El destacado historiador cubano Herminio Portell Vilá alertó en una ocasión que el suicidio político se había convertido en una especie de categoría histórica en el devenir de la isla, pues varias de nuestras figuras políticas pusieron fin a sus vidas —a veces de forma velada— ante frustraciones, o como heroica reafirmación de la justeza de la causa por la que habían luchado.
Comenzaba la relación con la tragedia de San Lorenzo el 27 de febrero de 1874, cuando el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, acorralado por fuerzas españolas que habían descubierto su ubicación en ese paraje de la Sierra Maestra, habría decidido lanzarse por un barranco antes que caer prisionero de sus perseguidores.
Después vino la caída de Martí en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895. La historiografía no ha podido confirmar rotundamente que la acción de Martí —salir al campo de batalla sin experiencia militar, y violando el consejo que le había dado Máximo Gómez— hubiese sido suicida, pero son varios los que insisten en la posible decisión del Apóstol de morir en ese momento ante las incomprensiones y las desavenencias acerca de los métodos para continuar la lucha.
Ya en la República aconteció el sonado pistoletazo que se infligió el líder ortodoxo Eduardo Chibás debido a la frustración que le causó no haber podido demostrar su acusación contra el entonces ministro de Educación, Aureliano Sánchez Arango.
La era castrista se vio estremecida, en 1980, con el suicidio de Haydee Santamaría, participante en el asalto del cuartel Moncada, y hermana de Abel Santamaría, segundo jefe de aquella irresponsable acción. El oficialismo argumentó que Haydee no podía sobreponerse al recuerdo de su hermano, pero flotó en el ambiente la posibilidad de que otros motivos estuviesen detrás de tan drástica determinación.
También asistimos al suicidio de Osvaldo Dorticós Torrado, aquel pelele que un día se creyó presidente de verdad, y después, al acontecer la institucionalización del país al estilo soviético en 1976, fue tirado a un segundo o tercer plano por aquellos que lo habían utilizado.
Y ahora acaban de informarnos que Fidel Castro Díaz-Balart, el primogénito del ex máximo líder, falleció al atentar contra su vida. Es muy probable que nunca se sepa con certeza las causas que llevaron a Díaz-Balart a poner fin a su vida, como tampoco se supo la manera en que murió su padre. Esos detalles, en una sociedad cerrada como la cubana, son secretos de Estado.
La información brindada por la televisión cubana apuntó hacia un estado depresivo que padecía Fidelito, como era conocido en el país. Sin embargo, despierta la suspicacia el hecho de que el suicidio ocurriera en momentos en que su tío Raúl se dispone a abandonar la presidencia de la nación.
Son muchas las interrogantes que se tejen en torno a este caso. ¿Habrá sido, en verdad, una consecuencia del estado de salud de Díaz-Balart? ¿Se habrá disgustado Fidelito al comprobar que sus medios hermanos lo relegaron a un segundo plano en la repartición de la herencia del Comandante en Jefe? ¿Lo habrá asaltado un berrinche al ver nuevamente a su prima Mariela como candidata al Parlamento, y a él nunca lo habían considerado para tal posición política?…
ACERCA DEL AUTOR
Orlando Freire. Matanzas, 1959. Licenciado en Economía. Ha publicado el libro de ensayos La evidencia de nuestro tiempo, Premio Vitral 2005, y la novela La sangre de la libertad, Premio Novelas de Gaveta Franz Kafka, 2008. También ganó los premios de Ensayo y Cuento de la revista El Disidente Universal, y el Premio de Ensayo de la revista Palabra.
Publicado en Cubanet el 28 de julio del 2015