El 10 de marzo de 1952, el general retirado y expresidente Fulgencio Batista entró de madrugada como perro por su casa en el cuartel Columbia de La Habana. Así dio golpe de Estado al presidente casi saliente Carlos Prío, del Partido Auténtico, a quien el líder suicida del Partido Ortodoxo, Eddy “El Loco” Chibás, había tachado ya de “hijo de la más escandalosa deshonestidad administrativa”.
Un militante Chibasista y abogado sin clientes tuvo la ocurrencia de recrear a tiro limpio, en otro cuartel, la entrada del general Batista en Columbia. Para recrear también el golpe de Estado que un sargento llamado Batista había conseguido liderar en 1933, Fidel Castro iría al asalto del cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, con civiles vestidos de sargentos.
El ataque se preparó a contrahílo de la tradición kubizhe —que puede rastrearse hasta los mambises— de los “benditos planes q. (sic) con tal anticipación los sabe todo el mundo”. Así había sucedido con el complot liderado por Rafael García Bárcena (Movimiento Nacional Revolucionario) para recrear el 5 de abril de 1953 —Domingo de Resurrección— la entrada de Batista en Columbia. “Toda La Habana, incluso el ejército, sabía lo que preparaba”.
Castro reclutó más de mil hombres, casi todos militantes de la Juventud Ortodoxa, sin que el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) ni el liderazgo de aquella bandería se diera cuenta. También infiltró más de trescientos en la Acción Armada Auténtica (Triple A) con el propósito “de obtener algunas armas”. A la postre concentró en Santiago a unos ciento sesenta. Casi todos vinieron a enterarse de la misión la madrugada del 26 de julio de 1953 —Domingo de Carnavales— poco antes de ir al asalto.
Hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas. A fin de prevenir que otros aplicaran esta lección en contra suya, Castro procedió a infiltrar agentes por dondequiera y propició así que, después de ganar la guerra civil contra Batista, ganara otra (1960-66) y aun la guerra contra la CIA. La rima de infiltrar prosiguió hasta con la oposición pacífica, que además de andar con bombo y platillo quedó abocada entonces a conseguir respaldo popular sin que se entere la Seguridad del Estado.
El asalto al Moncada fracasó. “El combate que tiene que darse dentro del cuartel se produce fuera”. Las bajas de Castro fueron 9 muertos y 11 heridos, contra 18 y 28 del otro bando. La sed de venganza de algunos militares familiares de las víctimas y la brutalidad del mando condujeron a que 52 prisioneros fueran asesinados. Así, la acción de Castro pasó de “una tontería”, como dijo el presidente depuesto, a ser el parto de ese fenómeno histórico denominado revolución cubana.
Castro encajó 15 años de cárcel, pero cumplió menos de 23 meses porque Batista, siendo ya presidente electo, se atrevió a amnistiarlo. Desde la cárcel Castro mandó a su gente a que tuvieran “mucha mano izquierda y sonrisa con todo el mundo, [ya que] habrá después tiempo de sobra para aplastar a todas las cucarachas juntas”. Allí abrió también el trípode de su grupo político: “ideología, disciplina y jefatura, [pero] la jefatura es básica”. Y ordenó destruir “implacablemente al que trate de crear tendencias, camarillas, cismas o alzarse contra el movimiento”. A poco de salir del presidio marchó al exilio. A fines de 1956 regresaría en un yatecito para, en apenas dos años y un tilín, entrar a la historia kubizhe como el único exiliado que recurvó en son de guerra y tomó el poder.
Lección de la historia (II)
Nunca subestimes al enemigo ni siquiera en su derrota. Para impedir que los alzados en su contra recurvaran tras ser derrotados, Castro procedió discrecionalmente a fusilarlos, como a su exministro de Agricultura Humberto Sorí, o a dejarlos que se pudrieran en la cárcel, como a su exjefe militar de Camagüey Huber(t) Matos. Así mismo procedió a liberarlos a conveniencia, como al ex vice del Interior Rolando Cubela. Sólo porque no entrañan peligro alguno, los opositores pacíficos que salen de Cuba —a entera discreción del gobierno— recurvan como si nada.
