Ser un niño obsesionado con el fútbol para acabar enrolado en una órbita refinada como el ballet clásico. Resistir la tiranía paterna y aceptar los consejos que lo instaban a fortalecer cuerpo y espíritu. Traspasar los obstáculos machistas que lo rodeaban. Dejar la malcriadez y acceder al rigor de la voluntad, para luego agradecerle a su padre haberlo obligado a triunfar en la vida y en el arte. Ser un negro oriundo de Los Pinos, suburbio de la periferia habanera, hasta convertirse en primera figura en el Royal Ballet londinense donde permaneció dieciséis años.
Carlos Acosta (La Habana, 1973) es un bailarín formado en las escuelas de arte creadas por la Revolución y fortalecidas por artistas e intelectuales que declinaron seguir su carrera fuera del país y depositaron la fe en un vuelco político radical. Fueron los casos de Alicia Alonso, Fernando y su hermano menor Alberto Alonso, quienes reorganizaron el Ballet Nacional de Cuba a partir de aquel 1959.
De la Escuela Cubana de Ballet surgieron artistas como Rosario Suárez, Amparo Brito, Jorge Esquivel, Andrés Williams, José Manuel Carreño, Ofelia González, Viengsay Valdés y, por supuesto, Carlos Acosta. Solo que éste tuvo un recorrido internacional en solitario difícilmente superable por otro bailarín de su promoción, en cuanto a legitimación temprana o hallar una ruta para quebrar muros raciales.
Yuli es una película basada en la vida del bailarín Carlos Acosta, que matizó las jornadas del 40 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, este diciembre último. El filme parte de Sin mirar atrás, autobiografía del bailarín publicada con el título de No Way Home: A Cuban Dancer`s Story, por la editorial Harper Collins en el Reino Unido en 2007. Un libro vetado en Cuba.
Sin mirar atrás estuvo en el plan editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Incluso, rumoran que el proyecto no se concretó en 2016 producto de la intervención directa de Alicia Alonso, molesta con las referencias a su persona. Al parecer, dichas memorias sugieren que Carlos Acosta sufrió los estragos de actitudes racistas de la Prima Ballerina Assoluta. Esta censura denotó un tratamiento inaceptable con el Premio Nacional de Danza en 2011 y Miembro de Honor de la Asociación Hermanos Saíz desde 2012.
Nada de lo anterior se comentó en los pasillos y lunetas durante la premier del film, celebrada en un teatro Karl Marx abarrotado por un público eufórico y esnobista, que aplaudía los clichés políticos de la rancia izquierda. La plaga del utopismo latinoamericanista tiene una salud de hierro. Valga añadir que la longeva Utopía es fundadora del Festival Internacional del Nuevo Cine de La Habana.
Dirigida por la también actriz catalana Icíar Bollaín, con guión del escocés Paul Laverty&Carlos Acosta, Yuli (España, Alemania, Reino Unido, Cuba, 2018) aterrizó en La Habana tras exhibirse y ganar el premio al Mejor guión en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián en el país vasco. Allí atesoró calificativos de la prensa especializada como “luminosa, emotiva, deslumbrante”. Alejada de su entorno despótico, una fantasía heroica muta en souvenir turístico. Fuera del juego, una tragedia puede ser un melodrama de urgencia.
Yuli está concebida para recorrer el mundo y no para desmenuzar cabezas de quienes no merecen el odio de un triunfador como Carlos Acosta, alguien que acarició el milagro profano de encarnar y obsequiarse una egoterapia en su país. Ni siquiera la fiel consentida Viengsay Valdés lo ha alcanzado. Por ello, la película oscila entre lo que recicla o escamotea en el acting de transformar la historia en ficción.
“Esto se venderá. Aquí hay un Buena Vista Social Club; nadie ha popularizado el ballet en Cuba. Esto es un producto cultural de exportación”, pronostica el musicólogo Rafael Lam a la salida del cine Yara, entre una multitud que planifica qué verá al otro día, sin meditar en las piruetas de Yuli con lo reiterado, imprescindible o lo conveniente.
El binomio padre-dictador conduce la historia del film. Pedro Acosta es un camionero y nieto de esclavo que rinde culto a los dioses del panteón yoruba, interpretado por el ex-bailarín, coreógrafo y profesor Santiago Alfonso. Un día Pedro descubrió a Carlos bailando en la calle, ante un círculo de gente que lo incitaba. Ello lo condujo a la quimera de que fuera una estrella del firmamento danzario, pese a las burlas de los muchachos del barrio tachándolo de afeminado.
