Cuba, la transición corta
Cuba. 26 de noviembre de 2017. Inicio de la transición corta: la transición en el poder. Esta concluye el 19 de abril de 2018 con la instalación de la nueva Asamblea Nacional y del nuevo Consejo de Estado. Con ello se verificará la primera circulación en la élite, no de las élites, en 59 años. Culmina así un ciclo electoral, alejados de un cierto temor: el de la transferencia dinástica. La propuesta hecha en algún momento por el expresidente español Felipe González a Fidel Castro de que creara una monarquía y democratizara el Estado no se impondrá, con buena fortuna.
Digamos que se inaugura una línea de sucesión institucional que desaprovecha el instante para la apertura suave hacia la democratización de Cuba, en sintonía con la matriz electoral latinoamericana. Con las elecciones municipales del 26N el Gobierno perdió una oportunidad para moverse, al menos, de la “democracia total”, nuevo concepto acuñado por la Comisión Nacional Electoral de la isla, hacia el autoritarismo competitivo que practican algunos de sus mejores aliados; situándose un peldaño por detrás del consenso compartido entre las democracias consolidadas, las democracias emergentes y los autoritarismos globales: el reconocimiento del pluralismo político. Solo Cuba y Corea del Norte deciden situarse con alegría en la pre modernidad política. En nombre del futuro.
Cuando el régimen cubano hace estallar la ley electoral impidiéndole a más de 170 candidatos independientes, 156 de ellos presentados por la Plataforma #Otro18, abrir el juego de la alternancia del poder local, escasamente simbólico por cierto, deslegitima al gobierno que viene de un modo que daña en el mediano y largo plazos lo que podríamos llamar su gobernabilidad revolucionaria. Sin imaginación política, las autoridades pretendieron para el nuevo rostro post Castro el entusiasmo revolucionario del voto total. Solo consiguieron el voto mayoritario consustancial a las democracias, pero sin el reconocimiento a las minorías que es exigible a una democracia sin rodeos.
Y un gobierno que debuta debería hacerlo sobre una doble legitimación: la de la ley y la de las mayorías seguras. Una minoría estabilizada, pero no reconocida, de más de 2 millones de electores que de un modo u otro expresaron su hastío en o de espaldas a las urnas, en un padrón electoral de poco más de ocho millones, hace débil o insegura la mayoría obtenida en unas votaciones que, en términos cubanos, resultaron históricas para las opciones democráticas. ¿La paradoja?: los que siguen en la línea institucional del poder habrían obtenido una legitimidad fuerte (el respeto de la ley más la transparencia de las mayorías auto constituidas) si se hubieran abierto a la competencia política. En su ausencia, sus problemas políticos no han hecho más que comenzar.
Sin embargo, esta transición en el poder habría que mirarla de cerca. La llamo transición porque pone fin a varias prendas fundamentales para facilitar la transición política hacia la democracia. Adiós, en primer lugar, al carisma místico de la revolución: se cierra el mecanismo de envoltura retórica para excusar los fracasos del experimento revolucionario; se secan, en segundo lugar, las fuentes para un estilo de gobierno que usa el presente para dictar desde el pasado, obligando a gobernar a partir de ahora en el presente, para el presente y hacia el futuro; alcanzan relevancia, en tercer lugar, las herramientas constitucionales e institucionales del poder y, en cuarto lugar, pero no menos importante, se recupera la figura republicana del primus inter pares (primero entre iguales), con todo su impacto simbólico, incompatible con esa figura impuesta en la vida política cubana por la ambigüedad revolucionaria, y que por pereza y control estatal del lenguaje llaman Generación Histórica. La que aún manda por derecho épico.
Para el nuevo gobierno solo existen desafíos. Y no hace una buena entrada al futuro. La atención mundial justificada por el cambio estético del poder, que empieza por disolver la identidad entre un apellido y una nación, oculta un hecho: la tercera generación después de 1959 ascenderá al primer plano sobre una regresión política, la destrucción del principio del sufragio universal. A más de 400 cubanos se les negó, manu militari, el derecho de elegir y de ser elegido. Un ataque profundo a la única conquista de la modernidad política que funda y visibiliza a los ciudadanos.
El demonio en los detalles. ¿El detalle aquí? Bueno, para Cuba, un territorio que se recupera para Occidente, es imprescindible el reconocimiento a la soberanía ciudadana. El liderazgo post 19A necesario para reconstruir un país, completar una nación y modernizar al Estado, todo en medio de una crisis giratoria, demanda que la transición corta se conecte con esa transición larga, camino de la democracia, que se está produciendo desde mucho antes en la sociedad cubana, donde la figura pasiva del revolucionario cede su lugar a la figura activa del ciudadano.
Manuel Cuesta Morúa es portavoz de Arco Progresista