CUBA Comer se convirtió en uno de los actos más promiscuos de la nación cubana, el pollo es el más grande lujo de la mesa cubana, uno de los fetiches de la nación “revolucionaria”. Ese, ya asqueado, es nuestro gran plato, que se cocina sin gracia y se come con precipitación. “Estoy harto del pollo”, aseguran, incluso, los cubanos que lo comen una vez al mes, y aseguran, tocándose la “mollera” en unos casos, y también alguna parte pudenda, que “me tiene el pollo hasta aquí”.

CUBANO:
DIME CÓMO Y DÓNDE COMES Y TE DIRÉ QUIÉN ERES Jorge Ángel Pérez | Cubanet Aunque la cocina cubana jamás gozó de gran linaje, sobre todo si se la compara con la potestad de la francesa, por estos días se mencionan algunas bondades de nuestra mesa, y para demostrarlo, los interesados sugieren ciertos restaurantes; unos de “añeja” tradición y otros de muy reciente data.
Resultan comunes los elogios que dedica alguna prensa extranjera a la “Doña Eutimia” del callejón del chorro o a la “deliciosa” mesa servida del restaurant “La Catedral”, de “San Cristóbal”, ese que pronto ganó su “pedigrí” y que se consolidaría luego de que circularan noticias e imágenes que mostraron al presidente Obama cenando en ese restaurante del centro de la ciudad durante su estancia habanera. Y la lista crece, hasta se asegura que cierto chef que cocinó para Fidel Castro puso en la ciudad más vieja su “paladar” al que dio el nombre de “Al carbón”.
Nuestra cocina nunca fue verdaderamente glamorosa ni contó con grandes rituales a la hora de servir. Los cubanos no hicimos distingos entre los galos entremeses de charcutería y mariscos, ni pensamos en “primer y segundo servicio” ni en salida de mesa, quizá porque no tenemos castañas del Perigord ni dátiles de Provenza.
Cuba no tuvo a un “fisiólogo del gusto” como Brilliat Savarin ni un Grimod de la Reiniere que se ocupara de anfitriones y golosos, tampoco a un príncipe de gastrónomos como Curnonsky, quien se hizo famoso por sus saberes culinarios, esos que reveló en la gran prensa parisina, aún sin esas manos que perdió cuando era un niño tras las mordidas de un puerco, y aun así manejó con elegancia, y usando sus prótesis de metal, cada cubierto…, que son muchos en la Francia.
Las revoluciones, al menos esta, consideraron que el pueblo debía tener una cena sin burguesas cursilerías, una comida que llenara el estómago y nada más, donde el placer y las buenas maneras se perdieran de una vez y por todas, quizá por eso desapareció aquel programa de Nitza Villapol, nuestra “Sabarín tropical”, que enseñaba a cocinar desde la televisión.
Recuerdo, tras la desaparición de “Cocina al minuto”, cuando en una página de la revista Bohemia apareció un artículo de Nitza acompañado de una foto en la que la cocinera removía la tierra con un tenedor. Su interés era demostrar cuán bueno era remover la tierra para sembrar luego una matica, pero el ingenio isleño creyó otra cosa, y así lo dejó dicho. “¿Es que acaso esta mujer nos enseñará a comer tierra?”. Sin dudas la revolución nos obligó a comer tierra, y sin buenos modales.
A diferencia de la francesa, nuestra literatura fue parca mostrando las bondades de la mesa nacional. En el siglo XIX aparecieron algunas leves referencias, como aquellas que se asoman en las memorias de la condesa de Merlín y que hablan de su viaje a La Habana y de su frugal desayuno pleno en café. Más reveladas, aunque aún discretas, son otras “comidas” literarias, como es el caso de “Francisco”, de Anselmo Suárez y Romero, y también son conocidas las cenas de “Mi tío el empleado” de Ramón Mesa, y la que muestra Villaverde en la mesa de la familia Gamboa, todos prudentes, sobre todo si se les compara con el Rabelais de “Gargantúa y Pantagruel”.
Quizá la más conocida de entre todas las cenas literarias cubanas sea la de Doña Augusta en el “Paradiso” de Lezama Lima, exaltada en platos y palabras y desafiando a esa revolución que inauguró la inanición de las mandíbulas. Sin dudas las revoluciones no son dadas a la suntuosidad de la mesa. Las revoluciones obligan a la discreción. Y tal parquedad ya casi cumple sesenta años. Acá no se puede pensar en suntuosas cenas si se depende de una cartilla de racionamiento.
Nuestras cenas son humildes y tristes, y lo peor es que pueden resultar veleidosas. En Cuba los comensales están siempre prestos a llevarse la mejor “posta” de pollo durante la cena familiar que sucede a ese instante en el que llegó a la carnicería el animal alado. El pollo es el más grande lujo de la mesa cubana, uno de los fetiches de la nación “revolucionaria”. Ese, ya asqueado, es nuestro gran plato, que se cocina sin gracia y se come con precipitación. “Estoy harto del pollo”, aseguran, incluso, los cubanos que lo comen una vez al mes, y aseguran, tocándose la “mollera” en unos casos, y también alguna parte pudenda, que “me tiene el pollo hasta aquí”.