“Cuando te digan maricón, te sacas la pingona esa que tienes ahí como la que tengo yo”, le aconseja Pedro a “El Yuli”, alias de un guerrero con que apodó al niño, para neutralizar la desesperanza del futuro bailarín. Una exageración burda, chocante, innecesaria. Los diálogos en esta película fluctúan entre lo sublime y lo ridículo, haciéndole guiños al peor realismo sucio que oscurece al cine cubano.
Pero el chiquillo aborrecía la disciplina, le mentía a los profesores, se escapaba. Sin embargo, las palizas que les regalaba su padre instauran una relación de amor-odio inalterable. Todo a costa de reverenciar el brío por encima de la fragilidad; el talento por encima de la carencia material o el desgano infantil.
Ciertos espectadores dudaban, pues cómo un hijo de Oggun desearía que su retoño varón estudie ballet clásico, en lugar de la danza contemporánea hecha en Cuba, reacia al fetichismo amanerado e inclinada hacia una masculinidad viril, rama donde se potencia el imaginario ancestral de la mitología afrocubana.
De manera contradictoria, Pedro Acosta (1908-2012) resulta el personaje mejor defendido y menos creíble de la trama. La carga folclórica que éste sostiene lo transforma en caricatura de su fervor religioso. Lo insólito es un individuo marginal que concientiza la naturaleza del arte con sangre fría y juicio visceral.
Hay momentos en que Pedro Acosta se proyecta como un intelectual o funcionario diplomático de traje y corbata. En una escena de solemne relajación, se muestra alguien dotado para disertar sobre las cualidades danzarías de su hijo en un restaurante de Londres. Aquí Santiago Alfonso hurgó en los artificios que desplegó como director artístico del cabaret Tropicana. En un ámbito glamuroso, crece a través del actor de oficio que no es, acentuando la inverosimilitud de su personaje.
Aunque al Pedro Acosta que transitaba de la agresividad a la reflexión no lo conocimos; ni siquiera sabemos en qué circunstancias o por qué motivo falleció. El secreto de sus mutaciones, junto a esa mezcla de piedad mística y crudeza física, quedará en una película-homenaje a su protagonismo en la visibilidad y la memoria emotiva de Carlos Acosta; un hecho posible gracias a una maniobra cinematográfica, donde ficción y realidad intercambian roles hasta con-fundirse.
Carlos Acosta enfatiza que también la película está dedicada a todos los cubanos y, particularmente, a la danza. Suerte que a las palabras se las lleva el viento del autoengaño. Yuli es un tributo a sí mismo, en nombre de los egos masivos que hipnotizan a las personalidades. No en vano es co-guionista y “actor principal” de forzada presencia. No por una exigencia fílmica Acosta interviene con una actuación pálida, al igual que muchos histriones de reparto, los cuales irrumpen y desaparecen como teloneros de ocasión.
En Yuli la danza suplanta al ballet como emblema de la imagen en movimiento. De ahí que la compañía Acosta Danza, fundada en 2015, derroche su energía juvenil y posracial en el Gran Teatro de La Habana. Un escenario donde “La Innombrable” reina según el dictado de sus caprichos. Una bofetada con guantes de seda, que agradecerán los bailarines cubanos regados por el mundo; esos que padecieron intrigas, racismo, exclusiones o los malos presagios de la rivalidad.
“Unos ingleses propusieron contratarme para el Ballet de Londres en Varna y Alicia me dijo que no hablara con ellos, que eran agentes de la CIA. Alicia quería un repertorio de cisnes, princesas melancólicas y hadas. Y yo era una mulata con tambores sonando dentro. Como me dijo burlona la asistente de Alicia: ‘Tú eres la etnia de la compañía’. No hice Giselle por ser negra”, confesó en una entrevista Caridad Martínez, ex-miembro del Ballet Nacional de Cuba, directora de Ballet Teatro de la Habana desde1987 hasta 1991 y de la Escuela de Ballet de Brooklyn.
Tampoco faltó una recreación fotográfica del Gran Teatro de La Habana, ubicado en la zona alumbrada de la ciudad. Una panorámica donde la belleza del paisaje arquitectónico prevalece sobre el caos urbano. “Cuba estará inundada de edificios inclinados, dirigentes-robots sin gallardía y medidas antipopulares, pero tiene sus encantos”, acotaría un balletómano admirador de las joyas insulares, seducido por Yuli en Barcelona o Hamburgo.
