‘Esta prueba me dirá si soy gay o no, ¿verdad?’
Lydia y yo nos conocimos gracias a un cuestionario, la evaluación de personalidad de opción múltiple de OkCupid, que te pregunta cosas como: “¿Un holocausto nuclear te parecería emocionante?” (en mi caso, la respuesta fue no) y después te relaciona con aquellas personas a las que tienes menos probabilidades de odiar.
Nuestra primera cita fue un lunes, para tomar unos tragos después de un día de trabajo durante el cual hice enormes esfuerzos para no vomitar de angustia. Iba a ser mi primera cita con una mujer. La agendé unos diez días después de que les había dicho a mis amigas: “No soy hetero, pero después les diré exactamente qué tan no hetero soy”. Tenía 28 años.
Le envié a Lydia el primer mensaje, preguntándole si podía leer la reinterpretación de fan, o fanfic, gay de Harry Potter que ella había mencionado en su perfil. Poco después me invitó a salir. Estaba emocionada por conocerla, pero todo estaba pasando muy rápido (si no incluimos los 28 años de confusión anteriores).
Hasta antes de eso, había dado por hecho que era heterosexual y suponía únicamente que era una pésima heterosexual. Nunca había tenido novio y ni siquiera me había acostado con un hombre y no me gustaba salir ni estar con ellos, pero pensaba que era normal; todas mis amigas se quejaban todo el tiempo de los tipos con los que salían.
Sabía que estaba haciendo algo mal, pero no sabía qué. A veces, pedía ayuda a mis amigas. Cuando no estaban disponibles o se cansaban de mí, recurría a una fuente de apoyo y consuelo de toda la vida: la prueba de opción múltiple.
Mi hábito comenzó en la escuela secundaria, en el reverso de revistas como CosmoGirl, Seventeen y Teen Vogue, donde los tests de unas cuantas preguntas prometían orientar a las chicas sobre varios temas, que iban desde “Cómo saber si le gustas” a “¿Qué tanto le gustas?”. Cada Día de San Valentín en el bachillerato, nuestros maestros de la primera clase nos daban formatos para lector electrónico de un servicio llamado CompuDate, que prometía buscarle a cada adolescente hormonal el compañero de clase del sexo opuesto más compatible, sin importar las consecuencias sociales. A mí (que no era popular) me puso con Mike P. (que era bastante popular), quien lo tomó de buen modo, pero fue humillante para ambos.
Generalmente, al terminar la universidad la gente dice adiós a las pruebas de opción múltiple, pero yo no podía dejar de hacerlos. Cuanto mayor me hacía, menos confianza sentía en qué tan bien me conocía a mí misma y más buscaba en el exterior algo que me diera pistas.
En retrospectiva, quizá debería haber sabido quién era después de la primera vez que busqué una prueba llamada “¿Soy gay?”, pero no fue así. La selección de tests sobre sexualidad disponible en internet es vasta. Aunque la primera vez que busqué, en 2010, ansiosa por obtener respuestas sobre mi soltería perpetua, las pruebas en línea todavía eran sorprendentemente poco profesionales, con distintos tamaños de letra e imágenes prediseñadas. Recuerdo que había preguntas políticamente incorrectas y otras que eran tendenciosas, como “Cuando piensas en el tipo de persona con la que te quieres casar, ¿tiene cabello corto, como un hombre, o largo, como una mujer?”. Un test supuso que mi desinterés en conducir una camioneta de carga era una prueba fehaciente de que, en efecto, no era lesbiana.
Antes de terminar cada prueba, era como si ya supiera la respuesta, porque siempre era exactamente la que quería que fuera. Si tomaba un test para asegurarme de que era heterosexual, ese era el resultado; si quería que uno me dijera que era homosexual o bisexual, lo obtenía. Sin embargo, ningún resultado era lo suficientemente convincente para hacer que dejara de contestar preguntas.
Por fin me di por vencida. Supuse que de no ser heterosexual —o de ser cualquier otra cosa que no fuera normal— lo habría sabido desde mucho tiempo antes.
Me mudé a Nueva York, donde salí con un hombre durante unas cuantas semanas antes de que él terminara conmigo; después pasó lo mismo con otro hombre. Pensé que quizá mis fracasos con las citas se debían a simple incompatibilidad y a los incalculables defectos del sexo masculino. Le conté todo a mi terapeuta, antes de dejar de ir a esa terapia y conseguirme otra terapeuta.
Mientras todo eso sucedía, trabajaba en BuzzFeed, justamente elaborando tests. El proceso era relativamente aburrido, en especial en aquel momento, cuando el sistema de gestión de contenidos era defectuoso y de poco interés público. Sin embargo, la elaboración de pruebas era empoderadora, lo cual quiere decir que me hacía sentir como si fuera Dios.
