Los abusos sexuales en la Iglesia
Las últimas semanas hemos atestiguado como en nuestro país (Chile)nuevamente el tema de los abusos sexuales perpetrados por miembros de la iglesia ha estado bajo examinación. Sólo considerando este mes de Enero, cuatro noticias de no menor envergadura respecto al tema han salido a la luz pública. Primero, la ONG Bishop Accountability publicó un listado de cerca de setenta religiosos denunciados por abusos sexuales en Chile; segundo, han aparecido nuevos testimonios respecto a los brutales abusos y violaciones sistemáticos realizados por miembros de los hermanos Maristas en el Instituto Alonso de Ercilla; tercero, la Compañía de Jesús ha públicamente reconocido los abusos sexuales realizados en el Colegio San Ignacio; y por último, ha sido fruto de gran polémica la férrea defensa realizada por el papa Francisco durante su visita a Chile al Obispo de Osorno, Juan Barros, acusado de ser cómplice y encubridor de los abusos sexuales perpetrados por Fernando Karadima. Que la Iglesia Católica se encuentra ante una verdadera epidemia de cruda psicopatología en su interior respecto al abuso sexual de menores es una realidad que desborda cualquier intento de minimizar la gravedad de la situación. En ese sentido, una vez que nos recuperamos medianamente del primer shock emocional producido por el horror de los testimonios de las violaciones, vejaciones y crueldades sistemáticas a los que han sido sometidos estos niños y jóvenes, vuelve a surgir la quemante pregunta ¿cómo podemos entender este fenómeno? ¿Qué elementos psíquicos y espirituales permiten y favorecen esta realidad de verdadero horror dantesco al interior de nuestros colegios, comunidades e iglesias?
Permítaseme pues intentar un primer esbozo de respuesta, tentativo e incompleto por cierto, respecto esta situación. Considero que es importante generar una reflexión que intente salir de los polos de la respuesta visceral incendiaria que cae en la generalización simplista (son todos unos pervertidos, ¡crucifíquenlos!) y la burda negación defensiva de tipo paranoide persecutoria (son inventos y difamaciones del marxismo-leninismo, de los “zurdos”, del ateísmo satánico que nos quiere destruir, etc.). No con poca razón el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung afirmaba que cuando nos encontramos con “la realidad operativa del mal” nuestra capacidad de razonamiento se merma considerablemente. Cuando se constela el mal, cuando la psicopatía compartida se actúa de esta manera (como evidentemente se ha actuado, constelado y ejercido al interior de la iglesia), sucede que o nos terminamos identificando con el mal, o damos respuestas emocionales inconscientes abruptas o desesperadamente intentamos apartar la vista de esta realidad en extremo dolorosa. Pero sólo un intento de reflexión y conocimiento sincero de estos aspectos sombríos ejercidos al interior de la iglesia puede constituirse como un sendero que, quizás, nos ayude a la transformación y al aprendizaje. Nos preguntaremos entonces sobre cuales son “elementos psico-espirituales” presentes en estas situaciones de abuso sistemático, con la esperanza que el intento colectivo de reflexionar sobre estas brutalidades y crímenes nos ayude a generar, entre todos, respuestas más efectivas que impidan su repetición futura. Veamos entonces algunos elementos psicológicos y teológicos en torno a esta situación.
Un primer elemento de análisis puede venir de la mano del concepto clínico acuñado por el psicólogo estadounidense John Welwood, “bypass espiritual” (spiritual bypassing), también traducido como “evasión espiritual”. Welwood, que trabajaba clínicamente con personas cercanas al mundo budista, observó la esparcida tendencia entre practicantes de meditación de usar ideas y conceptos provenientes de esa tradición espiritual para “camuflar” o evitar aspectos psicológicos o adaptativos irresueltos. Esto es, problemas de carácter psicopatológico, traumas o heridas del desarrollo evolutivo de las personas, eran cubiertos con un refinado manto de lenguaje espiritualizado y de esta forma eran “bypaseados”. Por ejemplo, un practicante de meditación budista -o alguien cercano al mundo new age si se quiere- que debido a su sobre adaptación infantil tenga serias dificultades con la expresión legítima de la rabia y del poder enfadarse contra alguien marcando limites; muy bien podría abrazar rápidamente la idea de que la ira es una “emoción negativa” y que debe ser trascendida, observada y no expresada (aunque en su caso sea más bien reprimida); y que él o ella debe tener una posición abierta, mansa y humilde frente a sus prójimos, “desprovista de ego”, y así evitar todo tipo de confrontaciones y/o roces vitales con sus cercanos. La falta de autoafirmación vital aquí está motivada inconscientemente no por una genuina y madura espiritualidad, sino más bien por temas irresueltos del desarrollo que se enmascaran dentro de un lenguaje espiritualizado. En el caso de mundo cristiano; y específicamente en el mundo de los agentes pastorales, sacerdotes, monjas y religiosos en general; lamentablemente con mucha frecuencia nos encontramos con personas que padecen de profundas heridas psicológicas -o franca psicopatología- en torno a la vivencia de su sexualidad y que suelen cubrir dichas dificultades bajo un lenguaje cristiano “ casto y piadoso”, que las disimula y que termina encapsulándolas, haciéndolos más proclives a irrupciones anímicas en que terminan actuando dichos conflictos de forma destructiva. A mayor tamaño de la represa, que niega y disocia los problemas sexuales a través de este lenguaje espiritualizante, mayor riesgo de sufrir resquebramientos y dañinas inundaciones.
