No seré el primero en decirles que las calles de La Habana son adictivas. La ciudad es tremendamente fotogénica y no necesita filtros. Nuestro Airbnb se encontraba en El Vedado, un barrio residencial engañosamente tranquilo de mansiones avejentadas que también tiene algunos de los pocos centros nocturnos más bulliciosos y la Fábrica de Arte Cubano, una vieja fábrica de aceite de cocina que se ha convertido en un complejo en expansión de artes multidisciplinarias con un excelente restaurante, El Cocinero, en el techo. La noche en la que lo visitamos había un desfile de modas, un concierto y la inauguración de una galería, todo en el mismo lugar. Los cubanos son ingeniosos cuando se trata de adaptar lo que ya existe para convertirlo en algo más maravilloso que la suma de sus partes.
Caminamos desde El Vedado. Caminamos por el malecón, donde los jóvenes salen a ver y ser vistos mientras las olas rompen contra el espolón de la ciudad. Caminamos por la parte ruinosa del centro, “la verdadera Habana”, como mucha gente dice. Todos estaban en casa por las vacaciones; el ambiente era de fiesta. Logramos esquivar el agua que arrojaban de los balcones. Había hombres que arreglaban autos. Autos que arreglaban hombres. Paseamos por el callejón de Hamel, un callejón convertido en capas de códices de arte urbano afrocubano de Salvador González, en el que se pueden ver bañeras con inscripciones incrustadas en los muros, coloridos murales dedicados a la danza. Pasamos junto a la aglomeración jubilosa de un festival callejero de rumba.
¿Acaso se celebra un festival de rumba todos los días? No me sorprendería.
De hecho, los habaneros son de las personas más animadas que he conocido. Los ciudadanos de muchos de los países socialistas y postsocialistas que he visitado suelen irradiar un cinismo cuidadosamente perfeccionado (basta ver el perfecto ceño fruncido de la empleada de la escalera mecánica en el Metro de Moscú). Los cubanos son todo lo contrario. No es que se cieguen ante los problemas de su país, pero no hay tiempo de deprimirse porque… ¡hay un festival callejero de rumba! (y un auto que arreglar, un apartamento que rentar, hay que conseguir huevos…).
Hasta Jesús sabe de qué se trata. El Cristo de La Habana es una estatua que mide 20 metros de alto, en mármol de Carrara, que mira la ciudad desde la cima de una colina al otro lado de la bahía.
“En Río, su Jesús es así”, dijo nuestro guía, levantando los brazos. “En Cuba es más bien así, con un mojito y un puro”. La bendición cubana.
Todo el tiempo había gente que no conocíamos que iniciaba conversaciones con nosotros: “¿De dónde vienen?”. La gente sonreía cuando les decíamos. “Por favor, díganles a todos que Cuba es hermosa. Sin mafias ni guerra. Solo mojitos y salsa para bailar”. Llevándose la mano al estómago, nos daban una muestra de baile, con el dedo del pie dibujando remolinos con pericia sobre el suelo.
Como visitante en esta isla maravillosa, seguimos el ejemplo del Cristo de La Habana y tomamos nuestra cuota de mojitos que pasaban por nuestra garganta como agua. La comida fue poco memorable, casi en su totalidad, pero no es por eso por lo que uno viaja a Cuba. Uno viene para que lo transporten a otra era. Para bailar, dibujar remolinos con los dedos de los pies sobre el suelo. Para echarse un clavado en la mezcolanza de arquitectura colonial y art decó, reflexionar sobre los murales callejeros tristes y ajenos de Yulier Rodríguez, escuchar historias sobre un mundo paralelo, un mundo que comienza lentamente a fundirse con el propio.
También se viene a la isla por los sonidos. La Habana es la tierra de los sonidos. Nunca había ido a un lugar cuya identidad estuviera tan entretejida con su huella auditiva. El pum-pum gutural de los Cadillacs de ocho cilindros construidos antes de que mi padre naciera; el océano que se alza y la olas que rompen en el malecón como el llanto de un recién nacido; el compás de los timbales que se deja oír en el bar del otro lado de la calle, tin-tin, tin-tin-tin; los pies que se arrastran en el suelo del hombre que te enseña a bailar salsa en la banqueta; el arañazo monótono de una escoba en un umbral; el estallido seco de los cañones ceremoniales que se disparan cada tarde desde la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña; el dulce tintineo de los hielos en el mojito de piña más delicioso que hayas probado.
No pude evitar pensar: “¿Podría esta combinación de reverberaciones ser en realidad el sitio de esos ataques sónicos?”. Antes de partir hacia Cuba había escuchado una breve grabación de audio de lo que esos diplomáticos supuestamente escucharon. Era un tormento para el oído, como una nube de cigarras drogadas. Un campo minado acústico de un aleteo agudo. Me atravesó la conciencia, aplastó mi espíritu, cerró en mí toda posibilidad. El sonido puede ser terrorífico.
También puede ser hermoso. Nuestra última noche en La Habana fuimos a ver al eterno Roberto Fonseca y su banda Temperamento en el famoso club de jazz La Zorra y El Cuervo. Para entrar, hay que esperar en fila antes de descender a través de la réplica de una cabina telefónica roja británica hacia un pequeño sótano.
Fonseca y los miembros de su banda llegaron despacio, uno por uno, saludándose entre sí, probaron sus instrumentos, los aires y la atmósfera. No había prisa. La música no comenzó sino hasta pasadas las once de la noche. Sin embargo, cuando la primera nota se escuchó, todo pareció desvanecerse: la ciudad, la isla, el mar, el mundo. Estábamos flotando. El baterista era humilde, incorruptible, generoso. Iba y venía dejándose llevar enteramente por Fonseca, quien tocaba todos los acordes de su teclado como una gacela. El percusionista de la conga, cuando por fin llegó su turno, dejó escapar una avalancha de ritmos tan espectacular que los átomos en la habitación comenzaron a estremecerse y se separaron. Díganme, ¿hay algún instrumento más extático que la conga?
El jazz, cuando es bueno, hace que todas las posibilidades parezcan posibles. Es así como cualquier cosa que se interprete en ese momento se siente perfecta, intensamente verdadera. Es tal como se suponía que debía ser. Cuando la canción llegó a su fin, el mundo se apresuró a volver, cambiado e intacto.
Estábamos en Cuba… todavía. Dejamos escapar un suspiro y comenzamos a aplaudir.
ACERCA DEL AUTOR:
Reif Larsen es autor de las novelas "I Am Radar" y "Las obras escogidas de T. S. Spivet", que se adaptó en el largometraje "El extraordinario viaje de T. S. Spivet".