Jesucristo llegará en mayo y los aliens en diciembre
RUBÉN DÍAZ CAVIEDES
Durante el día de ayer y la jornada de hoy jueves la Tierra está sufriendo los efectos de una tormenta geomagnética y con la ocasión no ha faltado quien alerte de la inminencia del fin del mundo. El fenómeno no es nada que no se esperase o que no haya ocurrido cientos de veces en la historia de nuestra civilización, pero en 2012, el año señalado para que la vida humana toque a su fin, la carencia de antecedentes parece ser lo de menos.
La tormenta geomagnética más potente de la que se tiene constancia ocurrió en 1859, no obstante, y produjo auroras boreales y australes visibles desde el ecuador, pero nada más. Estas perturbaciones se originan con la eyección de masa solar, que interactúa con el campo magnético terrestre al azotar nuestro planeta, y tienen lugar con mayor o menor frecuencia e intensidad según el sol experimenta sus ciclos de actividad. El último pico se registró en el año 2000 y el siguiente se prevé a lo largo de 2012.
El año del fin del mundo
Jesús regresará en mayo precedido de terribles catástrofes
Eso, lógicamente, si conseguimos llegar a fin de año. Las maneras en que el mundo va a acabar en 2012 son muchas más de las que cabría esperar. Según Ronald Weinland, por ejemplo, Jesús regresará el 27 de mayo de este año precedido de terribles catástrofes. Y los polos, según otros, podrían fundirse en verano anegando de agua salada los principales bastiones de nuestra civilización. La mayoría de las predicciones, no obstante, apuntan a finales de año, entre el 20 y el 23 de diciembre y en particular, a la noche del 21. Una fecha que pasará a la posteridad, en caso de que la hubiera, como la del mayor fiasco de la historia reciente.
Jugando con los tiempos verbales podemos decir que el mundo, en realidad, ya ha ido a acabarse en otras ocasiones. La excusa en este caso es que con el solsticio de invierno de 2012 –el 21 de diciembre a las 12:12 de la mañana, hora española– acaba un ciclo de 5125 años en el calendario maya de cuenta larga, a la postre el último que los mayas se molestaron en calcular porque después, rezaba su credo, el mundo experimentaría una renovación o transformación que daría al traste con la vida tal y como la conocemos. En ocasiones anteriores el mundo se iba a acabar por culpa de eventos que después resultaron de lo más prosaico, como el efecto 2000 o el cambio de milenio a finales de 2001.
Un surtido catálogo de posibilidades
Escatologías, que es como se denomina a la literatura que predice el final del mundo, hay tantas como queramos. La civilización mesoamericana señaló el qué y el cuándo, pero no el cómo, y los convencidos de que la humanidad se va al traste porque lo dijeron los mayas –acompañada o no de su planeta, cuando no de todo el universo– tienen vía libre para apostar cada cual por su propio caballo. Desde el cataclismo a escala cósmica al regreso de un mesías pasado por la invasión alienígena o el holocausto nuclear, no hay posibilidad por remota o extravagante que sea que no tenga ya su preceptivo gurú.
Después vienen los apocalipsis más convencionales, como la invasión extraterrestre o la robótica
Una de las más llamativas es sin duda la de Nibiru, un supuesto cuerpo celeste de origen babilonio recuperado y teorizado para la paranoia colectiva por el escritor azerbaiyano Zecharia Sitchin. Según él, Nibiru, una estrella tipo enana marrón, estaría atrapada por la gravedad del sol en una órbita sumamente excéntrica que lo atraería al Sistema Solar interior cada 36000 años. Como pruebas aporta el calendario maya, por supuesto, la desaparición de la Atlántida –se sobreentiende que para ello tuvo antes que aparecer– y la existencia del Cinturón de Asteroides, restos según él de un planeta vecino ya destruido por Nibiru. Otros autores ponen a Nibiru en continuidad con el Planeta X y hasta con Hercóbulus, un planeta gigante ideado por el abogado y médium brasileño Hercilio Maes que iba a destruir la civilización en 1999 aunque al final, como el lector habrá notado, todo parece indicar que tal no llegó a ocurrir.