Al año de haber desembarcado, Castro tenía su guerrillita asentada en la Sierra Maestra y despachó como menudo de pollo a los líderes de las demás organizaciones antibatistianas por andar “en el extranjero haciendo una revolución imaginaria [mientras su Movimiento Revolucionario 26 de Julio estaba] en Cuba haciendo una revolución real”.
De paso impuso al juez Manuel Urrutia como “única fórmula posible” para la presidencia del gobierno provisional que vendría tras caer Batista. Armando Hart aclaró por qué: “Éramos un grupo [y] ahora somos la revolución. [Ese gobierno] es un contrasentido necesario [y] útil por el momento, [pero] destinado más tarde o más temprano a fracasar. Ahí será el momento soñado de la revolución. Por esta razón [podemos] integrar gobiernos con personas que no están a su vez integradas a la revolución”.
Tras derrotar la ofensiva del ejército batistiano en el verano de 1958, Castro no paró su contraofensiva hasta que Batista salió zumbando hace sesenta años. Castro entró triunfalmente en La Habana, manejó a su antojo el gobierno provisional y a mediados de julio de 1959 espantó a Urrutia de un soplo. Para el 16 de octubre, el KGBoso enviado a averiguar qué estaba pasando en la Isla de Cuba pintoresca ponía sobre el tapete el restablecimiento de las relaciones diplomáticas Habana-Moscú. Castro repuso que por el momento no, ya que para lograr el efecto deseado tenía primero que dar contracandela a la propaganda antisoviética y convencer a los cubanos de cuán necesaria era la amistad Cuba-URSS.
Lección de la historia (III)
Saber esperar es clave del éxito. Aquel momento soñado de la revolución llegó el 14 de diciembre de 1959, al soltar Castro en el juicio contra Matos: “El día primero de enero, todo el mundo estaba con la revolución. No había nadie que no dijera: ‘Gracias, Fidel’. Y yo me sonreía, [porque] una revolución no puede estar bien con todos”. Por esta razón, el gobierno jamás dialogará con lidericos opositores sin masa y dejará que anden por el extranjero haciendo oposición imaginaria, a sabiendas de que al regreso quedarán reducidos de nuevo a víctimas de la represión.
El 11 de diciembre de 1959, el jefe de la CIA para el hemisferio occidental, coronel Joseph Caldwell King, advirtió a su jefazo Allen Dulles que si Castro “permanecía en el poder por dos años más, sobrevendrían daños perdurables”. Propuso derrocarlo por la fuerza y recomendó “the elimination of Fidel Castro”, ya que gente bien informada creía que de este modo se aceleraba el cambio de régimen. Dulles corrigió de puño y letra elimination por removal from Cuba, pero nadie atinaría a cómo hacerlo. Desde entonces la historia de la contrarrevolución cubana quedó marcada por el desespero y los embullos.
Entretanto ese fenómeno histórico denominado revolución cubana deja como lección aquella que dio Cabrera Infante: el tiempo pasa, pero siempre queda la geografía. Al cabo de sesenta años, el nacionalismo insolente de Fidel Castro en Washington —“No vinimos aquí a buscar dinero”— ha desembocado, como puntualiza el Dr. Sergio López-Rivero, en el nacionalismo pedigüeño de Díaz-Canel en Nueva York: “Once millones de personas no es un mercado a desaprovechar”.
El tardocastrismo no se acuerda ya del desplante del castrismo temprano: “Jamás este país se acercará al gobierno imperialista de los Estados Unidos, ni aun cuando ello un día nos pusiera en la situación de tener que optar entre que siga viviendo la Revolución o dar semejante paso porque, señores, a partir de ese momento no seguirá viviendo ninguna revolución”.
Así, ese fenómeno histórico denominado revolución cubana va quedando y acabará quedando en el pasado, pero no como consecuencia del presente opositor, aunque cundan por enésima vez los cuentos exiliares de primeros síntomas y cambios inminentes, sino por efecto del futuro aburrimiento.