Un gran desfile militar sirve para que España celebre cada 12 de octubre su fiesta nacional y el ideal de una gran comunidad hispana que se extiende desde la Patagonia a Murcia y donde el aniversario de la llegada de Cristóbal Colón a América se conmemora con orgullo. La festividad tiene, en sus pretensiones de “proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos”, un inconveniente: los españoles la celebramos en soledad.
Lo que en España conocemos como el Día de la Hispanidad, en Argentina es el Día del Respeto a la Diversidad Cultural, en Colombia y México el Día de la Raza, en Uruguay el Día de las Américas y en Venezuela el Día de la Resistencia Indígena. Españoles y latinoamericanos hablamos el mismo idioma, pero lo utilizamos para contar versiones opuestas de nuestra historia común.
Las escuelas españolas enseñan que los conquistadores fueron aventureros que llegaron a América tras grandes odiseas, civilizaron el Nuevo Mundo y sirvieron con honor a sus reyes, que los premiaron con oro y propiedades. Rara vez dejamos que las sombras de aquella gesta, con sus expolios y abusos sobre las poblaciones nativas de todo un continente, estropeen el relato.
Para que el 12 de octubre sea una verdadera celebración de la hispanidad, España debería ofrecer la reparación de la verdad y empezar por recordar también a las víctimas de la Conquista, no solo a sus héroes. Instituciones, universidades y administraciones podrían erradicar el chauvinismo imperante en los estudios sobre la época. Organismos oficiales, medios de comunicación y ciudadanos haríamos bien en deslegitimar a los historiadores, académicos o dirigentes públicos que se niegan incluso a definir como colonialismo la presencia española en América.
Aunque no tiene sentido juzgar la historia bajo los códigos morales de la actualidad, la Conquista fue un acto de violencia sostenido durante tres siglos que provocó la desaparición de comunidades enteras y tuvo como principal motivación el expolio de las riquezas del continente. El mundo era entonces un lugar donde los fuertes invadían a los débiles —todavía lo hacen, pero menos—, las naciones no dirimían sus diferencias en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y al término genocidio le quedaban cuatro siglos para ser acuñado por Raphael Lemkin. Y, sin embargo, el contexto histórico no debería ser una excusa para ocultar los hechos, sino una oportunidad para aceptarlos sin que suponga transmitir la culpa a las generaciones actuales, que nada tuvieron que ver con ellos.
El conquistador de Perú, Francisco Pizarro, fue un buen ejemplo de las contradicciones de la colonización española. Sus cartas, documentos y diarios, reunidos por el historiador Guillermo Lohmann Villena, muestran a un militar implacable que trató de gobernar con eficacia, a un buen estadista que tenía más empatía por los indígenas que muchos de sus correligionarios. Si la mayoría de las más de cien biografías que existen de Pizarro lo describen como un “genocida” no es porque tuviera un plan deliberado de exterminar a los locales, sino porque ese fue uno de los efectos de la dominación del continente. Para 1590, seis décadas después de la llegada de Pizarro, la población del imperio inca se había reducido en más de un 80 por ciento, en gran parte por los estragos provocados por las enfermedades traídas por los europeos.
Que las víctimas de la Conquista no merezcan ningún protagonismo en la Casa Museo de Pizarro, en su ciudad natal de Trujillo, indica lo lejos que España está aún de asumir el lado más oscuro de su etapa colonial. Los guías turísticos de la localidad extremeña prefieren centrarse en la victoria del guerrero español sobre 40.000 incas con tan solo doscientos soldados de su lado o su determinación para emprender las misiones más valientes. El recibidor del museo está adornado por un gran mural donde dos indígenas están rodeados de abundancia gracias al intercambio de productos entre América y Europa. “A consecuencia del Descubrimiento y Colonización”, se puede leer en un texto junto a la lista de veintinueve frutas que los peruanos disfrutan hoy gracias a los españoles.
Ni siquiera el invencible Pizarro, vaciado en bronce sobre su caballo, ha resistido en los últimos años las discrepancias históricas. Dos estatuas idénticas del conquistador fueron esculpidas por el artista estadounidense Charles Cary Rumsey y enviadas a principios del siglo pasado a Trujillo y a Lima, la ciudad fundada por Pizarro en 1535. La primera de ellas sigue presidiendo la Plaza Mayor de la localidad española. La otra ha sido reubicada de un sitio a otro, cada vez menos visible, de la capital peruana; la última en 2003.
Aún no estamos de acuerdo en cómo catalogar a los protagonistas de la Conquista, si como héroes o como villanos, en si los españoles descubrimos o invadimos América o en si el 12 de octubre debería llamarse el Día de la Hispanidad o de la Resistencia Indígena. Pero sí podríamos estar de acuerdo en resignificar la jornada. Esto sería posible si España ofrece a sus excolonias una compensación asequible: una mayor honestidad histórica. Solo así la fecha podría ser una verdadera celebración del mundo hispano y de una lengua compartida y los vínculos culturales comunes a ambas orillas del Atlántico.
Las mutilaciones intencionadas de la historia en museos, libros o escuelas no ayudan y tienen el agravio adicional de ser completamente innecesarias. Medio milenio parece suficiente tiempo para que los españoles podamos afrontar los excesos de aquellos días sin sentirnos heridos en nuestro orgullo patriótico. Y, de la misma forma, los países de América llevan suficiente tiempo emancipados como para resistir la tentación de caer en el confortable victimismo de los colonizados.
Una de las veces que en Lima se discutía qué hacer con la estatua de Pizarro, el historiador peruano José Antonio del Busto, fallecido en 2006, explicó los matices. No se refirió al conquistador como héroe, pero sí como un personaje que ayudó crear las bases del Perú moderno: el inicio del mestizaje, la implantación del cristianismo, la fundación de sus principales ciudades y la enseñanza de una lengua común. “Nosotros somos descendientes de los vencidos y de los vencedores. Pero no somos ni vencedores ni vencidos”, escribió Del Busto. “Somos el resultado de ese encuentro”.
Han pasado demasiados siglos para que tengan sentido las comisiones de la verdad, las reparaciones materiales e incluso las disculpas. Bastaría con la construcción de un relato que, sin dejar de contar la importancia del Imperio español, reflejara las profundas heridas que dejó en el continente americano.
David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es “El lugar más feliz del mundo”.