The Pain of Loving Old Dogs
El dolor de amar a perros viejitos
Nashville — Son las dos de la mañana y acaba de comenzar a llover. Es apenas una llovizna, sin amenaza de vientos fuertes ni relámpagos. Lo sé sin haberme levantado de la cama para asomarme a la oscuridad de la noche ni ponerme los lentes para el clima en mi teléfono. Conozco los hechos de esta realidad meteorológica sin siquiera abrir los ojos porque hay un enorme perro con halitosis parado junto a mi cama, jadeando.
Agradezco que solo sea una llovizna. Si fuera una tormenta eléctrica Clark estaría dando vueltas por la casa, metiéndose a las tinas de baño y luego batallando para salir de ellas, escondiéndose bajo los escritorios y volcando sus sillas, tirando las guitarras de sus bases, buscando refugio. Le tiene miedo a la lluvia, pero las tormentas eléctricas lo vuelven loco.
Las noches de tormenta, mi marido se levanta a darle su dosis de Xanax. Una vez que logra que Clark la trague, nos quedamos acostados durante una hora en la oscuridad, sin dormir, mientras el perro se tambalea por la casa en un estado de ansiedad narcotizada. Al final, el tranquilizante humano vence a la desesperación canina y todos volvemos a dormir.
Hace treinta años, mi esposo quería poner un límite a las facturas por gastos veterinarios en las que pudiéramos incurrir a causa del gato que acababa de adquirir con el matrimonio. Dijo: “Si el gato necesita algo que cueste más de 100 dólares, yo digo que optemos por la inyección de 40 dólares y nos busquemos otro gato”.
Era mi gato, así que mi voto contó más que el suyo y el gato vivió hasta bien entrada la ancianidad. Sin embargo, en defensa de mi marido debo decir que creció en un pequeño pueblo del sur de Estados Unidos, donde la gente compasiva salía al patio y le disparaba a un animal si este estaba sufriendo. También debo decir que, en 1988, estábamos pagando préstamos estudiantiles con nuestro salario de maestros recién graduados y 100 dólares era mucho más de lo que nos gastábamos en nuestra propia comida o medicina.
A mi marido le habría parecido imposible creer que treinta años más tarde estaría corriendo por toda la casa en ropa interior, tratando de atrapar en la oscuridad a un perro anciano de más de treinta kilogramos para hacer que se tragara una pastilla.
Clark también es sordo y sufre de artritis reumatoide. Hasta ahora hemos podido aliviar su dolor con medicamentos, pero en su revisión del año pasado, cuando cumplió 13 años, el veterinario nos dio noticias desalentadoras. “En el caso de los perros grandes, hay una gran diferencia entre 12 y 13”, comentó. “Llegará el día en que Clark no pueda levantarse y, cuando eso ocurra, será momento de dejarlo ir”.
La sola idea resulta impensable. Clark ha sido el guardián de nuestra familia y ha logrado que militantes políticos en campaña o fanáticos religiosos por igual lo piensen dos veces antes de tocar la puerta. Fue el perro de la infancia de nuestros hijos, la almohada sobre la que se recostaban durante las caricaturas del sábado por la mañana, el que les devolvía la seguridad después de un examen difícil o el ataque de un compañero acosador, y más adelante, de un corazón roto.
A sus 14 años, este enorme perro ha sobrepasado su expectativa de vida, pero no es el perro más viejo de nuestra casa. También cuidamos a Emma, la anciana perra salchicha miniatura de mi fallecida madre, que es siete meses mayor. Ella arrasó con todos los límites de facturas veterinarias imaginables en los tres primeros meses tras su llegada. Emma ha sobrevivido incontables viajes a la sala de urgencias veterinarias porque es la ladrona de comida más consumada que su astuta raza haya dado a luz. Una vez arrastró casi medio kilo de bombones de chocolate amargo debajo de la cama de huéspedes y se lo comió antes de que alguno de nosotros se diera cuenta de que había una solitaria envoltura en medio de la habitación y se preguntara de dónde había salido. Hurgando en las bolsas de nuestros invitados ha consumido paquetes enteros de chicle, bolsas de Tums polvorientas y, en una ocasión, una bolsa resellable llena de medicamentos controlados.
No hay espacio suficiente para contar sobre esa vez en la que Emma se comió una charola de veneno para ratas en una cabaña de pesca rentada en el lago Kentucky, pero la historia incluye un viaje frenético en auto por una autopista serpenteante mientras toda la familia miraba entre los árboles en busca de alguna tienda que pudiera vender peróxido de hidrógeno. No tienen idea del auténtico valor de la comunidad humana si nunca han vertido peróxido de oxígeno por la garganta de un perro de casi cuatro kilogramos en el estacionamiento de una tienda Family Dollar con seis personas de la región rural del estado de Kentucky dándoles consejos. Permítanme decirles que la gente del campo sabe bien qué hacer cuando un perro ingiere veneno para ratas.
Esa botella de peróxido de hidrógeno costó 78 centavos de dólar, pero los tres meses de tratamiento profesional posteriores hicieron que el viaje a la sala de urgencias veterinarias pareciera un paseo por la tienda donde todo cuesta un dólar.
Otras personas toman decisiones relativas a los cuidados de la salud de sus mascotas que nosotros no podemos costear en el caso de Clark y Emma, pero siempre haremos todo lo que podamos por ellos. Clark, el hermano perruno de nuestros hijos, y Emma, quien dio a mi afligida madre un motivo para levantarse de la cama todas las mañanas tras la muerte de mi padre, son parte de nuestra familia.
Ahora Clark está bajo los cuidados de un joven veterinario para enfermos terminales. En su primera visita —un día espantoso hace dos semanas en el que, de un momento a otro, Clark ya no pudo ponerse de pie— el veterinario hizo un milagro. Ahora, con una nueva combinación de medicamentos, Clark menea de nuevo la cola y pide que lo saquen a caminar. Sin embargo, el tiempo no perdona y siempre sigue su curso. En la próxima visita del veterinario, lo más seguro es que venga a ayudarnos a decirle adiós.
Clark entiende que es viejo, débil y vulnerable y es difícil dejarlo solo con sus temores ahora. Algunas veces lo observo desde la habitación contigua cuando mi marido sale de la casa y Clark piensa que lo han abandonado. De pie junto a la puerta, se dobla, bajando sus cuartos traseros gradualmente, poco a poco, hasta que sus caderas adoloridas tocan el suelo. Después desliza sus patas delanteras en cámara lenta, y por fin logra echarse.
En lo más profundo de su garganta comienza a formarse un gemido, mucho más grave que el llanto y más agudo que un quejido, que crece. Echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. El gemido escapa de su hocico acompañado de varios sonidos vocales y va haciéndose cada vez más fuerte hasta que se transforma en aullido. Es el sonido que hacía en su juventud cuando escuchaba el ruido de una sirena en la avenida al extremo de nuestro barrio, pero ahora su oído ya no da para tanto.
ACERCA DEL AUTOR:
Margaret Renkl es columnista de opinión en The New York Tiems