PIEDRA DE TOQUE - 2018
Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de latinoamericanos podemos entendernos porque nuestro idioma es el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental, qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Con la llegada de los españoles, América Latina pasó a formar parte de la cultura occidental.
HISPANIDAD ¿MALA PALABRA?
En un artículo muy bien escrito, como suelen ser los suyos, Antonio Elorza explica el disgusto que le causa la palabra Hispanidad, que asocia al racismo nazi y al franquismo (EL PAÍS, 17 de octubre, 2018). A mí su texto me recordó a los indigenistas, que la asociaban sobre todo a los “horrores de la conquista española”, es decir, a la explotación de los indios por los encomenderos, a la destrucción de los imperios inca y azteca y al saqueo de sus riquezas.
Quisiera discutir esos argumentos negativos y reivindicar esa hermosa palabra que, para mí, más bien se asocia a las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina, un continente que, gracias a la llegada de los españoles, pasó a formar parte de la cultura occidental, es decir, a ser heredera de Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro y, en resumidas cuentas, de sus mejores tradiciones: los derechos humanos y la cultura de la libertad.
La conquista fue horrible, por supuesto, y debe ser criticada, al mismo tiempo que situada en su momento histórico y comparada con otras, que no fueron menos feroces, pero que, a diferencia de la que integró América al Occidente, no dejaron huella positiva alguna en los países conquistados. Y es preciso también recordar que España fue el único imperio de su tiempo en permitir en su seno las más feroces críticas de aquella conquista —recordemos sólo las diatribas del padre Bartolomé de las Casas— y de cuestionarse a sí misma sobre ese tema, estimulando un debate teológico sobre el derecho a imponer su autoridad y su religión sobre los habitantes de aquellos territorios.
La situación de los indígenas es bochornosa en América Latina, sin duda, pero, hoy, las críticas deben recaer sobre todo en los Gobiernos independientes, que, en doscientos años de soberanía, no sólo han sido incapaces de hacer justicia a los descendientes de incas, aztecas y mayas, sino que han contribuido a empobrecerlos, explotarlos y mantenerlos en una servidumbre abyecta. Y no olvidemos que las peores matanzas de indígenas se cometieron, en países como Chile y Argentina, después de la independencia, a veces por gobernantes tan ilustres como Sarmiento, convencidos de que los indios eran un verdadero obstáculo para la modernización y prosperidad de América Latina. Para cualquier latinoamericano, por eso, la crítica a la conquista de las Indias tiene la obligación moral de ser una autocrítica.
Las civilizaciones prehispánicas alcanzaron altos niveles de organización y construyeron soberbios monumentos. Desde el punto de vista social, se dice que los incas eliminaron el hambre de su vasto imperio; que en él todo el mundo trabajaba y comía. Una formidable hazaña. Pero, no nos engañemos; pese a todo ello, eran todavía sociedades bárbaras, donde se practicaban los sacrificios humanos y donde los fuertes y poderosos sometían brutalmente y esclavizaban a los débiles.
Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de latinoamericanos podemos entendernos porque nuestro idioma es el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental. Qué terrible hubiera sido que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Hablar una lengua —haberla heredado— no es sólo gozar de un instrumento práctico para la comunicación; es, sobre todo, formar parte de una tradición y unos valores encarnados en figuras como las de Cervantes, Quevedo, Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y de aportes nuestros tan singulares a ese legado como Sor Juana Inés de la Cruz y el Inca Garcilaso de la Vega, para nombrar sólo a dos clásicos.
Yo no soy creyente, pero muchos millones de hispanoamericanos lo son, y la religión, o el rechazo de la religión, son dos maneras de prolongar en América unas formas de ser y de creer que proceden de Occidente y refuerzan nuestra pertenencia a la civilización que —hechas las sumas y las restas— ha contribuido más a humanizar la vida de los seres humanos y a su progreso material y social. También forman parte de la tradición occidental las satrapías y el fanatismo, y esas siniestras dictaduras como las de Hitler y de Franco, pero sería mezquino y absurdo considerar que es esa deriva del Occidente —como el antisemitismo— la que se encarna en la Hispanidad, un concepto que esencialmente se refiere a la muy rica lengua en la que nos expresamos más de quinientos millones de personas en el mundo de hoy.
La Hispanidad es un concepto muy ancho, por supuesto, y aunque sin duda los conquistadores se cobijan en él, y también los inquisidores, y los dictadorzuelos de toda índole que ensucian nuestra historia, en él están presentes los mejores pensadores y poetas y luchadores por las buenas causas —la libertad, la más importante de ellas— que hemos tenido en España y en América, y los héroes civiles y anónimos que dedicaron su vida a ideales que siguen siendo actuales y admirables. Sería aberrante creer que España es sólo Franco; también lo son los millones de demócratas que sufrieron por serlo persecución, cárcel y fusilamiento, o un exilio de muchos años.
La Hispanidad en nuestros días es la transición pacífica que asombró al mundo por la sensatez que mostraron los dirigentes políticos de todos los partidos y tendencias y la Constitución más admirable de la historia de España que ha garantizado las instituciones democráticas y el extraordinario progreso que ha vivido el país en estos cuarenta años de libertad. Soy testigo de esto que digo. Llegué a Madrid como estudiante en agosto de 1958 y España era entonces un país subdesarrollado, con una dictadura severísima y una censura tan estricta que tenía a la sociedad como embotellada en una atmósfera de sacristía y cuartel, donde había que sintonizar todas las noches la radio francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo en España y en el resto del mundo. Viajar en aquellos años por ciertas regiones era encontrarse con pueblos sin hombres —se habían ido a trabajar a Europa—, de pésimas carreteras y unos niveles de pobreza que se parecían mucho a los de América Latina. La transformación de este país en pocas décadas ha sido poco menos que prodigiosa, un verdadero ejemplo para el mundo de lo que es posible hacer cuando se trabaja y se vive en libertad y se aprovechan las oportunidades que permiten el ser parte de una Europa en construcción.
En aquellos dos primeros años de mi estancia en Madrid sólo soñaba con terminar las clases en la Complutense y partir a París. Muy ingenuamente asociaba Francia con un paraíso de las letras y las artes y los debates políticos de ese elevado nivel que permitían y estimulaban una alta cultura y la libertad. Buscando eso mismo, hoy llegan a España muchos jóvenes de toda América Latina, artistas, escritores, músicos, bailarines, que vienen aquí buscando aquello que hace unas décadas buscábamos nosotros en París. El 12 de octubre celebra, no los años oscuros y la pesada tradición de censura, represiones, guerras civiles y oscurantismo, sino que la España de hoy día haya dejado atrás todo aquello y ojalá que sea para siempre. No hay razón alguna para avergonzarse de lo que representa la palabra Hispanidad, la que, dicho sea de paso, ahora rima con libertad.
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