¡OH, LA HABANA!
En un reciente documental realizado por la cadena de noticias CNN, Eusebio Leal, historiador de La Habana, explica la casi milagrosa recuperación de La Habana Vieja. Debemos aclarar que esa parte de la capital cubana apenas abarca unos cinco kilómetros cuadrados. La Oficina del Historiador de la Ciudad ha ido más allá de lo que era la ciudad intramuros; se ha extendido en los últimos años a emblemáticas edificaciones del Paseo del Prado, el Malecón y residencias colindantes.
Lo interesante de la entrevista a Eusebio —cuyo nombre significa piadoso, en griego— no es su obra, ampliamente conocida en Cuba y en el resto del mundo, sino que, enterado de que habla para un medio estadounidense seguido por millones de hispanos, ha deslizado dos o tres "pistas" de cómo opera el "milagro" en una sociedad totalitaria, condenada al fracaso económico y social.
Leal cuenta el origen de la trasmutación de las ruinas en palacios habitables: viajaba a Cartagena de Indias con el difunto Fidel Castro, y este, al contemplar una ciudad muy parecida a La Habana, con su muralla y antiguos edificios excelentemente conservados, preguntó al historiador qué se podía hacer por La Habana. Leal, inmediatamente, pidió autoridad e independencia total del Gobierno.
Eusebio, hombre astuto, tenaz, no estaba muy desubicado. Cuba es una isla de feudos en un gran reino. Una corte llamada Buró Político es quien decide, junto al monarca, qué condado o marquesado puede otorgarse a cada súbdito. El historiador no estaba pidiendo más que lo que antes había sido concedido a Alicia Alonso con el Ballet Nacional, al doctor Eduardo B. Ordaz en el Hospital Psiquiátrico de la Habana y a otros de una lista no muy larga.
Ellos sabían que sus obras solo podrían florecer si eran separadas de un Estado controlador y mediocre, plagado de envidiosos y traidores. De tal manera, Leal hizo de la Oficina del Historiador un mundo aparte, alejado de toda contumacia vulgar e interventora, algo que aún no ha sido perdonado, y explica la situación actual.
Quienes vivíamos en la capital por esos años fuimos testigos de algo inusual. La llamada Oficina del Historiador ponía carteles donde había una casona colonial semidestruida. Explicaba así la historia y la obra en proceso de restauración. Al mismo tiempo, una decena de restaurantes, reservados entonces para extranjeros que pagaban en moneda convertible, ofrecían menús desaparecidos de la dieta del cubano común. Indignaba aquello.
Algunos habaneros empezaron a tolerarlo: al lado de los espacios de apartheid, Leal creaba obras sociales y hacia habitable una porción de La Habana Vieja que, como si hubiera tenido encima una pátina de mugre, comenzaba a lucir su antiguo donaire.
Otra concesión de mercado arracada al Máximo Líder fue la propaganda. Eusebio y los asesores —escogidos entre jóvenes de muy alta calificación profesional y humana— tuvieron su propia estación de radio —excelente, por cierto—, y un programa de televisión donde el narrador Leal, sutil como el que más, contaba la historia de una calle, una farmacia, un edificio colonial, y al mismo tiempo anunciaba la pronta recuperación y apertura al público. Andar La Habana ha sido uno de los programas televisivos de mejor factura en los últimos 30 años en medio de la escasez de buen gusto y verdad histórica.
Por último, el director de la Oficina del Historiador introdujo con su discurso místico-grandilocuente un modo diferente de comunicar, un verbo más humano, desideologizado, conciliador. Nadie antes de Eusebio se atrevió a hablar en la televisión de santos e iglesias, de antiguos restaurantes y bares norteamericanos desaparecidos, de fastuosas residencias pertenecientes a familias de exiliados cubanos.
Se puede acusar al "piadoso" de oportunista. Del mismo modo que el extinto líder sabía aprovecharse, para su reputación, de alguien que dijera curar la retinosis pigmentaria. Una relación simbiótica: ambos se necesitaban. Al final, parece decirnos el historiador, queda la obra. Y como buen cristiano que presume ser, sugiere que por esa obra deberá ser juzgado y salvado para la eternidad.
Eusebio más que todo, y La Habana restaurada es testigo, demuestran el absoluto fracaso del sistema comunista, que en el trópico ha alcanzado tonos de tragicomedia. Toda la estructura del negocio eusebiano descansa en el principio de la Doctrina Social de la Iglesia: tanto control como sea indispensable, tanta actividad económica privada como sea necesaria. Solo así es posible ofrecer una maternidad decente, una escuela funcional, un hogar de ancianos sin moscas ni viejitos emaciados.
Dinero es lo que lamenta Eusebio no haber tenido suficiente para ampliar las obras de restauración a otros lugares de la capital cubana. El historiador deja que nos interroguemos con honestidad: sin ese feudo privado-comunal que fue la Oficina del Historiador, oasis capitalista y solidario en medio de la ciudad, ¿hubiera sido posible la recuperación del patrimonio colonial y republicano de La Habana?
Quienes nacimos, crecimos y vivimos en La Habana quizás tengamos una enorme contradicción entre admirar al hombre que nos descubrió un mundo desconocido al cual pertenecíamos por derecho natural, y el otro individuo que, para lograrlo, hizo concesiones a quienes por sus actitudes, parecían odiar nuestra ciudad hasta entregarla hoy día a quienes no la podrán querer jamás.
Para muchos que hoy peinamos canas, Eusebio Leal fue quien nos hizo comprender los versos del poeta Lezama Lima cuando escribió que nacer en La Habana era una fiesta innombrable. La capital cumplirá cinco siglos de fundada el próximo año. Al estar en pie todavía le dice a los hombres, a los tiranos que se abrazan como hermanos, a quienes la quieren y a quienes han hecho todo lo posible por destruirla, por obra u omisión, que todavía está ahí, como la Puerta de Alcalá de la canción, viendo pasar el tiempo.
FRANCISCO ALMAGRO DOMÍNGUEZ