Rosa Fornés en un comercial
El tiempo y las palabras
El tiempo es el tema central de nuestras vidas. Piense usted en todas las metáforas que a diario conjuramos para hablar de las horas. Por ejemplo, “tengo las horas contadas”. O “el tiempo vuela”. O bien, “cada instante es una eternidad”. Cada cultura tiene su propia manera de referirse al tiempo.
Algunas de las grandes obras literarias de América Latina son sobre el tiempo: Cien años de soledad de García Márquez, que transcurre en poco más de un siglo; las odas de Pablo Neruda, quien escribió los versos más tristes en una noche desesperada; Rayuela de Cortázar, que es un cronómetro de la espera que es el exilio, que siempre es un tiempo más largo, y el soneto “El instante” de Borges, que dice: “El hoy fugaz es tenue y es eterno; otro Cielo no esperes, ni otro Infierno”; así, con mayúsculas las palabras Cielo e Infierno, acaso para que inspiren temor.
Más de 572 millones de personas hablamos español en el planeta. El país con más hablantes del idioma es México, seguido de Estados Unidos y Colombia, así que me asombra que nos sigamos refiriendo a nuestra lengua como el español. Es mejor ese nombre que castellano, porque la mayoría de los hablantes hispanoamericanos no tenemos nada que ver con Castilla.
En el mundo hispano sucede algo similar a lo que George Bernard Shaw dijo de Inglaterra y Estados Unidos: están separados por la misma lengua. No hay un español sino muchos. Es prudente decir que hablamos idiomas distintos que provienen de la misma lengua. Por supuesto, las diferencias —llamémoslas “variantes”— son de mayor o menor nivel, según la región y el tema. Cada país, en su jerga local, tiene un propio léxico gastronómico y sexual. Una concha en México y en Argentina son cosas distintas.
Uno de los modismos más fascinantes del español hispanoamericano es la flexibilidad de la palabra “ahora”. Esta flexibilidad no es igual para todos. En el Cono Sur, “ahora” es poco empleado. La gente prefiere “ya”. “¿Cuándo terminas la tarea?”, pregunta la madre. El hijo responde: “Ya”.
Etimológicamente, “ahora” es una contracción de “a esta hora”. La palabra puede significar “dentro de poco tiempo”, “algunas veces” o “en el momento actual”. En el territorio histórico de la antigua Mesoamérica —que va de la parte meridional de México hasta la región occidental de Honduras, Nicaragua y Costa Rica—, los hablantes usan ahora para calibrar coordenadas temporales. En algunas regiones se distingue entre “ahora” y “ahora mismo”. En otras, entre “ahora”, “ahorita” y “ahoritita”.
“Ahora mismo” y “ahorita” son lo mismo, aunque los puristas —¡pobres!— creen que la primera expresión es correcta y la segunda una barbaridad.
El sufijo –ita connota un diminutivo, que es uso constante en la región de lo que era Mesoamérica. En el caso de ahorita, el diminutivo sugiere una diferencia con ahora: “Ahora vuelvo a mi casa” es distinto de “Ahorita llego”. La segunda frase conlleva una dosis de culpa: “Debí haber llegado a casa hace tiempo. Haré todo lo posible por arribar tan pronto pueda”.
Esa culpa se complica con “ahoritita”. Cuando se usa esta variante, el hablante se siente comprometido. “¡No más disculpas! Te juro que ahoritita llego al sitio que quedamos”.
(Esas variantes de proximidad temporal son similares al uso de “allá”, “acá” y “aquí”, que son variantes espaciales: “Por años yo viví lejos, en un lugar más allá de la montaña. Ahora estoy en esta zona de acá. Aquí contigo me siento seguro”).
Otra de las dimensiones de mi asombro en cuanto a las expresiones de tiempo en nuestro continente tiene que ver con las conjugaciones verbales. Cada vez que viajo, me inquieta la forma en la que en América Latina evitamos el uso del futuro como conjugación verbal. En Colombia, la gente dice “Voy a comer con mi parce” (parce quiere decir amigo) en vez de “Comeré con mi parce”. En Argentina, “Mañana vamos a esa fiesta que está repiola” (piola es buena) en vez de “Iremos a esa fiesta que está repiola”. Y en Perú, “¿A qué horas vamos a jamear?” (jamear es comer) en lugar de “¿A qué hora jamearemos?”.
En contraste, tenemos un sinnúmero de conjugaciones que son útiles para referirnos al pasado y es admirable cómo las usamos todas a destajo. “Mi hermana me dijo que ayer estuvo en Querétaro y que estaba contenta por haber visitado esa ciudad”. Van allí el pretérito, el imperfecto y el pluscuamperfecto.
¿Es juicioso pensar que el tiempo existe porque tenemos verbos para describirlo? La pregunta parecerá tonta. Sin embargo, hay lenguas cuyos verbos solo pueden ser usados en el presente. Es el caso de la lengua de una tribu en el Amazonas. El pasado y el futuro no existen para sus hablantes.
Luego está la palabra “luego”, que a simple vista es un sinónimo de “después”. Pero en América Latina le damos vuelta hasta inyectarle un nuevo significado. La expresión “Luego voy” promete la llegada del hablante sin revelar el tiempo preciso. Es incluso posible que esa llegada nunca ocurra.
La repetición “luego luego” le da otra vuelta a la tuerca: el hablante jura que llegará de inmediato. Pero la promesa es engañosa. En esa reiteración se esconde una imposibilidad.
¿Por qué los hispanoamericanos evitamos los verbos en futuro y no dudamos en ejercitar nuestra destreza verbal con tantos pasados? En España, el futuro se usa con regularidad. Pero si somos hijos de España, nuestro mundo es distinto.
¿Y por qué en América Latina construimos laberintos de palabras en los que el tiempo zigzaguea, se alarga o acorta, se esconde o hace piruetas?
Acaso porque nuestra civilización sabe que el tiempo no siempre ha sido generoso. Y que aunque no pasa en vano, podemos —si somos astutos— escondernos en sus ranuras. En Latinoamérica hay magos del lenguaje. Ayer es un suspiro y mañana un acertijo. Hoy es un ahora que no alcanza a aterrizar.
ACERCA DEL AUTOR
Ilan Stavans es profesor de Humanidades y Cultura Latina en la Universidad Amherst, director de Restless Books y conductor del podcast “In Contrast” de NPR. "The Wall", su libro de poemas, se publicará en marzo.