«LOS TRES CHIFLADOS» EN LA CASA BLANCA
El placer culpable de disfrutar este retrato del jefe de los mentirosos de
La Casa Blanca en su papel de payaso iletrado y fantoche: es el libro que se merece
POR ALEJANDRO ARMENGOL
La actual presidencia de este país no llega a novela, tampoco a película, ni siquiera a serie de televisión. Es más o menos un episodio de Los Tres Chiflados, en que los protagonistas se reparten golpes a diestra y siniestra, ante el menor motivo y casi siempre sin que este sea necesario para lanzar el porrazo.
Confieso que me ha divertido mucho con las 351 páginas Fire and Fury: Inside the Trump White House, de Michael Wolff, y que no me preocupa en lo más mínimo reconocer que en el libro debe haber exageraciones, cierta práctica del cuestionable ejercicio —desde el punto de vista periodístico— de crear escenas y diálogos, y no simplemente reproducirlas o reportarlas. Tampoco me disgusta, sino todo lo contrario, que sea fundamentalmente un libo de chismes políticos, o de la política como un chisme, muy bien escrito de acuerdo a los estándares del género y que puede leerse como una novela (diálogo durante una cena, el 3 de enero de 2017, en Greenwich Village: “El bigote de Bolton es un problema”, bufó Bannon. “Trump no piensa que brinde la mejor imagen para el cargo. Ustedes saben que Bolton suele no gustar de primera impresión”./ “Bueno, los rumores son que se metió en problemas porque se peleó en un hotel una noche y persiguió a una mujer”./ “Si le digo eso a Trump, podría darle el trabajo”).
Otro ejemplo, donde el periodismo roza la literatura: “Le ofreció a su esposa una promesa solemne: simplemente no hay forma posible de que gane. E incluso para un marido de una infidelidad crónica —casi se diría que impotente por naturaleza para ser fiel— esta era una promesa que él parecía seguro de poder cumplir”.
Nada de ello impide el placer culpable de disfrutar ese retrato del jefe de los mentirosos de la Casa Blanca en su papel de payaso iletrado y fantoche, que es el que mejor representa. Es el libro que se merece.
“Pocas personas que conocían a Trump se hacían ilusiones con él. Casi un fiel reflejo de su apariencia, era lo que representaba: brillo en los ojos, alma de ratero. Solo que ahora era el presidente electo”, escribe Wolff. Trump —que nunca ha escrito un libro pese a los publicados a su nombre— con el empeño persistente de un sujeto que siempre busca ser protagonista y exige el papel de héroe. La comparación más exacta es con Hulk Hogan: dedicado a vivir su personaje. Trump, famoso por no ser famoso, de acuerdo a la prensa neoyorquina de la década de 1980.
Disfrute culpable
La culpabilidad viene tanto por la conciencia de lo inevitable que han resultado tantas situaciones más cercanas al teatro del absurdo —Le Roi se meurt— que propias de una democracia, como por el disfrute bastardo de esa trama que por momentos raspa cierta amplitud —decir shakesperiana sería una indignidad más que un sacrilegio— y nunca lo logra: el sueño sucesorio, la hija ambiciosa, el yerno inepto, la esposa que llora al no alcanzar la derrota y el futuro gobernante que palidece ante el poder.
Todo ello deja apenas un detalle para llegar —sino al teatro isabelino— al menos a Broadway. Es cuando Michael Flynn, advertido por amigos de que aceptar $45.000 por un discurso en Rusia ha sido una mala idea, responde según el libro: “Solo sería un problema si ganamos”. Fue una campaña política designada para una derrota anunciada, nadie esperar ganar, y mucho menos el candidato, escribe Wolff. Solo Bannon, en las últimas semanas, comenzó a ver en las cifras de las encuestas de algunos estados una tendencia que podría llevar a la victoria.
El texto recurre aquí a la misma premisa que sirvió a Mel Brooks para The Producers, la película, el musical y la obra de teatro: ¿quién podría imaginar que Springtime for Hitler iba a resulta todo un éxito o que Donald Trump ganaría la presidencia de Estados Unidos?
El error ya había llevado a los tribunales a Bialystock, el productor teatral de la obra de Brooks, antes que a Flynn lo perdiera su ignorancia cinematográfica.