El abuso de poder como vacío es un hallazgo simbólico en términos de cine silente. Poco importa si fue una cuestión de estrategia política o garantía comercial. La película oculta en el iceberg de la historia evoca a los artistas que sudaron por ser los mejores y no los únicos. El olvido involucra de modo semejante a los gigantes y enanos que transitan por el arte y la vida con mayor o menor fortuna en el orden legitimador.
La 40 versión del Festival de Cine de La Habana concedió un Coral de Honor a Rosita Fornés, “única” vedette que respira con sus 95 años. Un ademán para venerar a las reliquias en un país de la tercera edad. Ante el reposo de Alicia Alonso, emerge su partenaire generacional Rosita Fornés. Ya era demasiado que el Coral honorífico fuera a manos de la Prima Ballerina Assoluta, para compensar su omisión en el largometraje inspirado en uno de los que estuvo a sus pies y sobrevoló al despotismo unipersonal.
En la ejecución del goce danzario, el film se resiente como de una vieja lesión. A Yuli le sobran minutos coreográficos, ineptos para equipararse al drama. Ello ratifica que el testimonio del argumento conserva la supremacía, y se evidencia cuando Carlos Acosta sufre una fractura de tobillo mientras ensayaba en Londres y regresa a Cuba para verificar que su hermana Berta se halla en crisis terminal.
La inmolación de Berta Acosta, personaje silente corporizado por Andrea Doimeadiós, subraya el matiz simbólico del leitmotiv autobiográfico. Entregándose a las aguas del malecón habanero, la joven con trastornos mentales representa un arquetipo de la nada-historia insular, colmada de tipos psicológicos que reniegan sobrevivir aislados y solos dando brazadas en un archipiélago.
Si la realidad sobrepasa a la ficción en territorio del arte, el final de Berta patentiza que Yuli es insalvable como una propuesta cinematográfica que trascienda la verdadera historia de Carlos Acosta. Quién contaría hoy su vida tal cual, a lo Virgilio Piñera en su autobiografía póstuma. Eso lo haría un suicida como Reinaldo Arenas o un delirante como el folclorista Samuel Feijóo sin nada que perder o ganar.
Fabular con la agonía de los otros como mascarada cínica es un ingrediente de la olla podrida del cine cubano. Un recurso que la película apropió en beneficio del anclaje sociopolítico. Vale referir la escena donde Carlos le suplica a su mejor amigo que no cometa la locura de escapar rumbo a Estados Unidos en una balsa.
Al calor de los noventa, unos podían elegir; otros pedalear en un bicitaxi bajo el mismo entusiasmo con que los dirigentes comían langosta, bebían whisky escuchando a Celia Cruz y jugaban golf como los falsos Tiger Woods de la revolución. Otra vez irrumpen las palabrotas sonoras que “despiertan” al espectador, para terminar repugnándolo por una acumulación de groserías.
Al flexible Carlos Acosta que baila descalzo, con una fuerza volcánica, no le asientan las pelucas blancas de divas narizonas o aristócratas maquillados luciendo sacos rosados; un círculo de gama alta tan pudiente como aburrido. ¿Se habrá revelado contra esa etiqueta racista que lo llamó “el dios negro del ballet cubano”? Un mote para cotizarlo e ideado en el cenit de las fronteras raciales.
Tal vez dejó el nublado y lluvioso Londres para volver a su aldea, deseoso por conquistar la adoración de los suyos. Por ello, rechaza mirar al pasado con rencor. Una postura ideal para que el cine popular domine al cine experimental o de autor. Preferirá ignorarlo el todavía joven bailarín, coreógrafo y director de Acosta Danza, antes que enfrentarse a un público que no se ríe por cualquier tontería, ni aplaude al ver reflejadas sus calamidades en la pantalla de un cine.
Los íconos auténticos o postizos del arte contemporáneo sueñan con reemplazar el espacio cedido por dictadores muertos o extenuados. No les preocupa generar incomprensiones para visualizar transparencias, sino alianzas guiadas por la ceguera de sus fans. La hegemonía o rutinización del carisma es su aspiración.
Yuli es una película populista de punta a cabo. Sospechamos que esta certeza no irritaría a un Carlos Acosta perfumado, en busca de la inmortalidad con los pies en la tierra. ¿Qué implicaría un “salvoconducto” de la crítica cubana autorizada, tildándola de pedestre, anti-editada, si recibió una acogida masiva, el “visto bueno” de la oficialidad y cinco nominaciones a los premios Goya, una de ellas, al propio Carlos Acosta como Mejor Actor Revelación?
La coartada multinacional ridiculizó a los guardianes del ojo clínico. La maquiavelización de la cultura se impuso con pirotecnia verbal y pasos de baile.