MUCHACHOS DE ALQUILER EN LA HABANA
Cae la tarde en La Habana y la acera del cine Payret comienza a llenarse de jóvenes que alquilan sus cuerpos. Muchachos y muchachas que se venden por casi nada. Una hora de placer, tal vez una noche o todo el tiempo de lujuria que demande el que paga.
Según va cayendo la noche, la multitud de chicos crece y además la competencia. Si se acerca un grupo de turistas, se preparan a la conquista, se arreglan las ropas, sacan cigarrillos, piden fuego, sonríen, se insinúan. Están dispuestos a hacer cuanto les pidan.
A los cubanos se les cobra menos, a los “yumas” un poco más pero practican el regateo si han pasado muchos días sin ganar lo suficiente. Deben comer y pagar el alquiler. Tienen que comprar los documentos que les permitan permanecer seis meses en La Habana, además de sobornar al policía para que no los detenga por acosar al turista, han de pagar por estar allí, “luchando”, si no los regresan a sus provincias y estando tan lejos no hay mucho qué hacer para soñar que algún día dejarán de alquilar o vender sus cuerpos.
A diferencia de La Rampa, en el corazón de El Vedado, o de las discotecas de Miramar, la acera del Payret y las del Parque Central son las zonas de prostitución más baratas de La Habana.
Allí confluyen todos: los turistas, que se retratan frente al edificio del Capitolio, donde alguna vez funcionó el Senado de la República; los cubanos de a pie que esperan largas horas la llegada de un autobús que los regrese a casa después de una jornada de trabajo tan extenuante como la espera; otros, los que tienen algún dinero, entran y salen de las tiendas o hacen filas a las puertas de algún restaurante de moda.
Parece una multitud homogénea pero son grupos bien definidos: los que tienen, los que tienen poco y los que esperan tener suerte esa tarde o bien entrada la noche.
Para venderse o alquilarse, en las cercanías del cine Payret no es necesario ser sofisticado como los taxiboy que abundan en los alrededores de los hoteles de lujo. Con un pantalón de mezclilla y una camisa bien ajustados a un cuerpo definido por el ejercicio, se consigue lo necesario para sobrevivir. También para sostener una familia.
“Es un trabajo como cualquier otro”, me ha dicho Daynier, un joven que intenta explicarme la diferencia entre un prostituto y él, que tampoco acepta la palabra “pinguero”, que así es como les llaman en Cuba a los que truecan sexo por dinero.
Daynier tiene veintiséis años y nació en el oriente de Cuba, en Niquero. Debía mantener a su familia y no encontraba opciones para ganar lo suficiente, lo mínimo para comer, vestir y alquilar una casa pequeña donde ver crecer a sus hijos. Desesperado, decidió emigrar a la capital y aunque consiguió empleo en la agricultura —a espaldas de la ley que regula las migraciones internas en el país—, no le alcanzaba el dinero.
Fue el hermano —“pinguero” como él— quien le habló del “oficio”. En una noche, tan solo con su cuerpo, podía llegar a ganar mucho más que en una jornada de trabajo para el Estado. Solo tenía que pararse en una esquina, exhibirse, y esperar por alguien.
Hay días en que Daynier no hace ni un centavo pero después llegan rachas, sobre todo en las temporadas altas del turismo, en las que se lleva a casa las ropas y los objetos que nunca pudo comprarse con el salario de sus ocupaciones anteriores.
“Tal vez un día alguno de los que me alquilan por una hora decida sacarme del país”, me dice con otras palabras y comienza a describirme cómo sería su vida en otro lugar. Habla del futuro que sueña para su mujer y sus hijos. Algo parecido le sucedió al hermano y muestra las fotos de un muchacho hermoso retratado junto a un auto nuevo, en un país lejano, y sonríe porque se ha soñado así miles de veces. No es “un prostituto”, solo es un “tipo que lucha bien duro para salir adelante”, me advierte con un raro orgullo mucho más parecido a una justificación, a una pueril maniobra de resguardo.
Durante nuestra conversación, otros chicos como él pasean de una esquina a la otra. Unos permanecen solos, recorriendo la acera, dando la vuelta al Parque Central; otros ya han encontrado compañía y se dirigen a los comercios cercanos, compran cigarrillos caros, perfumes, cervezas, algún objeto que han deseado. Mientras escuchan las promesas de los clientes, se dejan tocar, coquetean, seducen, complacen porque tal vez el precio inicial acordado se multiplique. Quizás esa noche han encontrado la puerta de escape, el premio gordo.
Pasan las horas y el ir y venir no se detiene. Los bancos del Parque Central se llenan de chicos que miran hacia todos lados buscando un cliente. Beben alcohol abundantemente, fuman, se alistan, nadie sabe qué les espera esa noche.
“Todos están en lo mismo… Nadie se acerca a este lugar si no es en busca de sexo barato…”, me dice Daynier y después pasa unos minutos sin hablar, recorre el entorno con la vista, se ha convencido de que no soy un cliente. Solo soy un tipo raro que le hace preguntas molestas, un curioso al que no vale la pena revelarle mucho más. Ha descubierto que no deseo alquilarlo.
Sin embargo, al parecer lo apena decirme que debe regresar a su trabajo, que la noche avanza y las posibilidades de ganar un dinerito disminuyen. Ha visto pasar a un grupo de turistas del cual intuye una probabilidad de éxito.
Un señor viejo, obeso, se ha detenido a mirarlo y le hace una foto, otras más. Daynier le sonríe, ya sabe lo que busca aquel que se ha separado del grupo. Se despide de mí con una simple palmada en mi hombro. Camina con algo de prisa en dirección al señor obeso, saca un cigarrillo y le pide fuego.