Las fantasías de Trump que generan atrocidades contra inmigrantes
El vertiginoso declive moral en Estados Unidos con Donald Trump es suficiente para dejarnos sin aliento. En cuestión de meses hemos pasado de ser una nación que defendía la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad a una que arrebata niños a sus padres y los pone en jaulas.
Lo que resulta casi igual de extraordinario en este declive hacia la barbarie es que no ha sido provocado por ningún problema real. Aquel flujo masivo de asesinos y violadores del que habla Trump y la supuesta oleada de crímenes cometidos por los inmigrantes en este país (y, a decir de él, los cometidos por refugiados en Alemania), son cosas que sencillamente no están ocurriendo. Solo son fantasías enfermas que se usan para justificar atrocidades verdaderas.
¿Saben a qué me recuerda esto? A la historia del antisemitismo, un relato de prejuicio alimentado por mitos y engaños que acabó en genocidio.
Primero, hablemos de la inmigración estadounidense moderna y cómo se compara con esas fantasías enfermas.
Hay un debate altamente técnico entre los economistas sobre si los inmigrantes con pocos estudios ejercen un efecto a la baja en los salarios de los trabajadores con pocos estudios nacidos en el país (la mayoría de los investigadores han descubierto que no es así, pero hay desacuerdos). No obstante, este debate no tiene peso alguno en las políticas de Trump.
En cambio, lo que estas políticas reflejan es una visión de que se está llevando a cabo una “masacre estadounidense” con grandes ciudades rebasadas por inmigrantes violentos. Esta visión no empata con la realidad en absoluto.
Para empezar, a pesar de un pequeño repunte desde 2014, los delitos violentos en Estados Unidos han disminuido de manera histórica, ya que la tasa de homicidios regresó a donde estaba a principios de la década de los sesenta (la delincuencia en Alemania también es históricamente baja, por cierto). La masacre de Trump es un invento de su imaginación.
Es cierto, si analizamos todo Estados Unidos hay una correlación entre los delitos violentos y la prevalencia de inmigrantes no autorizados: una correlación negativa. Es decir, en los lugares donde hay muchos inmigrantes, tanto con papeles legales como no autorizados, tiende a haber tasas de delincuencia excepcionalmente bajas. El mejor ejemplo de la ausencia de derramamiento de sangre es la ciudad más grande de todas: en Nueva York, donde más de una tercera parte de la población nació en el extranjero y quizá incluye a casi medio millón de inmigrantes no autorizados, la delincuencia ha disminuido a niveles no vistos desde la década de los cincuenta.
Esto no debería sorprendernos, porque los datos de las sentencias penales muestran que es significativamente menos probable que los inmigrantes, tanto autorizados como no autorizados, cometan delitos en comparación con las personas que nacieron en el país.
Así que el gobierno de Trump ha estado aterrorizando a familias y niños, abandonando todas las normas de decencia humana, en respuesta a una crisis que ni siquiera existe.
¿De dónde proviene este miedo y odio hacia los migrantes? Parece que en gran medida se debe al miedo a lo desconocido: los estados más antinmigrantes parecen ser lugares, como Virginia Occidental, donde habitan muy pocos inmigrantes.
No obstante, el odio virulento a los inmigrantes no es solo cuestión de personas ignorantes en las zonas rurales. Trump mismo es, desde luego, un neoyorquino acaudalado, y gran parte del financiamiento para los grupos antimigrantes proviene principalmente de fundaciones controladas por multimillonarios de derecha. ¿Por qué la gente rica y exitosa acaba odiando a los inmigrantes? A veces me sorprendo pensando en el comentarista televisivo Lou Dobbs, a quien conocía y hasta me caía bien en los primeros años de la década de los 2000, pero quien se ha vuelto un rabioso detractor de la inmigración (y confidente de Trump), y que además actualmente advierte sobre una trama a favor de la inmigración por parte de “la secta de los iluminados del distrito de los expertos, activistas y cabilderos”.
No sé qué motive a esa gente, pero me parece que hemos visto esta película antes, en la historia del antisemitismo.
La cuestión del antisemitismo es que nunca estuvo relacionado con algo que los judíos hicieron en realidad. Siempre se trató de mitos morbosos, a menudo basados en invenciones deliberadas, que se diseminaban de manera sistemática para generar odio.
Por ejemplo, durante siglos, la gente repitió la “calumnia de la sangre”, el argumento de que los judíos sacrificaban a bebés cristianos como parte de su ritual de Semana Santa.
Durante las primeras décadas del siglo XX hubo una diseminación generalizada de Los protocolos de los sabios de Sion, un supuesto plan para que los judíos dominaran el mundo que quizá fraguó la policía secreta rusa (la historia se repite, la primera vez como una tragedia y la segunda, también como tragedia).
El documento falso se distribuyó ampliamente en Estados Unidos gracias a nada más y nada menos que Henry Ford, un antisemita virulento que supervisó la publicación y distribución de medio millón de copias de una traducción al inglés: El judío internacional. Posteriormente, Ford se disculpó por publicar un documento falso, pero el daño estaba hecho.
De nuevo, ¿por qué alguien como Ford —no solo rico, sino además uno de los hombres más admirados de su tiempo— habría tomado ese camino? No lo sé, pero es evidente que esas cosas suceden.
En todo caso, lo importante es entender que las atrocidades que nuestra nación está cometiendo ahora en la frontera no representan una reacción exagerada ni una respuesta mal implementada a algún problema real que necesite resolverse. No hay ninguna crisis migratoria; no hay ninguna crisis de delincuencia inmigrante.
No, la crisis auténtica es el aumento significativo del odio: un odio irracional que no guarda relación alguna con nada que hayan hecho las víctimas. Cualquiera que trate de disculpar ese odio —que intente, por ejemplo, convertirlo en una historia de “ambos lados”— es, de hecho, un defensor de crímenes contra la humanidad.
PAUL KRUGMAN