Secundino es un “repatriado” que aún no ha obtenido los documentos necesarios para dejar de ser un “cubanoamericano” y convertirse en un “ciudadano cubano residente en la isla”, lo cual pudiera parecer lo mismo que un “cubano”, tal como lo definiría cualquiera con sentido común, teniendo en cuenta su patria de nacimiento, pero en realidad no lo es, en tanto Secundino, en muchísimo aspectos, carga consigo un estigma netamente político y jamás será considerado como un cubano (sin adjetivos ni diferenciaciones) ni las leyes actualmente vigentes en Cuba lo tratarán como tal.
Pero la situación de Secundino es mucho más compleja puesto que no es un “cubanoamericano” que se “repatriará” en La Habana sino que lo hará en la provincia de Santiago de Cuba, donde se quedará a residir oficialmente, por lo que dentro de unas pocas semanas será doblemente marcado como un “cubano con derechos limitados” en tanto las personas residentes en el Oriente de la isla, los llamados “palestinos”, necesitan de un permiso especial para poder permanecer en la capital del país donde, desafortunadamente (para nada es una fortuna tal realidad) existen un mejor mercado laboral, mayores posibilidades de subsistir en medio de una crisis económica que asfixia a la población, y donde se concentran embajadas, instituciones y organismos de obligatorio recalo para realizar diversas gestiones.
Así, Secundino es un cubano pero un “cubano” entre comillas porque es un “palestino repatriado”, lo cual quizás popularmente lo distinguirá como un “palestino” de mayor solvencia que la mayoría de estos, casi siempre empujados a los terrenos de la ilegalidad para sobrevivir, pero para los asuntos oficiales, legales, Secundino quedará segregado del resto de los cubanos de por vida, así que más le valdría haber reunido algo de dinero antes de retornar definitivo porque su condición pudiera complicarse muchísimo de hacerlo con los bolsillos vacíos.
Secundino, que ya sobrepasa los 65, al volver a su país no podrá contar con un pago por jubilación a pesar de que, antes de fijar su residencia en los Estados Unidos, ya había laborado para el sector estatal de la isla durante cerca de veinte años, un período de tiempo que, al emigrar, fue invalidado automáticamente como si se tratara de un tango de Gardel y no de un aporte personal, sistemático, verificable y valioso al “desarrollo” y “prosperidad” de la nación. Así, nuestro lastimoso repatriado, con muy pocos derechos y demasiados deberes “patrios”, a cada paso que dé se adentrará en un calvario de “no se puede”, “no te toca”, “no es posible” que lo llevarán a comprender que marcharse y retornar, en casi todos los casos, es un castigo político, aunque disfrazado de restitución (parcial) de los derechos.
Pero no todos los que retornar corren tan mala suerte sino que a veces la situación se vuelve… un poco más frustrante.
Imaginemos a otro repatriado que decida reincorporarse al trabajo o que aspire a ocupar un puesto de dirección en una empresa estatal, de inmediato chocará contra un sistema de selección y contratación de varios y complejos “filtros”, donde la confiabilidad política suele ser requisito indispensable para acceder a las mejores plazas.
Incluso las agencias de contratación, intermediarias entre los inversionistas extranjeros y el mercado laboral de la isla, someten a los integrantes de sus bolsas de empleo a verificaciones y procesos de avalado más paranoicos que exhaustivos con los que apenas dejan lugar para quienes no provienen de las filas del Partido Comunista, la Unión de Jóvenes Comunistas, las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior. Pero, además, un sistema en extremo ideologizado y en que el “repatriado”, visto en buena medida como desertor ‒más si emigró durante las crisis de los 80 y los 90‒, no tiene la menor oportunidad.
En el barrio, el cubano que decide regresar es señalado por todos como “el repatriado”.
Unas veces el término connota las “excepcionales” posibilidades económicas en un escenario de pobreza donde 100 dólares te convierten en “nuevo rico”, pero generalmente designa al perdedor, a quien el capitalismo le ganó la pelea y, para algunos ingenuos, el ejemplo vivo de que en Cuba las cosas marchan cada vez mejor porque, ¿para qué regresar?
La pregunta tiene varias respuestas, casi todas ciertas, pero muy pocas hablan bien de cómo están las cosas por estos lares. Casi todas rondan alrededor de ese refrán popular donde se asegura que en “en el país del ciego, el tuerto es el rey” y la prueba es el número significativo de repatriados y sus familiares que dueños de un pequeño capital han optado por abrir un negocillo, muchas veces a caballo entre lo tolerado y lo ilegal y cuya prosperidad, paradójicamente, necesita de que la crisis económica y los mismos caprichos políticos que le otorgan al repatriado la condición de “ciudadano a medias” se perpetúen eternamente. Un ejemplo pudieran ser quienes inician una empresa de contrabando de mercancías o aquellos que se decantan por la gastronomía, confiados en la estabilidad del “mercado negro”.
Retornando al tema que nos ocupa, la llegada del repatriado ha agregado una nueva “división” a la ya fracturada arquitectura de un concepto que algunos usan como atributo de lealtades políticas y que, a contrapelo de la “unidad” pregonada por el Partido Comunista, cada vez se encuentra más segmentado por causa de la precaria situación económica (limitación y regulación de movimientos internos, el caso de los palestinos) y las segregaciones realizadas por ellos mismos (nación – emigración), bajo el propósito de identificar “cubanía” con filiaciones partidistas, lealtades políticas, aceptación de arbitrariedades, imposiciones ideológicas cuando debería alzarse sobre cuestiones de naturaleza cultural.
La peligrosísima construcción y perpetuación de una barrera entre cubanos, debido a su condición migratoria o sus filiaciones es una abominación en todo sentido en tanto distorsiona y manipula la idea de nacionalidad con fines espurios, como ha sucedido recientemente con el llamado Referendo Constitucional, en que a una significativa cantidad de cubanos le fue arrebatado el derecho a votar o no una Carta Magna que habrá de regir los destinos de una nación que, como cualquier otra, para nada debería ser tratada como propiedad de un partido o una ideología.
Mucho menos cuando el argumento de la “unidad nacional” se desmorona frente a los tantos “tipos de cubanos” creados, diferenciados y segregados por las legislaciones vigentes, y en consecuencia se revela como lo que ha sido durante más de medio siglo, un mito tenebroso.
ERNESTO PÉREZ CHANG, LA HABANA, CUBA 2019