El tabú del primer 'latin lover': Julio César tuvo una relación gay
Beatriz Labrador
En la Antigua Roma la homosexualidad sólo estaba penada en el ejército -así se instauró en el siglo II a.C.-, no en la sociedad civil, pero sin embargo estaba mal vista en todos los estratos: era considerada, sobre todo sumada a la pederastia, un gran síntoma de la decadencia griega. Los expertos cuentan que los senadores que tenían amantes hombres lo llevaban con total discreción, pero a menudo este chismorreo era utilizado por sus detractores para intentar derribarles y ridiculizarles. Fruto de la hipocresía, claro, porque en el ámbito privado los deseos de todos campaban a sus anchas.
Los enemigos empleaban otras herramientas infantiles -propias de su bajeza- para menoscabar a los legisladores y tiranos, como atacar a sus defectos físicos. En el sexo, los romanos diferenciaban claramente entre el papel activo y el pasivo, correspondiendo el primero con el varón más poderoso socialmente y el segundo con el más esclavizado o de menor rango.
Una de las víctimas de este bullying antiguo fue Julio César, que se jactaba de haber tenido relaciones sexuales con numerosas mujeres, pero que fue pillado en un romance con el rey de Bitinia en sus años más púberes. Por este cotilleo comenzaron a llamarle “la Reina de Bitinia”. Él lo negó, angustiado, en reiteradas ocasiones (incluso se ofreció a jurar ante testigos que se trataba de una patraña), y para intentar acallar esas voces se casó varias veces y tuvo al menos dos hijos, uno de ellos con Cleopatra, mientras no dejaba de alardear de sus escarceos matrimoniales.
Su calvario comenzó cuando sólo tenía 19 años. Ahí Julio César en su primer servicio militar en el extranjero. Se trataba e una misión diplomática en Turquía y la misión era conseguir apoyo militar por parte de Bitinia, un reino aliado de Roma que se encontraba al noroeste de Asia Menor. Pronto iban a atacar Mitilene (Grecia) y necesitaban su ayuda. El rey de Bitinia era un anciano sabio que había conocido al padre de Julio César (Cayo Julio César), y que recibió con alegría y cariño al joven líder. Entonces se les acusó de haber pasado demasiado tiempo encerrados charlando y de haber intimado más de la cuenta, compartiendo placeres gastronómicos y otros tantos lujos.
Por alguna razón (seguramente su adolescencia y su escaso poder), se estableció que Julio César fue el sujeto pasivo del encuentro y se le empezó a ridiculizar como amante servicial. Decían de él que era "el marido perfecto de toda mujer y la esposa de todo hombre". Los ayudantes del soberano Bitinia contaron que ellos mismos habían conducido al patricio hasta el dormitorio del rey. Ahí fue vestido con ropajes púrpuras y le dejaron esperando al monarca tumbado en una suerte de cama. El cuento acabó llegando hasta los propios comandantes de Julio César, que lo utilizaban como coña interna, pero nunca dejaron de respetar a su superior.
Ser gay en la Roma antigua
“Salir del clóset no es aplicable a los antiguos romanos”
El concepto “homosexual” es relativamente reciente, por tanto, como vocablo, era desconocido en la Antigüedad. Comenzó a emplearse hacia finales del s.XIX para definir a personas del mismo sexo que mantienen relaciones sexuales.
Pero en el pensamiento clásico, eran otros los criterios que funcionaban en las relaciones sexuales, basadas, casi siempre, en la dominación. Las personas practicaban sus preferencias en el sexo, de manera más espontánea.
Masculinidad sinónimo de dominación
La sociedad romana era muy machista, por tanto, la identidad masculina representaba un alto grado de consideración social. Para sentirse hombres no debían ser penetrados, sino tomar la parte activa en las relaciones sexuales. Cuando se quería asumir un papel sumiso debía hacerse en la intimidad si no se queria ser la comidilla.
Se consideraba que el enamoramiento se producía tan solo entre parejas heterosexuales, y que el prendarse de una mujer podía llevar al hombre a un estado de servilismo frente a la amada, lo que no sobrevenía en las relaciones homosexuales.