Un libro —no al menos en este caso— casi siempre es incapaz de acabar con una presidencia, por mala que esta sea. En el caso de Fire and Fury solo cabe apostar por ventas récords, múltiples traducciones apresuradas y el escándalo de momento.
Hasta ahora, el intento del abogado de Trump, solicitando al autor y a la editorial de que “desistan de cualquier publicación, revelación o divulgación” de la obra, solo ha servido para adelantar la fecha de salida del libro.
Nadie se salva
Trump, que de momento no ha podido superar la etapa de aspirante a dictador, pese a la cobardía y complacencia de buena parte de los congresistas republicanos —quienes se han plegado tanto a su agenda política como a sus caprichos más ridículos— inicia así un segundo año de mandato que se anuncia le resultará más difícil que el anterior.
Por lo pronto, nadie se salva en este rifirrafe donde, de nuevo, Steve Bannon se limita a repetirse en su papel de un ambicioso y petulante lanzador de cuchillos en todas direcciones, y Trump como siempre se refugia en su torre de caos e infantilismo. Vale añadir que si Trump es quien queda peor parado en el libro, porque su figura es ridiculizada no mediante el más o menos sutil arte de la ironía, sino por la aplastante realidad de cientos de testimonios, el pretencioso Bannon —con aspiraciones de Richelieu, gestos de Fouché y disfraz de Montesquieu— aparece con más frecuencia de la que quisiera como un patético arribista. De la descripción del arribo de Bannon a su oficina en la Casa Blanca: “y de inmediato comenzó a sacar los muebles. El objetivo era no dejar algo que sirviera para que alguien se sentara. No iban a celebrarse reuniones, al menos no reuniones donde la gente pudiera sentirse confortable. Discusiones limitadas. Debates limitados. Era la guerra, una oficina de guerra, un puesto de mando”.
Así describe Wolff el cambio ocurrido en Bannon al llegar a la Casa Blanca: “En la primera semana, Bannon pareció haber eliminado la camaradería del Trump Tower, incluida la disposición a hablar extensamente a cualquier hora, y a ser mucho más remoto, si no inalcanzable. Él estaba ‘centrado en mi mierda’. Él solo estaba haciendo cosas. Pero muchos sintieron que hacer cosas, en su caso, era estar tramando complots contra ellos. Y ciertamente, entre las características básicas del personaje, Steve Bannon fue un conspirador. Golpear antes de ser golpeado.
Anticiparse a los movimientos de los demás: contraatacarlos antes de que puedan hacer sus movimientos. Para él esto era ver las cosas por delante, enfocarse en una serie de objetivos. Su primer objetivo fue la elección de Donald Trump, el segundo el personal de la Administración de Trump. Ahora se estaba apropiando del alma de la Casa Blanca de Trump. Porque él entendió lo que los otros aún no sabían: esta sería una lucha a muerte”.
Bannon, además, rompió algunos de sus propios récords de maledicencia y cobardía el domingo, al declarar que lo dicho por él, según el libro, contra Don Jr., el primogénito de Trump, no era sobre este sino dirigido a Paul Manafor. Y todo porque teme quedarse sin trabajo y sin dinero: Rebekah Mercer, donante y accionista de Breitbart News, ha retirado su apoyo a Bannon por “sus acciones y declaraciones recientes”.
Una aclaración necesaria: el libro presenta 200 testimonios de personas cercanas al presidente, recogidos durante 18 meses, y entre los cuales se encuentra un breve encuentro con Trump. Mucho de lo que se dice no es nuevo, sino viene apareciendo en la prensa desde hace tiempo: Washington es la piedra de la locura, y aburre por no aburrir.
La gran incógnita continúa siendo hasta cuándo y dónde la actual presidencia podrá seguir resintiendo este ejercicio de desgaste y desprestigio. Cabe esperar que la trifulca entre Trump y Bannon, además de constituir otra especie de pelea de dos calvos por un peine, no tenga mayor trascendencia que el continuar acercando al presidente y el republicanismo tradicional. En última instancia, Trump no es un ideólogo —hasta el momento su fanatismo se limita a continuar promocionando su marca y acrecentando con ello su fortuna familiar— y un populista por conveniencia y no por convicción (el prólogo del libro, dedicado a Roger Ailes y Bannon, ofrece varias de las claves sobre la singular simbiosis entre la persistencia de Trump por alcanzar cada vez más prominencia y los objetivos y la ideología del actual movimiento conservador estadounidense). Todo ello no hace más que poner a las claras que, en última instancia, lo único que importa en esta lucha cotidiana es el dinero: en un momento dado, Trump prácticamente “vendió” su campaña —que estaba en ruinas— a Bob Mercer y su hija Rebekah, quienes primero habían apoyado a Ted Cruz, los que inyectaron $5 millones y colocaron al frente de la misma a Bannon y Kellyanne Conway. Para entonces, Trump solo mostró asombro ante el interés de los Mercer en la contienda: “Esto”, les dijo, “está bien jodido”.
