Desde que comenzara el debate sobre la posibilidad de incluir en la nueva Constitución cubana una ley para avalar el matrimonio entre personas del mismo sexo, se han alzado voces a favor y en contra. Sorpresivamente y no sin cierta virulencia, las iglesias protestantes cubanas han manifestado su rechazo mediante la campaña “Me gusta el diseño original”, que defiende el esquema tradicional de la familia.
Las “piadosas” instituciones han echado mano de argumentos ideológicos y extremistas con el fin de exacerbar antiguos odios que definían la Revolución como un proceso irreconciliable con la diversidad sexual. El ataque ha sido tan desmesurado que intelectuales cubanos han compartido su preocupación y criterios a través de las plataformas on line.
Tal fue el caso del lingüista Rodolfo Alpízar, autor de un lúcido texto sobre la legalización del matrimonio igualitario, con algunas reflexiones en torno a la eliminación de la Pena de Muerte; una ley que no ha despertado indignación entre los prelados cubanos, excepto el reverendo Raúl Suárez, quien declaró su rechazo ante la Asamblea Nacional, en 1992.
En su escrito, Alpízar subraya el carácter laico de la República nacida en 1902, y reafirmado en la Constitución de 1940. De acuerdo a esta disposición que separa la Iglesia del Estado, aquella no tiene el derecho de imponer sus cánones fuera del marco congregacional, ni tergiversar con su influencia el curso de procesos políticos orientados al bienestar de la sociedad.
El matrimonio igualitario en Cuba, de legalizarse, procedería por la vía civil, así que no se entiende la inopinada irrupción de la Iglesia Protestante en una cuestión que nada tiene que ver con el orden religioso. Una vez más se utiliza como argumento un pasaje de Levítico, que califica la relación homosexual como abominación punible con la muerte (20:13).
Este juicio severo que no tiene cabida en sociedades civilizadas, ha sido reemplazado por preceptos aceptados dentro de los límites de la Iglesia, que no deben interferir con el curso de las legislaciones llamadas a reconocer los derechos conyugales de personas unidas por mutuo acuerdo, sin importar género, identidad o preferencia sexual.
Todos los religiosos pueden ejercer sus prerrogativas ciudadanas; pero no en defensa de la llamada Ley de Dios. El Levítico no solo repudia al que “yace con varón como con mujer”; si la Iglesia se propusiera impedir cada práctica condenada en el tercer libro del Antiguo Testamento -cuya crueldad es proverbial-, no alcanzarían todas las piedras de Cuba para lapidar a tantos idólatras, blasfemos, adúlteros, comedores de carne de cerdo y fornicadores impenitentes.
Ni siquiera en el seno de una congregación religiosa pueden aplicarse a pies juntillas las leyes de Moisés; mucho menos extender tales prohibiciones al resto de la sociedad que no comulga con el Protestantismo, afectando a personas que no necesitan la aquiescencia de Dios para construir una vida en común.
Los cubanos son seres muy sexuales y mal dispuestos a los fundamentalismos. El cerdo es plato principal en la culinaria criolla, el ron corre como agua potable en la vía pública y las prácticas religiosas de ascendencia africana han ganado notable cantidad de adeptos en los últimos años.
Pese a tan variadas muestras de “herejía y pecado” que contravienen las normas del Levítico, la Iglesia Protestante, que más que separarse del Estado se ha subordinado a él guardando silencio ante todas las desgracias sufridas por el pueblo cubano, decide alzarse contra el matrimonio igualitario, un recurso legal que beneficiaría por vez primera a un grupo social históricamente discriminado.
El exabrupto de los luteranos, así como su intento de reavivar la homofobia gubernamental, son reacciones hipócritas que emanan de un tronco común: los prejuicios. La campaña para desestimar el proyecto del matrimonio igualitario es absurda y sus argumentos rebatibles desde la razón y la legalidad, por ser un asunto civil que en nada interesa a quienes han decidido regir sus vidas según las Sagradas Escrituras.
Si la Asamblea Nacional no es digna de confianza, es deber ciudadano el permanecer atentos al estado de opinión sobre una alternativa que podría transformar la vida de tantas personas. Sería un agravio imperdonable rechazar tan importante cambio en materia de derechos cívicos para dar satisfacción a una entidad que, en primer lugar, no debería mezclarse en cuestiones de mundana jurisprudencia.
Muchos cubanos consideran que la Iglesia Protestante se ha convertido en un negocio lucrativo y su ministerio poco aporta al país. Sin embargo, se respeta el derecho de cada quien a abrazar la religión que desee, aunque se deje embaucar por pillos disfrazados de pastores. Es justo obrar del mismo modo con las garantías civiles, respetando el noble principio de humanidad que las inspira.