En esta isla el ritual de la mesa desapareció con esa “revolución benefactora”, y cada cual comió por su lado, con el plato en la mano y frente al televisor, en el quicio de la puerta que da a la calle, aun cuando corran el riesgo de delatar la mediocridad de esa cena. ¿Y qué decir de los modales, de la boca abierta y la comida ensalivada y a la vista? ¿Qué decir de los cubiertos que ya no existen, que apenas son usados? El cuchillo no hace falta si las manos saben prenderse a la fibra que casi ni masticamos, con la que nos atragantamos una vez al mes.
Mi madre recuerda a la suya, exigiendo a las hijas masticar cuarenta y ocho veces cada bocado y con la boca bien cerrada, y mi abuela paterna ponía cada día, aún en las peores jornadas, todos los cubiertos sobre esos manteles que se iban deshaciendo con los días sin que se pudieran reponer. La recuerdo exigiendo el uso de la servilleta, y que no se goloseara el postre que era solo para el final.
Mi familia creyó que había que enfrentar la mesa como si estuviera servida con platos de la cocina borgoñona o de la de Périgord. Era importante que todos se sentaran a la mesa, incluso para comer un huevo, y aprovecharlo como si fuera una de esas maravillas que ofrece el Loira. Mi hermano y yo obedecíamos los fines de semana, aunque antes juntáramos todo y con premura en aquellas bandejas de metal en las que la “revolución” nos sirvió en las becas.
Comer se convirtió en uno de los actos más promiscuos de la nación cubana. Antes, “comer fuera” era salir de casa y sentarse en la mesa de un restaurante, pero ya no. Ahora comer fuera es desandar las calles con la pizza doblada y enfundada en una “servilleta” de papel. Masticar, mascar, en medio de la calle y ante los ojos de todos.
Bastaría con pasar al mediodía por el Parque Central para encontrar a muchos sentados en algún banco manejando la cuchara, sujetando el pozuelo hecho, la mayoría de las veces, con el plástico de los contenedores de basura que antes fueran robados. Es triste mirar a mis coterráneos comiendo en un parque bajo la mirada de cualquier “extraño paseante”.
En esta ciudad la gente come sin recato a la vista de todos. Dice un cochero que almuerza en un banco del parque antes de poner a trotar a su caballo por la ciudad, que si se demora almorzando sus colegas pueden arrebatarle a los “yumas”, y lo mismo supone Yamil, que pasa también el día por allí esperando por algún extranjero para llevárselo a la cama y cobrarle para pagar el almuerzo del día siguiente y cubrir otras necesidades.
Mercedes está feliz con sus ingresos. Llega al parque cada mediodía con dos enormes sacos llenos de pozuelos. “¡Cincuenta pesos no es tanto!”, dice la mujer cuando refiere el precio del almuerzo que propone. “El pomito de agua lo vendo a cinco”. Ella no tiene permisos para vender pero se arriesga. Y a veces pierde porque tiene que regalar el almuerzo al inspector e incluso a algún policía.
Siempre que miro a esos toscos comensales miro al Martí de la estatua, y pienso en las comidas que advierte en el “Diario de campaña”, aquellas quizá discretas, pero más nutritivas que las que la “revolución”, más sosegadas a pesar de esa manigua sin mesa ni mantel. Puedo suponer la desilusión del Apóstol observando los modales de sus paisanos y preguntándose como degradó esa “revolución” a esos hijos que almuerzan con tal desfachatez y a la vista de todos.
Comer es un acto esencial, pero también íntimo, aunque la “revolución” del 59 atentara contra esa discreción e hiciera perecer ese discreto encanto de nuestros asados, de la fritura de malanga y la ropa vieja o el chilindrón de chivo. Cuba no es el “San Cristóbal” que visitó Obama ni la “Doña Eutimia” del Callejón del Chorro. La verdadera Cuba, es esa que fallece en medio de sus promiscuidades, sin prudencia ni buen gusto, sin moralidad, sin sencillez. Brilliat decía: “Dime lo que comes y te diré quién eres”, yo prefería escribir: “Dime cómo y dónde comes, y te diré quién eres”.
ACERCA DEL AUTORJorge Ángel Pérez -(Cuba) Nacido en 1963, es autor del libro de cuentos Lapsus calami (Premio David); la novela El paseante cándido, galardonada con el premio Cirilo Villaverde y el Grinzane Cavour de Italia; la novela Fumando espero, que dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005, resultando la primera finalista; En una estrofa de agua, distinguido con el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2008; y En La Habana no son tan elegantes, ganadora del Premio Alejo Carpentier de Cuento 2009 y el Premio Anual de la Crítica Literaria. Ha sido jurado en importantes premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Casa de Las Américas.
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