En línea con lo recién señalado podemos afirmar que pareciera que de parte de la jerarquía de la iglesia aún hay una lamentable ignorancia respecto la importancia del enfrentar adecuadamente aspectos irresueltos de la psicología de sus miembros a través de metodologías que sean pertinentes. Con demasiada frecuencia hay una ‘confusión de niveles” entre temas psicológicos y temas que son de naturaleza espiritual, existiendo una sobre prescripción de métodos religiosos para enfrentar temas de carácter psicológico, los que además son minimizados como “meramente” psicológicos. Entonces si la monja o hermana esta con depresión simplemente debe orar con mayor fe, si el cura habla con su guía espiritual de que tiene pensamientos recurrentes oscuros que le atormentan, debe hacer ayuno y otros ejercicios espirituales de forma más intensa, etc. En ese sentido, pese a que hay intentos incipientes en la iglesia de incluir una mayor consciencia respecto a este tema, aun la formación académica y humana del clero está en deuda respecto al ámbito psicológico (¿pecado de soberbia?). A la luz de los continuos eventos de abusos sexuales, esta formación debiera ser fuertemente revisada y reforzada respecto al acompañamiento clínico que se ofrece a los futuros agentes pastorales.
Una última configuración significativa de índole psicoespiritual tiene que ver con la forma particular de ejercer la labor pastoral, y es que los curas y religiosos están brutalmente solos. Sobre todo aquellos provenientes del mundo diocesano. Personalmente he tenido varios pacientes y alumnos provenientes del mundo pastoral que con abrumadora frecuencia se quejan de estar sobrecargados, estresados y “reventados” por el ritmo y exigencia de su trabajo (considerando la baja sostenida de vocaciones religiosas no con poca frecuencia un sacerdote se le pide hacer el trabajo que antes hacían dos o tres). No hay en ese sentido una política clara de parte de la iglesia de un autocuidado mínimo que sus pastores deban ejercer en el cotidiano. Esto se potencia con un lenguaje de carácter martirial que aspira a una “imitatio christi”, una imitación de Jesús en la que “deben darlo todo por el prójimo” y “negarse a si mismo” en pos de su comunidad. Con frecuencia esto se combina peligrosamente con que precisamente suelen ser objeto de continuas proyecciones e idealizaciones de parte de la comunidad, que los ensalza y pone en un altar sacrosanto debido a su rol y aparente embestidura espiritual (un exalumno sacerdote me contó una vez de una señora de su diócesis le decía “padre, yo lo miro a usted y para mi usted no es otro que Cristo’”. Por más que el sacerdote le trató de hablar y mostrar su cruda humanidad, la señora en cuestión insistía empecinadamente en las características divinas del padre). El estar bajo la constante influencia de estas proyecciones arquetípicas de la comunidad, sumado a las aspiraciones espirituales del clero, a la brutal sobrecarga laboral que muchos sacerdotes padecen y a la falta de espacios de autocuidado, termina configurando un peligroso escenario, caldo de cultivo donde los aspectos menos integrados y más patológicos de la personalidad y humanidad de los sacerdotes y otros agentes pastoral terminan pasándoles la cuenta.
Finalmente veamos brevemente un par aspectos de índole teológica y eclesial que se ponen en juego en facilitar la emergencia de situaciones de abuso sexual al interior de la iglesia.