Era asumido, socialmente, por las mujeres romanas el hecho de que las esposas no debían sentirse celosas de los devaneos de sus cónyuges con otros hombres. Debían soportarlo con dignidad y sensatez. Los esposos podian tener sexo con otros hombres o con prostitutos, eso sí, dentro de unos límites de cantidad razonables en la época.
Era lo normal en la época. Julio César era conocido como “hombre para mil mujeres y mujer para mil hombres”.
Los gays activos eran los más respetados
La condición sexual de lo que hoy entendemos por “homosexual” o “gay” solo estaba bien vista, o al menos consentida, si el varón asumía una actitud activa. La pasividad en las relaciones sexuales entre hombres quedaba reservada para los esclavos o para los adolescentes.
Un varón respetable, debía adoptar un papel activo en las relaciones homosexuales, aunque existen evidencias históricas de que había hombres mayores que preferían el papel pasivo. Los romanos pensaban que solamente el participante activo obtenía placer del coito.
Que un ciudadano se dejase penetrar por un otro originaba un estigma social, y se le consideraba al sujeto en cuestión como un impudicus.
Los esclavos, quienes no estaban protegidos por la ley cuando se sometían a las exigencias sexuales de su propietario, procedían en su mayoría de las zonas de Alejandría y Oriente. No por ello, algunos dueños se encapricharon de sus jóvenes amantes y les dedicaran elogios en los epitafios de sus tumbas.
Un claro ejemplo de esta ardorosa pasión es la que embriagó al emperador Adriano (gobernó del año 117 al 138), quien se enamoró perdidamente de su erómeno (joven sumiso) Antínoo, al que se se le rindió culto tras su muerte y fue deificado.
Sin embargo, la edad de estos adolescentes fue disminuyendo hasta el punto de que se extendió la prostitución infantil, en ocasiones, para disfrute de algunos emperadores que, desde su corte, daban un mal ejemplo a la población del Imperio. Sin ir más lejos, el historiador Suetonio dice de Tiberio que había adiestrado a niños de tierna edad, a los que llamaba sus pececillos, a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también que, a semejanza de niños crecidos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de placer al que por su inclinación y edad se sentía especialmente inclinado.
Pero la sociedad romana despreciaba la pederastia y, afortunadamente, no todos los emperadores desarrollaron las tendencias que Suetonio atribuye a Tiberio.
Delicados o rudos, según preferencias
Pese a este rechazo, los romanos más liberales pensaban, a imagen y semejanza de los griegos, que las relaciones de un adulto con un muchacho podían resultar formativas para éste. Pero cuando el jovencito comenzaba a enseñar su primera barba, la intimidad debía cesar y su mentor le hacía cortar los largos cabellos que hasta entonces habían acentuado su aspecto femenino.
Otros preferían los varones más vigorosos. Más de una vez hubo informes de que soldados eran sexualmente acosados por algunos de sus oficiales al mando.
Y según Suetonio, el emperador Galba se derretía por los hombres fuertes y experimentados.
El lesbianismo era inconcebible
La aceptación de la que gozaban los homosexuales siempre estuvo negada a las lesbianas, tal y como ya ocurriera en la Grecia clásica.
La poetisa griega Safo, nacida en la isla de Lesbos en torno al siglo VI antes de Cristo, alternó sus escritos con la enseñanza del arte de la poesía a un grupo de jovencitas a quienes dedicó sus odas nupciales y por las que desarrolló un deseo sexual que quedó reflejado en sus obras. El lesbianismo fue considerado en Roma una verdadera aberración.
El fin de la homosexualidad en el Imperio romano trató de llegar en la época de Teodosio. En el año 390, el emperador de origen hispano proclamó una ley que prohibía de manera definitiva todas las relaciones sexuales practicadas con personas del mismo sexo, castigándolas con la pena de muerte.
Aunque perseguida oficialmente, la homosexualidad siguió y continuó siendo aceptada por gran parte de la sociedad romana.
¿Orgullo gay en Grecia y Roma?
En ambas culturas, saltar del lecho conyugal a los brazos de un joven amante o una hetaira era visto con naturalidad.
