“La religión y el dinero”
El conocido historiador de la cultura religiosa de la Antigüedad, el profesor Peter Brown, en su reciente y conocido estudio sobre la riqueza y la construcción del cristianismo en Occidente (Por el ojo de una aguja, Barcelona, Acantilado, 2016), ha estudiado detenidamente y a fondo cómo se produjo el asombroso enriquecimiento de la Iglesia primitiva en los años en los que se vivió más intensamente la transición de la Antigüedad a la Alta Edad Media. Concretando más – a juicio del citado Peter Brown – estamos hablando de los años que transcurrieron desde finales del siglo IV hasta comienzos del siglo VI.
En aquel tiempo se produjo un fenómeno de unas consecuencias inimaginables. Por supuesto, la Iglesia dejó de ser “un ejército de desheredados”, como lo había sido en los siglos II y III (E. R. Dodds). Pero el paso decisivo consistió en que aquella Iglesia, que se enriquecía con notable rapidez, supo armonizar la riqueza económica con la espiritualidad. Es decir, desplazó el cristianismo desde el Evangelio hasta convertirlo en “mera religión” (cf. Max Horkheimer). Como indica el profesor Brown, quizá se pueda decir que así “los budistas y los cristianos tal vez hayan encontrado el modo de llegar a una solución común”.
¿Qué tipo de solución? Tanto los budistas como los cristianos sabían que quienes comían con el diablo de la riqueza necesitaban una cuchara larga. Sin embargo, quizá era precisamente la longitud de la cuchara lo que les daba una ventaja. El ideal de despego de las cosas mundanas dejó a la riqueza sin glamour, pero no la hizo desaparecer; de hecho, reforzó sutilmente la idea de que la riqueza tenía una razón de ser: estaba allí para usarla, para administrarla con eficacia y sensatez en beneficio de la Iglesia.
Así, el “giro decisivo” – en la historia de la Iglesia – no se produjo en el s. XI, en los pontificados de León IX (1049-1054) y Gregorio VII (1073-1081) (Y. Congar), sino mucho antes. Ya, en el s. V, se produjo el “giro determinante”. Porque el cambio, que lo modificó todo, no tuvo su clave en el ejercicio del poder para el gobierno de la Iglesia. Ese cambio estuvo en el desplazamiento del Evangelio a la Religión. Es decir, cuando lo que define a un cristiano no es ya el “seguimiento” de Jesús, sino la “observancia” de lo sagrado (templo, sacerdotes, rituales…).
Todo esto, como es lógico, representa tener un personal “profesionalizado”, unos edificios, centros de estudio bien cualificados. Todo esto, además, dotado de un “poder sagrado”, que conlleva y se traduce en una serie de poderes jurídicos, sociopolíticos, económicos, doctrinales, etc., que necesitan mucho dinero, mueven abundante riqueza y justifican manejar importantes capitales.
Las consecuencias, que todo esto ha motivado, legitima y justifica son bien conocidas. La más importante, de esas consecuencias, es que, si se aceptan estos cambios y se consideran intocables, la Iglesia no tiene más remedio que vivir, en cosas muy fundamentales, en contradicción con el Evangelio. Por supuesto, la Iglesia se esfuerza y trabaja incesantemente por estudiar, comprender y explicar el Evangelio. Pero no puede vivir en coherencia con él. Ni puede ser consecuente con lo que el Evangelio enseña.
Concretamente, Jesús prohíbe a los apóstoles llevar dinero para anunciar el Evangelio (Mt 10, 9-10 par). Jesús estaba persuadido de que el dinero, no sólo no es necesario para hacer presente el Evangelio. Además de eso, si Jesús prohibió a los apóstoles llevar dinero, eso nos viene a decir que – a su juicio – el dinero es un impedimento para anunciar su mensaje.
Por lo demás, en la sociedad de todos los tiempos y más aún en la cultura en que vivimos, tener y manejar dinero es un condicionante que lleva consigo estar de acuerdo con los poderosos y adinerados, con el gran capital y con los medios, instituciones y procedimientos que utilizan los ricos y acaudalados para mantener y acrecentar su riqueza. Si la Iglesia es una institución rica y prepotente, ¿cómo va a tener libertad para decir a los ricos y prepotentes lo que les tendría que decir?
Y quede claro que aquí no vale el argumento de la caridad y la limosna, que la Iglesia practica en abundancia y con notable generosidad. Pero no olvidemos nunca que las desigualdades e injusticias, que tanto abundan, no se resuelven con limosnas, sino con la justicia y el derecho. Vivir “de limosna” es una de las cosas más humillantes que hay en la vida. Lo que necesitamos es un mundo más justo e igualitario.
Por todo esto, por lo que estoy diciendo, ¿cómo nos va a sorprender o escandalizar el hecho de que la Iglesia se calle ante tantos escándalos de corrupción como los que estamos viendo y soportando? ¿Quién puede exigir a los demás lo que él mismo no practica? ¿Por qué el actual obispo de Roma, el papa Francisco, está teniendo las más fuertes resistencias, no de parte de las masas populares, de los pobres, de las gentes marginales, sino de los prepotentes de este mundo y, sobre todo, de una notable parte del clero y de la Curia Romana?
Aceptemos, de una vez para siempre, que mientras la Iglesia no se ponga a vivir el Evangelio, de forma que todo el mundo lo vea y lo palpe, esta Iglesia nuestra tendrá buenas relaciones con los poderes públicos y con los más poderosos de este mundo, pero por eso mismo vivirá como una institución religiosa, que difícilmente podrá estar, en este mundo, como lo que realmente tiene que ser, el “recuero peligroso” de Jesús.