Primero, es dable de postular que existe un sobre énfasis en la teología de los grupos de poder al interior de la iglesia en una “Cristología desde arriba”. Permítaseme explicar más detalladamente esta afirmación. Una de las aspiraciones teológicas de la fe católica tiene que ver con entender la naturaleza ultima de Jesús. Para tratar de ser sintéticos, se ha afirmado dogmáticamente que Jesús tiene una naturaleza completamente humana y divina a la vez. Para el mundo católico Jesús es verdaderamente el hijo de Dios, siendo uno con el padre. Por tanto, su naturaleza espiritual-divina es completa. Al mismo tiempo, Jesús también fue completamente hombre, y vivió en un tiempo y contexto histórico determinado. Él creció, vivió, padeció y amó como un humano completo. Sin embargo, con no poca frecuencia se le ha criticado a parte importante de la religiosidad católica un sobre énfasis en la naturaleza divina de Jesús en desmedro de su humanidad, sintiéndose particularmente a gusto con representaciones religiosas propias de este lenguaje. A Jesús se le simboliza y reza como un Jesús-divino, como Jesús Cristo Rey, como un Jesús juez de los hombres; y se pierde de vista al Jesús-hombre, al Jesús-amigo-de-los-marginados; lo cual es particularmente evidente en la religiosidad de los grupos de poder dominantes. Lo problemático es que una cristología que parte del Jesús divino y que pierde de vista el Jesús humano e histórico, suele traer consigo un lenguaje espiritualizante que con desesperación quiere alzar su rostro a los cielos, a la vez que suele despreciar, explícita o implícitamente, la realidad del mundo. Esto por cierto ha implicado además una concepción sobre el estatuto espiritual de la materia y cuerpo que, paradójicamente, termina no siendo congruente con las consecuencias del mensaje cristiano que se desprenden de la encarnación. Para este pensamiento teológico, el mundo concreto y material queda polarizado y tensión contra el mundo espiritual, realizando una valoración negativa del primero. Este dualismo sutil (cuasi gnóstico diríamos) es ciertamente una de las cosas que explica cómo el mundo católico ha llegado a valorar la carne, y con ello la sexualidad, como “fuente del pecado”. En términos psicológicos, y siguiendo en ello lo afirmado por Jung, lo despreciado y rechazado termina aquí cargándose energéticamente y comienza a operar desde lo inconsciente, desde lo sombrío. Y no es casual entonces que parte importante de la sombra espiritual de la Iglesia haya sido durante centurias, el mundo de la materia, de la sexualidad y de lo femenino; todo aquello que además va tomando una cualidad amenazante sombría, que se “demoniza”, y se la hace fuente del mal en oposición a la realidad sagrada e inmaculada del reino espiritual (que está en los cielos). No esta demás volver a afirmar que esto no da cuenta lo que el mensaje de la encarnación quiere significar teológicamente respecto al estatuto ontológico y revelatorio de la realidad sagrada del mundo y el cuerpo. Ni menos con lo que enseñó Jesús en su ministerio. Afortunadamente esta es una discusión académica que con fuerza ha sido puesta sobre la mesa de la mano de la teología del cuerpo, la ecoteología y los movimientos feministas teológicos y de liberación, propios del S XX al interior de la iglesia. Sin embargo, mucho camino queda aun en la iglesia para que pueda reinventar o redescubrir una valoración teológica distinta del cuerpo y la sexualidad, si queremos llegar a evitar la epidemia de abusos sexuales en su interior.
Por último, me gustaría nombrar someramente el problema del funcionamiento estructural de la iglesia, pues ha quedado bastante claro en las últimas décadas que la iglesia ha tenido procedimientos internos para abordar los casos de abuso que no sólo han sido inadecuadamente proteccionistas con los victimarios, sino que además han favorecido la mantención de los abusos sexuales. Sin embargo, es bueno puntualizar que no siempre la iglesia operó desde una perspectiva tan funcional a los crímenes de abuso sexual perpetrados por el clero. Es más, durante muchísimo tiempo el derecho canónico fue particularmente duro respecto a las sanciones que se le imponían a aquellos que cometían abusos sexuales infantiles, incluyendo entre sus penas entrega la ley secular, excomunión, pena de muerte, exilio y prisión perpetua. Por el contrario, es en el siglo XX donde han existido más medidas que han favorecido el encubrimiento de las atrocidades realizadas por el clero. Un hito significativo de estas políticas “proteccionistas” la aprobó Juan XXIII, en plena época conciliar, en la polémica “crimen sollicitationis”. En dicho documento se dan instrucciones para abordar casos de clérigos acusados de cometer abuso sexual infantil, entre otros. Parte importante de la polémica tiene que ver con la recomendación explicita de guardar estricto silencio y confidencialidad, bajo amenaza de excomunión, respecto a mencionar los sacerdotes involucrados, de forma tal de asegurar el total control interno de los procesos. Huelga decir, que esto ha favorecido el encubrimiento y la impunidad penal de muchos sacerdotes que han cometido crímenes de abuso sexual. De la preocupación de la iglesia por las víctimas, ni una palabra en el documento.
Afortunadamente hoy en día se ha avanzado bastante respecto al tema. El nuevo protocolo para abordar los casos de abuso sexual creado por el episcopado chileno hace un par de años atrás, es una buena señal, que apunta en una dirección saludable de transparencia, responsabilidad y prevención. Sin embargo, es importante crear consciencia de que mucho trabajo estructural interno falta al respecto, y que siguen habiendo tensiones y contradicciones entre el viejo encubrimiento y la autodefensa de la iglesia, y el intento de salir de estas dinámicas patológicas institucionales. Mismas tensiones y contradicciones internas que quedaron en evidencia en el propio papa Francisco en su reciente paso por Chile respecto su forma de abordar la cuestión de los abusos sexuales a menores.