Cuenta la mitología griega que el seductor Zeus se enamoró tan ardientemente del joven Ganímedes que le secuestró, le llevó al Olimpo y le convirtió en su amante. También Apolo sucumbió a la belleza de Jacinto, un adolescente mortal, a quien se entregó incondicionalmente. Aquiles y Patroclo fueron más que amigos durante la Guerra de Troya. Se cuentan por decenas las historias mitológicas que giran en torno al amor entre hombres frecuentemente dioses o semidioses y jóvenes efebos que sirven de ejemplo del pensamiento heleno con respecto al amor homosexual masculino, el más perfecto y puro según su cultura.
En la realidad, fueron célebres las relaciones entre Alejandro Magno y Hefestión o entre Platón y varios de sus alumnos. Y ya en Roma, el amor entre el emperador Adriano y Antinoo, o el apodo de Julio César: Hombre de todas las mujeres y mujer de todos los hombres.
A cualquiera de ellos hubiese sido absurdo plantearles: ¿Homosexual o heterosexual? ¿Bisexual? ¿Quizá transexual? Ninguno de ellos lo hubiese entendido porque se trata de conceptos modernos, nacidos a raíz de las sociedades industriales. En la Antigüedad, ni griegos ni romanos contaban con identidades sexuales definidas. Los primeros amaban la belleza, y los segundos, el placer, aunque tuviese que ser discreto. Además, ambas culturas fueron precedentes a la difusión del ideal moral judeocristiano de pecado, que criminalizó el erotismo en general y cualquier relación sexual sin la reproducción como fin.
Pero no nos engañemos, tanto la Grecia clásica como Roma están muy lejos de poder ser consideradas culturas libres, sexualmente hablando. Existían reglas tácitamente aceptadas que no estaba permitido transgredir. Esto podía conllevar ser criticado públicamente por comportamiento indigno, multas o ir a la cárcel. Una de las normas a respetar era la diferencia de edad.
Se permitía la unión entre un maduro ciudadano y un adolescente, pues mantener una relación duradera más allá de la edad adulta significaba el escarnio público. De hecho, en la Grecia de Pericles era una tradición imprescindible que los jóvenes futuros ciudadanos mantuviesen este tipo de relaciones como parte de su educación. El adolescente, tras el cortejo y el beneplácito de su familia, se convertía en el amado (eromenos) del adulto (erastes), quien adoptaba a partir de entonces el papel de maestro y protector.
La idea era que el erastes guiase al más joven y le mostrase a la vez, los placeres de la vida. Cuando el joven dejaba de ser imberbe, la relación debía terminar. Entonces, el incipiente ciudadano se casaba y pasados unos años se convertía a su vez en el erastes de otros jóvenes.
Estas relaciones eran complementarias al matrimonio o las visitas a los prostíbulos y eran consideradas puras y perfectas por los griegos ya que se basaban en la mutua admiración. El joven accedía a los secretos del areté (perfección intelectual). El adulto, por su parte, tenía la oportunidad de gozar del ideal sublime de belleza griega: el joven cuerpo masculino, plasmado en esculturas, pinturas y mosaicos. En la cama, los papeles también estaban repartidos. El erastes era el activo porque se le presuponía el vigor y virilidad de un atleta o soldado y el eromenos, el pasivo. La pasividad en las relaciones homosexuales fue criticada o censurada.
En Roma, heredera de los ideales clásicos, la familia se convirtió en el núcleo de la sociedad y el papel del maestro lo ocupó el padre, quedando fuera el componente sexual. Desaparecieron, al menos de forma pública, las relaciones entre adolescentes casi impúberes y patricios adultos. La homosexualidad se practicaba, pero de forma discreta. Se toleraba mientras no pusiese en peligro a la familia, la gran institución romana. Como ejemplo, la infidelidad con otra mujer se consideraba mucho más grave que con un hombre. En esta tolerancia subyacía que el matrimonio debía ser protegido porque era el instrumento para perpetuar el imperio, pero las relaciones homosexuales eran sólo por placer. La prostitución masculina se generalizó. Era natural que un patricio acudiese a gozar tanto con jovencitas como con efebos. Era una forma más de obtener placer, sin ninguna carga moral. Tanto es así que los padres de la élite romana solían comprar un esclavo a sus hijos para que pudiese volcar en él los ardores adolescentes.
Pero cuando el cristianismo se asentó (siglo IV-V), todo cambió. Fundamentalmente en un aspecto: la tolerancia.
PARTE DEL ARTÍCULO FUE TOMADO DEL DIARIO EN LINEA, EL ESPAÑOL