Si la caída del muro de Berlín simbolizó el fin material del comunismo, la Primavera de Praga lo hizo en su dimensión ideológica. La práctica histórica reafirmó que las revoluciones socialistas transitan de fracaso en fracaso: Cuba no es la excepción.
Checos confronta a soldados soviéticos en 1968
De la primavera de Praga al invierno cubano
En el 2018 transcurrió el medio siglo de los sucesos de 1968, signados por grandes cambios en la historia de la humanidad. Los jóvenes se lanzaban a las calles del mundo, convencidos de que el empuje de la voluntad humana podía hacer realidad los imposibles.
La legitimidad del estado de derecho, al unísono, reafirmaba su capacidad para proteger de la muerte a miles de franceses. Mexicanos y checos no corrieron igual suerte, siendo los primeros víctimas de la tristemente célebre masacre en la Plaza de Tlatelolco; los segundos, del empuje de las tropas soviéticas contra los ciudadanos en Praga, quienes, como los húngaros en 1956, exigían el derecho a vivir en libertad, independientes del totalitarismo ruso.
Fue el año de la muerte de Martin Luther King Jr. y de Robert Kennedy, cuando bullían las ciudades de Francia, Italia, España, Japón, Alemania; del nacimiento de grupos terroristas como la Fracción del Ejército Rojo, de las Brigadas Rojas y del primer asesinato de ETA.
En medio de tanta vorágine quedaban al desnudo los desmanes del régimen cubano. Su apoyo a los atropellos soviéticos en Checoslovaquia mostraba la barbarie del socialismo al último reducto de la intelectualidad latinoamericana y europea que lo apoyaba. Sobrevendrían la eliminación de la pequeña propiedad privada, la debacle económica puesta al descubierto por la zafra azucarera de 1970 –Diez millones–, la persecución a los intelectuales –quinquenio gris– irreverentes a los mandamientos de Fidel Castro en la reunión de la Biblioteca Nacional –su discurso pasó a la historia como Palabras a los intelectuales–, imponiéndoles allí una paz sin independencia, resumida en la sentencia “con la revolución todo, contra la revolución nada”; la huida estrepitosa de miles y miles de personas. Es concluyente, la aseveración de Tony Judt alegando que, “el alma del comunismo había muerto en Praga en agosto de 1968”. Si la caída del muro de Berlín simbolizó el fin material del comunismo, la Primavera de Praga lo hizo en su dimensión ideológica.
La dualidad miedo-expectativa fue afianzada por el régimen cubano desde 1968. Sustentado, entre otros factores, por el miedo a la eliminación del castrismo –Leviatán caribeño– legitimado como única garantía de paz, el carácter de sociedad cerrada, la represión psicológica y la constante simulación de expectativas de cambio.
Urge, reflexionar sobre la continuidad y ruptura del neo-castrismo en Cuba. El avance del país, solo es posible sobre la base de un modelo de estado inclusivo, que devuelva sus derechos a los ciudadanos y, donde ellos, puedan ejercerlos con libertad plena.
El actual modelo cerrado del Estado se revierte. La entrada de Internet devendrá, aun cuando será, por ahora, privativa de minúsculos sectores de la sociedad, pilar de la democracia informativa. Al unísono, la sociedad civil comienza a ganar autonomía dentro y fuera de Cuba.
La práctica histórica reafirmó que las revoluciones socialistas transitan de fracaso en fracaso: Cuba no es la excepción. El absoluto democrático es totalitario y antidemocrático, pues conlleva a exigirnos subordinación a la voluntad reinante, valiéndose del terror como garantía de dominación.
Raúl Cuatro no quiso legar a las nuevas generaciones la constitucionalización de las reformas que se realizaron desde 2012 al 2015, detenidas en 2016 por los anti-reformistas, emanados, en su mayoría, de los estamentos del Partido Comunista (PCC). Ellos están conscientes de que la reestructuración del orden económico es la cimiente del cambio político en Cuba, apostando por el reforzamiento del aparato partidista y su papel administrativo.
Sin embargo, más allá del carácter dictatorial de la ideología que sustenta la Constitución, esta devendrá letra muerta. La legitimidad precede a la Constitución, del mismo modo que el consenso lo hace a la ley y, en el caso de Cuba, el disenso se posiciona en la sociedad, deteriorándose la fe política –expresión de la certeza de cambio– fundamento del imaginario de justicia.
La existencia de una sola víctima en una sociedad evidencia su imperfección. En el caso cubano, millones de personas huyeron de ella. El régimen llegó a secuestrar hasta la propia nacionalidad, tanto que el designado gobernante, Miguel Díaz-Canel, se siente inmune para establecer una dicotomía entre héroes y mal nacidos, al referirse a grupos de cubanos.
A medio siglo de los sucesos de 1968 en el mundo, y a 60 años de la llegada del castrismo al poder en Cuba, urge revisar y replantearse estrategias sobre el caso de la isla, en momentos donde, a la manera de Goethe, la cúpula del régimen se repite: “¿Quién lamenta los estragos, / si los frutos son placeres? / ¿No mató a miles de seres, / Tamerlán en su reinado?”.
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