Si una clase profesional ha sido hostigada en Cuba a partir de 1959 es la de los médicos. Estos han tenido que sufrir las órdenes y hasta los caprichos de un poder que siempre los ha considerado uno de sus recursos más valiosos.
Hasta en la conversación más simple sobre el tema sale a relucir el hecho de que el estudio de la carrera de Medicina en la Isla es gratuita, mientras en Estados Unidos cuesta miles y miles de dólares. Pero el régimen nunca necesitó de ese pretexto para retener a los facultativos. En la primera y segunda década tras la llegada de Fidel Castro al poder, los médicos que solicitaba la salida del país eran “castigados”, rebajados de categoría, enviados a lugares remotos e impedidos de partir durante años, con independencia de dónde y cómo habían obtenido sus títulos, que por supuesto por aquel entonces no eran un resultado de los “logros de la revolución”.
A estos “castigos” se agregó luego otro aún peor: el retener a los familiares —en particular los hijos pequeños— de los médicos cubanos que “desertaban” en el exterior, luego de ser enviados a ejercer su profesión en otros países.
De hecho, el lenguaje establecido en estos casos por el Gobierno cubano —y adoptado incluso en cierta medida por las agencias de prensa internacionales— establecía una connotación militar, guerrera a la labor: “misión”, “contingente”, “desertores”.
Todo ello tenía el objetivo de enfatizar el carácter bélico con que siempre el fallecido gobernante Fidel Castro concibió sus planes: una filosofía de guerra por otros medios —pacíficos e incluso humanitarios—, que no por ello dejaba de fundamentar un expansionismo político e ideológico. Cuando las circunstancias impusieron el repliegue ideológico, pero no político, los fines se transformaron en diplomáticos y económicos.
Si los médicos que participan en esas “misiones” deciden romper con el vínculo impuesto por el Gobierno de La Habana, no se trata de trabajadores humanitarios que abandonan su ejemplar labor tentados por “cantos de sirenas del imperialismo”, sino de simples profesionales que huyen de la explotación en busca de un futuro mejor.
Quienes se esfuerzan por obtener un título universitario en Cuba se enfrentan a un presente muy limitado y a un futuro más incierto aún: limitado a un trabajo mediocre u obligado a la búsqueda de un empleo más lucrativo, aunque alejado de su perfil de estudios. La educación, una de las conquistas más cacareadas de la revolución, ha pasado de ser un logro a una rémora.
No solo en el caso de los médicos. Por décadas el régimen no permitió, le puso trabas y en general demoró la salida de otros graduados universitarios. Como todo lo que ocurre en Cuba, se sucedieron los períodos de un cierre mayor con otros de relajamiento, de acuerdo a multitud de factores que iban de la arena internacional al plano local.
Siempre el Gobierno cubano ha recurrido al argumento del “robo de cerebros”. Solo que este llamado “robo de cerebros” no es más que un argumento tercermundista para ocultar la impericia de los gobernantes. En los hospitales de EEUU hay médicos de India y Pakistán; en las universidades de este país —por ejemplo, aquí, en la Universidad de Miami— se encuentran ingenieros de alto nivel procedentes de los países árabes; en Madrid y antes del Brexit resultaba fácil encontrarse con un facultativo que soñaba o buscaba ejercer en Londres. Las personas tratan de vivir en donde se sienten mejor, se les reconoce más por su labor y son bien recompensadas.
En el caso de los profesionales, al gobierno cubano le interesan poco en la mayoría de los casos, cuando no puede explotarlos como fuerza de trabajo que alquila y exporta de acuerdo a conveniencias políticas y monetarias. Los médicos son el mejor ejemplo de ello.
Este artículo de opinión también aparece en el Nuevo Herald