Otras teorías sobre el cataclismo cósmico tienen más sustento o son, de hecho, teorías científicas no contrastadas, pero perfectamente legítimas. Una de ellas es la hipótesis de Némesis, enunciada por los astrónomos Richard A. Muller, Piet Hut y Mark Davis, que sostiene que nuestro sol forma parte de un sistema estelar binario cuya otra estrella, de nombre Némesis, interferiría con la Nube de Oort, que rodea nuestro sistema solar, y lanzaría sus asteroides hacia nuestro vecindario planetario una vez cada 26 millones de años. Otra es la hipótesis de Shiva, dios hindú de la destrucción, formulada por Michael Rampino. Refiere la posibilidad de que nuestro sistema solar efectúe pasadas por el plano medio de la galaxia en ciclos de entre 26 y 30 millones de años, atravesando espacios más densamente poblados de cuerpos celestes que someterían a nuestro planeta a un pequeño bombardeo. Ambas teorías disfrutan de escaso consenso científico y han sido propuestas para explicar la aparente periodicidad de las grandes extinciones biológicas en la Tierra. Ocurre que, por supuesto, hay quien ha escrito libros asegurando que estos eventos celestes no son hipotéticos, sino reales, y que acaecerán en 2012.
Y después vienen los apocalipsis más convencionales, como la invasión extraterrestre o la revolución robótica, donde podemos encontrar supuestos verdaderamente peculiares. Uno de ellos es la llamada plaga gris –una invasión de nanorrobots autorreplicantes que consumirían la biosfera como si se tratase de una infección–, desarrollada a partir de las teorías sobre nanotecnología expuestas por Eric Drexler en su publicación de 1986 Engines of Creation. Según otros, la organización Wikileaks incluyó en algunas de sus revelaciones la advertencia que un científico del instituto SETI –Search for Extra Terrestrial Inteligente, adscrito a la NASA– emitiese en 2011 acerca de tres gigantescos platillos volantes que se aproximan a nuestro planeta. En marzo de este año serán visibles desde la Tierra con la ayuda de un telescopio doméstico y su fecha de llegada a la Tierra se calcula sorprendentemente en diciembre de 2012.
Muchos de estos relatos se remontan a civilizaciones pasadas como fuente argumental
El último gran escenario de nuestro fin no requiere máquinas, naves o asteroides; será la propia naturaleza la que decida deshacerse de nosotros. Las teorías son de nuevo variopintas, pero una que resuena especialmente es la del supervolcán de Yellowstone. Según su ciclo debería haber entrado ya en erupción, pero parece poco probable que lo vaya a hacer precisamente este año. La mayor en la Tierra en los últimos 5.000 años ocurrió en Nueva Zelanda en el año 181 de nuestra era, con que la estadística parece jugar de nuestro lado. Similar ocurre con el deshielo, el cambio climático o el efecto invernadero: riesgos todos reales cuya concatenación repentina, simultánea y en 2012 parece, en principio, la última de las posibilidades.
Reflejo de nuestros miedos
“La leyenda apocalíptica nace de nuestro miedo al futuro”, declara a El Confidencial Rafael Menéndez-Barzallana, autor escéptico y profesor de la Universidad de Murcia. “Hay una tendencia en ciertas personas a valorar la sabiduría de los antiguos y desdeñar el conocimiento del presente”, lo que explica que muchos de estos relatos desoigan la evidencia científica y se remonten a civilizaciones pasadas y hechos históricos remotos como fuente de argumento. También apunta que en el pasado, los apocalipsis eran de origen estrictamente divino y se debían casi indefectiblemente al pecado del hombre, mientras que hoy muchos parecen tener un origen casi natural o ecológico. Cada persona tiene sus propias motivaciones para enunciar o seguir el discurso apocalíptico, pero “a nivel social pesan especialmente nuestros sentimientos de culpa colectivos”, según Barzallana.
El profesor recomienda enfrentarse a estos discursos apocalípticos “con escepticismo y pensamiento crítico”. No se trata de dudar de todo “como se hacía antiguamente”, nos dice, “pero sí de aquello que contradiga a la ciencia convencional o que ofenda al sentido común con un simple vistazo”. Y ante la preocupación, documentarse. “No en internet o sí, pero con cautela”, aclara, “porque la información no tiene por qué ser objetiva”. Y sobre todo, adoptar una aptitud sana ante la duda para no tener que acudir a relatos inventados por terceros. “No hay que tener miedo a nuestra propia equivocación”, advierte. “La duda es un derecho fundamental de cualquier persona”.