En ello está en juego la actualización del sistema democrático —y no solo en Costa Rica— hacia un modelo más inclusivo o bien pertrechado en una inercia que amenaza con socavar los cimientos mismos de la democracia en nombre de la biblia.
Costa Rica, una campaña presidencial de suspense
"No pasará un año de mi Gobierno de que ese periódico impreso deje de circular", amenazó en plena campaña presidencial costarricense el candidato Juan Diego Castro a uno de los principales diarios del país, La Nación. En otra de sus salidas acusó al Partido Liberación Nacional (PLN), uno de los pilares de la política local, de "comprar votos", de cambiarlos por crack y marihuana.
Esos exabruptos suscitaron no poco malestar en el escenario de la democracia más longeva y estable de América Latina.
Desde comienzos de siglo, en el país centroamericano, los partidos tradicionales, PLN y Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), vienen experimentando un continuo declive. En ello ha incidido sin dudas la incapacidad de las élites políticas para contrarrestar las tasas crecientes de desigualdad, pobreza y criminalidad.
No en balde, en 2014 el Partido Acción Ciudadana, de corte progresista, logró aupar a la presidencia a Luis Guillermo Solís con promesas de mejoras socio-económicas y de luchar contra la corrupción.
Sin embargo, el cuatrienio del PAC en el poder se ha saldado con un profundo desencanto. Si bien, en comparación con los índices regionales, el desempeño de la economía costarricense es decoroso: la inflación no supera el 2%, el crecimiento económico ronda el 4% y las exportaciones se mantienen a buen ritmo; no es menos cierto que las finanzas estatales atraviesan una fase delicada: el déficit fiscal ha ascendido al 6,2% del PIB y la deuda pública roza el 50% del PIB.
Además, el desempleo sigue lastrando a un 9,3% de la población y 2017 terminó con la tasa de homicidios más alta de la historia reciente del país. Como colofón, el año pasado un sonado escándalo de tráfico de influencias salpicó a los poderes de la República y a los principales partidos políticos.
La guerra de los valores
Este contexto explica, en cierta medida, el relativo éxito inicial del discurso populista y autoritario del derechista Juan Diego Castro, candidato del Partido Integración Nacional (PIN), quien basó su campaña en ataques a la prensa y a los partidos tradicionales, en el cuestionamiento de la necesidad de la separación de poderes y en la promesa de emplear mano dura contra la delincuencia.
Sin embargo, otro acontecimiento vino a darle un vuelco radical a la campaña. El 9 de enero la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), respondiendo a una consulta del propio Gobierno costarricense realizada en mayo de 2016, se pronunció a favor del matrimonio igualitario y del reconocimiento de los derechos patrimoniales para parejas del mismo sexo y también por que se permitiese a las personas transgénero cambiar el nombre en sus documentos de identidad.
El Gobierno de San José reiteró el "profundo respeto por las funciones y competencias de la Corte" y la voluntad de poner en práctica lo antes posible el criterio emitido.
En un país donde el catolicismo es la religión oficial, las iglesias evangélicas han desarrollado un profundo arraigo en las últimas décadas y dos tercios de la población se oponen al matrimonio igualitario, la opinión de la CIDH tuvo un efecto catártico.
De repente, los valores "cristianos" o tradicionales pasaron a ocupar el centro del debate, propulsados por la fuerte movilización (y la alianza de facto) de los movimientos evangélicos y la Iglesia Católica.
A tal punto que el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) llegó a imponerles una medida cautelar por usar la religión con fines políticos, instando a la Conferencia Episcopal Nacional y a la Federación Alianza Evangélica a abstenerse de difundir manifiestos que representasen un llamado, apoyado en razones o símbolos religiosos, a votar por ciertos partidos políticos.
Así, la campaña terminó prácticamente escindida entre el rechazo o la defensa de los derechos de las minorías sexuales, el aborto e incluso la educación sexual laica en las escuelas.
Algo que favoreció a los candidatos identificados de manera más nítida con una u otra postura, y que en un principio iban a la zaga. Por un lado, el predicador evangélico Fabricio Alvarado, de la formación confesional Restauración Nacional (RN), y, por el otro, Carlos Alvarado —no hay parentesco entre ambos— del oficialista PAC.
Debate crucial
De modo esquemático se podría decir que, por ahora, la carrera presidencial ha dejado a un lado los problemas socio-económicos, volcándose de lleno en la cuestión de los valores sociales.
Contactado por Diario de Cuba, Kevin Casas Zamora, politólogo y exvicepresidente de Costa Rica, considera que varios factores confluyen en esta irrupción del componente religioso en la campaña: "un país conservador en el que las iglesias, pese a una pérdida de apoyo y credibilidad, siguen siendo un actor muy relevante"; la fuerte presencia de las iglesias evangélicas "en comunidades socialmente vulnerables, abandonadas por el Estado"; el ascenso continuo de "las opciones políticas religiosas" durante las dos últimas décadas.
En ese sentido, "la resolución de la Corte fue un detonante para que explotara un fenómeno que ya estaba ahí".
Para el politólogo Jorge Vargas Cullell, director del Programa Estado de la Nación (un proyecto académico que analiza la realidad costarricense desde mediados de los 90) y columnista en La Nación, dicha preponderancia sería "coyuntural".
"Dicho esto precisa, hay un movimiento en las Américas, incluyendo EEUU, de articulación política del evangelismo. Costa Rica no es la excepción, pero creo que para todos fue una sorpresa, incluyendo a los evangelistas."
Por su parte, Carlos Denton, presidente de la Junta Directiva de la consultoría y encuestadora CID/Gallup y columnista en La República, pone como telón de fondo el escepticismo de la ciudadanía ante las repetidas "promesas de campaña de los políticos" en los últimos ciclos electorales, nunca cumplidas.
Sugiere que en el debate sobre el matrimonio igualitario parte del electorado habría encontrado de pronto algo directamente vinculado a su realidad: "¿Avidez de apoyar a algo fresco que le tocaba la vida en familia?"
No obstante, prevé que "para la segunda vuelta ese tema no será el principal. El tema será cuál de los dos [candidatos] tiene más capacidad de gobernar el país".
Sea cual sea el giro que tome la campaña presidencial en las próximas semanas, lejos de ser superfluo y de relegar la agenda socio-económica, el debate que terminó acaparando la atención en la primera vuelta es crucial.
En ello está en juego la actualización del sistema democrático —y no solo en Costa Rica— hacia un modelo más inclusivo o bien pertrechado en una inercia que amenaza con socavar los cimientos mismos de la democracia.