Por fin tenía las respuestas que quería porque era yo quien las escribía. Al momento de diseñar tests, podía seleccionarme como la más gustada, brillante, simpática, sexi y la que más probabilidades tenía de ser exitosa. Mis pruebas hacían preguntas como: “¿Qué miembro de One Direction es tu alma gemela?” o “¿Qué tipo de fantasma serías?”. Ya sabía cuáles quería que fueran las respuestas y mis tests solo las confirmaban.
Al poco tiempo, el poder me volvió cínica. En los comentarios de mis pruebas la gente afirmaba que sus resultados eran casi como una prueba científica: “¡Es tan yo!”.
“Ay, pero que tontería”, pensaba. “Si todo es inventado”.
Durante años, me había convencido de que mi fracaso en la búsqueda de un novio era algo matemático: iba a muy pocas fiestas, entablaba amistad con muy pocos hombres y pasaba muy poco tiempo en Tinder. Así que concluí que había una forma correcta de hacer las cosas y que yo todavía no la dominaba.
Fue mi segunda terapeuta, la buena, quien me ayudó a darme cuenta de que mi vida amorosa inexistente no era una cuestión cuantitativa, sino cualitativa.
“¿Qué sientes cuando te imaginas salir en una primera cita con un hombre?”, me dijo.
“Básicamente, terror”, contesté. “Pero eso es normal, ¿no?”.
Resulta que en realidad no lo es. Es normal sentir nerviosismo, mas no pavor.
No lo sabía. No sabía que podía intentar algo nuevo antes de saber que lo quería.
En mis veintes, había deseado de manera intermitente ser homosexual porque eso explicaría por qué los hombres y yo no lográbamos entablar una relación romántica. Respondí todas esas pruebas con la esperanza de que me dijeran que era gay y me sentía decepcionada cuando la respuesta era negativa. Aunque ¿por qué nunca pensé que querer que fuera cierto ya era una respuesta? ¿Por qué le daba a una prueba de cuatro preguntas poco profesional, mal escrita e inventada más autoridad de la que me daba a mí misma?
Perdido en el montón de cuestionarios que había contestado se encontraba mi poder de tomar una decisión propia. Por fin, a los 28 años, me di cuenta de que, si quería, podía ser distinta de la persona que me habían dicho que era.
Así que salí del clóset… tentativamente. Me registré en OkCupid y contesté las preguntas de personalidad lo mejor que pude. Por fin, en el grupo de citas correcto, usé a mi viejo amigo, el test, como chaleco salvavidas.
Cuando vi a alguien que me atraía, no analicé nuestra compatibilidad en busca de aquellos rasgos en los que no concordábamos, tan solo le envié un mensaje. Tras intercambiar algunos mensajes, me invitó a salir y dije que sí; no porque pensara que debía hacerlo, sino porque hacerlo era el primer paso en la dirección correcta. Dije que sí porque así lo quería.
Mi primera cita con Lydia duró cuatro horas. No fue mi cita más larga, pero sin duda fue la mejor. Cuando nos despedimos, un poco bebidas y muertas de hambre (ambas estábamos demasiado nerviosas para admitir la necesidad humana de alimento), no consulté el internet para saber qué debía hacer después ni quién debía hacerlo. Le escribí un mensaje tan pronto como llegué a mi apartamento.
Seis minutos más tarde, que me parecieron una eternidad, contestó. Salimos de nuevo a los pocos días y luego al día siguiente… y poco después nos veíamos casi todos los días.
Después de varios meses de relación, Lydia sugirió que hiciéramos una prueba de compatibilidad en un sitio web que hacía un pronóstico de la relación con base en la fecha de nacimiento de ambas.
“¡Claro!”, dije, como una tonta.
Como era de esperarse, los resultados me decepcionaron; decían que, aunque mi novia y yo éramos compatibles en el ámbito romántico y nos complementábamos en casi todo, no éramos particularmente adecuadas para formar un matrimonio.
Hay que recordar que esta prueba se basaba únicamente en nuestras fechas de nacimiento. Sin embargo, por poco me arruina la vida.
Lydia me dio unos golpecitos en la espalda. También había aprendido algo: nunca volver a enviarme un enlace con una prueba supuestamente divertida que hiciera un pronóstico sobre el amor. Ambas aprendimos la lección.
En cada paso de nuestra relación, Lydia y yo hemos avanzado y hemos accedido a hacerlo porque así lo hemos querido. No existe una fuente de orientación objetiva ni omnisciente en internet que pueda decirte quién eres ni qué quieres.
Una cosa sí les puedo decir: si tienen una pregunta y, en especial, si se dan cuenta de que llevan haciéndose esa misma pregunta durante cinco años o más, lo más probable es que ya sepan la respuesta.
ACERCA DEL AUTOR:
Katie Heaney es una autora que vive en Brooklyn.
"Would You Rather?", su segundo libro de memorias, se publicará en Estados Unidos el 6 de marzo.