la década del 80 en una Cuba que politizaba el simple acto, tan humano, de elegir dónde se ha de estar. Pelotones enteros de trabajadores se desviaban de sus centros laborales y, bajo amenaza, manipulación o cualquier bajeza de turno, las turbas llegaban hasta la vivienda del “gusano”, solitario ser que enfrentaba la ira de la historia, el juicio del Estado.
En aquella barbarie, ningún funcionario oficial se detuvo a pensar en qué devendrían las turbas de tirahuevos y cuál sería la evolución de ese gusano, cuya metamorfosis en mariposa es hoy notoria. La masa engañada engrosa las filas de ancianos magros, supervivientes apenas de su jubilación de 9 dólares al mes, en uno de los países con los precios de la canasta básica más caros. Los antiguos gusanos vuelan al rescate de sus familiares en la Isla: los odiados de ayer envían remesas, reclamaciones para la reunificación, medicinas, comida, ropa para los niños, juguetes.
Por eso hoy el desgobierno insular dice que no politiza la emigración, sino que la legitima, que el cubano de afuera es tanto como el de adentro. En realidad, ese que viene a sobrevolar la espantosa nada, tiene más derechos, adquisiciones y accesos en el territorio nacional que la mayoría de los oriundos (si exceptuamos claro, la familia real gobernante y sus pajes). En Cuba todo el pueblo vive al filo de la navaja económica. Un país de once millones existe como entidad sólo para que prevalezca la visión política de la casta azul.
Pero, ¿qué sucede si ese gusano, si esa mariposa, decide politizarse, participar, tener un discurso propio? La inmediata lapidación viene como un alud sin distingos, las primeras víctimas son los familiares que viven en Cuba, a quienes se les establece un sistema de vigilancia y represión lesivo a toda normativa internacional de Derechos Humanos. De entrada, el Gobierno se arrogará la potestad de decidir si ese cubano de la emigración que habla “más de la cuenta” podrá entrar o no a territorio nacional. Si eso no es un apartheid político, que alguien salte con una explicación mejor. Muchas abuelas mueren sin ver jamás a los nietos, llorando sus nombres en el lecho último.
El pueblo cubano es el juguete del sistema diabólico que prima en la Isla, el cual decide hoy una cosa y mañana la prohíbe y encarcela a quien la implementó. La emigración ha sido vista con recelo, sobre todo, porque vive en un ambiente de libertades y progreso que podría contaminar el letargo avasallante, ponerle punto final a la falacia de “sacrifícate y espera por tiempos mejores”. Además, en la historia nacional, las revoluciones sociales siempre se han fraguado en el exterior, con dinero cubano o no (el propio Castro le debe la seca y la meca a emigrados, como el otrora presidente Carlos Prío Socarrás, en el exilio durante la dictadura batistiana). Ese poder, si se permite que entre a Cuba, será bajo restricciones, implementado como un engranaje más de la dictadura que chupa dólares a través del complejo militar-turístico.
Sólo el tirahuevos se acuerda hoy de aquellos años 80, porque ni el Granma, ni Raúl Castro , ni el Comité Central del Partido, ni la estructura de segurosos, nadie está dispuesto a hacer dejación de la amnesia política. Las nuevas leyes que benefician al emigrado, buscan querellar una vez más a los cubanos, dividiéndolos entre el “yo tengo y tú no”. Para eso, los enemigos de ayer son amigos hoy, los gusanos resultan formidables y bellas mariposas. “Estados Unidos cierra y Cuba abre”, dijo el canciller cubano Bruno Rodríguez, como si conceder Derechos Humanos insoslayables al emigrado fuera una perla, un mérito, una conquista más de la ilegítima nomenclatura.
De entrada, Cuba no permite que esos que viven fuera de las fronteras voten en elecciones, como sí sucede en los países civilizados. En un escenario democrático amplio, esa emigración representa un voto decisivo, no sólo por su dimensión sino porque su pensamiento ha conocido otra realidad distinta al CDR terrible, al ejército de chupasangres segurosos, a los precios asfixiantes y sobrevalorados de las tiendas en divisas.
El emigrado que se preste para las maniobras del régimen, no sólo traiciona a la patria sino que es la coartada perfecta para terminar de destruir una identidad nacional dañada. Hoy casi nadie cree en valores como la patria por ejemplo. El desarraigo lleva a la juventud o al apoliticismo o al anexionismo. La bandera cubana se percibe como un símbolo de la dictadura, lo mismo que un busto de José Martí o el Himno de Bayamo. Y es que los laboratorios de la propaganda han prostituido ideológicamente la esencia de Cuba.
Parecemos, como el pueblo judío, una gran diáspora en busca de la promesa de la libertad y los derechos. Nos unen hilos fuertes, a veces imperceptibles, esa sensación sutil es la patria que nos toca defender.