Nunca, al menos en las últimas décadas, ha estado tan a las claras que las diferencias ideológicas en Estados Unidos se limitan al empeño de los que más tienen a continuar acumulando sin límites a expensas de los que poseen menos. Lo demás son pretextos.
Economía y cultura
Con una situación de mejoría económica, gracias en buena parte a la labor de la administración anterior y a una economía mundial que en buena medida ha superado la crisis anterior, los poderosos y sus empresas consideran que esta es la hora de sacar más, explotar al máximo y repartir migajas. Mientras tanto, consideran suficiente inculcar falacias como el alza bursátil como ejemplo de bienestar público. Para ellos, basta mencionar el hecho y traducirlo en que significará mejores retiros y beneficios para todos. Quienes sinceramente creen en ello, olvidan el carácter especulativo de dicho incremento, y han caído de nuevo en el viejo fetichismo del mercado: olvidan que tanto las subidas como las caídas bursátiles forman parte del mismo negocio (un consejo cinematográfico: vuelvan a ver Trading Places).
La administración Trump está utilizando los indicadores económicos —algunos, como los índices de empleo, que el presidente consideró durante su campaña que carecían de objetividad— no solo para señalar lo positivo de su gestión, eso lo han hecho todos los gobiernos anteriores, sino con el más burdo fin electoral. Aquí lo que vale señalar es la torpeza y la manipulación de querer presentarnos que estamos viviendo en la mejor época posible. Cuando un indicador no obedece este objetivo —como el hecho de que la venta de automóviles disminuyó ligeramente en 2017— simplemente no se enfatizan por el Gobierno. Poner en duda que EEUU cuenta en la actualidad con mejores datos económicos, que durante el segundo período de Georges W. Bush y el primero de Barack Obama, es cosa de tontos; pero igualmente de tontos es considerar que tales datos se deben a la obra y los milagros de Donald Trump.
Por otra parte, tanto el mandatario como sus seguidores cometen a diario el viejo pecado castrista de mirar al pasado (en el caso de Cuba específicamente a los crímenes cometidos por gobierno durante la dictadura batistiana) para no ver el presente o el futuro. La obsesión con Hillary Clinton o con Obama es un argumento que envejece a diario, por causas naturales. En las elecciones de este año no se postularán ni Clinton ni Obama. Es hora de doblar esa página.
Mientras tanto, sique el pie que el origen de lo que estamos viviendo —o sufriendo— en EEUU no es económico sino cultural, y en esos términos se definirán las elecciones legislativas de este año. No es posible —o no debe ser posible, porque no hay que descartar el pesimismo— que una minoría de votantes, que fueron los que le dieron el triunfo a Trump, impongan su criterio a toda la nación. Más cuando esa minoría reside en los estados que menos aportan a la economía del país y que menos cuentan en términos culturales y sociales. Trump no venció en las votaciones de las grandes ciudades ni entre los profesionales, y al menos que mucho haya cambiado en el último año, EEUU no se define como un Estado cuya única o fundamental riqueza sea solo agrícola, ni siquiera manufacturera. Esa batalla en aumento, entre el poder central y estados como California y Nueva York seguirá su curso. Si fuera el siglo XIX, habría que temer que el país marcha hacia una nueva guerra civil, pero son otros tiempos. La barbarie —o la barbaridad— que representa Trump no tiene futuro. Si algo recuerda el libro de Wolff es al sonido y la furia, no contada sino creada por un idiota.
Lo que importa entonces con Fire and Fury es reconocer que Estados Unidos no ha caído aún en el autoritarismo, y ello no hay que agradecérselo al presidente. Más bien es todo lo contrario.
Una versión mucho más reducida de este texto, por razones de espacio, y con el título Trump y Bannon: los dos chiflados, aparece también en El Nuevo Herald
ALEJANDRO ARMENGOL, DESDE MIAMI