Hay un rasgo de la personalidad de José Martí que pocas veces se ha comentado: la ansiedad que sentía ante las multitudes, y tal rasgo es incluso más interesante saberlo, cuando oímos que fue un excelente orador, y que llevó a todo un pueblo a la guerra. En otro lugar sugerí que tal ansiedad tenía varias fuentes, pero una de ellas era una enfermedad psicológica con el nombre de “agorafobia” que comenzó a circular a mediados del siglo XIX, con otras del mismo estilo para describir miedos a las aglomeraciones y los espacios abiertos.
La palabra “agarofobia”, como sabemos, viene de la conjunción de dos palabras en griego: “ágora” que significa plaza pública y fobia que significa miedo. Se manifiesta como un sentimiento oprimente, que produce en el sujeto una profunda ansiedad por lo que lo rodea. No es, a propósito, un dictamen médico que yo le doy a Martí, sino algo que él mismo confesó tener. Así, en una de sus cartas privadas a su amigo, el uruguayo, Enrique Estrázulas le decía que por la cantidad de gente extraña que había llegado a la casa de Carmen Zayas Bazán, donde vivía, “la agorafobia se me enconó” (XX 200), y tal fue el desosiego que sintió, agrega, que tuvo que salir de la casa, y aun así, se quedó “sin gusto para admirar a mis anchas los árboles” (XX, 200).
Resulta, por tanto, al menos interesante que Martí se haya auto diagnosticado con esta enfermedad psíquica lo cual nos obliga a nosotros, como lectores de su obra, a leer sus descripciones de las muchedumbres teniendo esto en mente. ¿Cómo se expresaría este miedo en sus escritos? Los ejemplos son muchos, pero veamos un par de ellos.
Al hablar de un mitin político del secretario de Estado James Blaine (1830–1893) en un estadio de pelota, adonde asistieron miles de personas, Martí desde un inicio nos presenta una visión de extrañamiento, ante una multitud que espera al político ansiosa. Afirma: “Era como la mar. Allá en el fondo, en la galería cubierta como un monte de granos de maíz negro, se apiñaba la gente sentada. De lejos, de las puertas, venía la muchedumbre lentamente, como asombrada ante el espacio y la noche” (XII, 260). En esta descripción casi cinematográfica, la multitud adquiere entonces forma de una ola negra que todo lo invade. Es como una inmensa marea que se mueve, atropella, y rompe el orden que se tenía previsto, y por eso, dice que “la masa humana, como la oleada ondea una mujer se desmaya. A otra se la llevan en brazos de atrás empuja la ola que lanza a los policías sobre el tablado” (XII, 260). La narración, por consiguiente, tiene ese gusto del observador que está presente, viendo la muchedumbre venir, haciéndonos que sintamos la emoción que sentiría cualquiera en el lugar y que es echado a un lado por la gente. El temor en esta descripción, por consiguiente, es doble, por la “masa humana” que pudiera dejar atrapado a muchas víctimas a su paso, y por el agua, que podía asfixiar a la gente bajo su peso.
El mismo Martí usó la metáfora de la “ola” para mostrar su rechazo al mar y su preferencia por el “arroyo manso” del monte en Versos sencillos, y como decía en otro poema conocido, titulado precisamente “Odio el mar” este era “vasto y llano, igual y frío” (OC XVI, 191). Más aun, traicionero, ya que la ola cuando se volcaba sobre sí misma “escondía el pecho”. Por lo tanto, podemos ver como en su obra el mar siempre tiene un signo negativo. Es el lugar lleno de monstruos desconocidos e innombrables que sobreviven en la oscuridad. Lo cual no es algo extraño en la cultura occidental, ya que como dice Joanna Bourke en Fear: A cultural History, el miedo al mar es un sentimiento que persigue a los hombres desde la antigüedad. Miedo a quedar atrapado, a morir ahogado, o a lo que yace debajo de las olas, que no podemos ver. Y este mar, además, como apunta Martí, posee otras características negativas que coinciden con los miedos que puede sentir un sujeto que padece de agarofobia: el miedo a no recibir ayuda de nadie cuando está perdido. Miedo a morir solo. En el monte, por el contrario, Martí imagina que podía recibir ayuda de los árboles porque allí:
- No cual la selva hojosa echa sus ramas
- Como sus brazos, a apretar al triste
- Que herido viene (OC XVI, 191).
Lógicamente, estar perdido en la selva puede ser tan terrorífico como estar perdido en el mar, pero Martí imagina que en uno estaría a salvo mientras que en el otro no. El espacio abierto, llano, igual y frío lo llevaría a rechazar el primero y preferir el segundo. De modo que tanto el gentío, como el mar, debieron causarle desasosiego y temor. No por gusto, si uno lee sus poemas se da cuenta que también rechazó los ambientes donde había fiestas y danzas, como sucede en “Tórtola blanca” de Ismaelillo (1882), en cuyo caso, Martí opta por distanciarse, y los describe con un lenguaje refractario, pero lleno de luces que nos recuerda el gran escritor que era. Sus descripciones a veces grotescas y otras impresionistas, buscan criticar estos grupos y espacios llenos de gente, a través de un rasgo físico o moral que los desvalorizaba, convirtiéndolos en “tenebrosos”. De esta forma, sus descripciones del gentío fluctúan entre el placer que produce describirlas y el terror a experimentarlas o estar cerca de ellas. Si entendemos esto, entonces debemos entender también los esfuerzos que tuvo que hacer seguramente para hablar desde una la tribuna, y enfrentarse a un público que siempre terminaba vencido y delirante. Tal era el poder de las palabras del hombre que le temía a las muchedumbres.
JORGE CAMACHO