No hace mucho, revolviendo entre mis viejos libros, me topé con “Los subversivos”, del periodista Antonio Caso, Premio Casa de las Américas de 1973 en la categoría de testimonio.
En el volumen, Caso, que había tenido cargos de dirección en Radio Habana Cuba, el Noticiero de Televisión (NTV) y Radio Reloj, aborda el tema de la guerrilla urbana comunista que combatió a la dictadura militar brasileña desde 1968 hasta que fuera aplastada a inicios de los años 70, tras la muerte de su líder, Carlos Lamarca.
En tono apologético, y como si fuera inevitable que Brasil y toda Latinoamérica se convirtieran en algunos de los “dos, tres, muchos Vietnam” que predicó Che Guevara, el libro de Caso recogía los relatos de varios de los guerrilleros, algunos de los cuales ya habían muerto en combate cuando el libro fue publicado en Cuba.
Hoy uno lee esos testimonios y se sorprende por el pensamiento sectario y fanatizado del que estaban imbuidos aquellos hombres, sobre todo por el odio y el desprecio que sentían por la vida de sus adversarios. Así, no vacilaban en colocar bombas en lugares concurridos, secuestrar diplomáticos extranjeros y acribillar a balazos a quien se les antojara, como hicieron con Charles Chandler, un asesor norteamericano, en presencia de su hijo de nueve años. “Era un agente de la CIA, una fiera nociva a los pueblos que había que eliminar”, según explicó su asesino, Pedro Lobo de Olivera, uno de los testimoniantes.
Pero lo que más me llamó la atención no fue todo ese ya harto conocido terror rojo que vivió Latinoamérica, sino una inscripción en la primera página del libro, escrita con bolígrafo, en la letra menuda y nerviosa de mi hermana, propietaria del libro, que en aquella época, con poco más de veinte años, trataba de purgar en las FAR, donde había ingresado voluntariamente tan pronto cumplió la mayoría de edad, su pasado de burguesita educada en colegio católico.
Decía la inscripción, que hoy, más que asombrar, espanta por su virulenta picuencia y necrofilia martirológica: “Se ha perdido una nueva batalla. Debemos hacer un tiempo para llorar a los compañeros caídos, mientras se afilan los machetes y sobre la experiencia valiosa y desgraciada de los muertos queridos, hacernos la firme resolución de no repetir los errores, de vengar a los muertos con muchas batallas victoriosas y de alcanzar la liberación definitiva”.
¡Ay, mi hermanita! Tan sensible y generosa, amante de las flores, temerosa de las ranas, incapaz de matar una cucaracha, pero románticamente revolucionaria, presta siempre al llanto por el Che, por Chávez, por Fidel o por las canciones de Silvio, que sustituyó a Elvis en su corazón. Ni los nervios destrozados por cumplir con “las tareas de la revolución” ni la neuropatía periférica provocada por el hambre del Período Especial -aunque ella siga afirmando que fue por culpa del cigarro- han logrado apartarla de la maltrecha causa fidelista.
Pero no era ella la única a la que habían conseguido hacer “pensar” así por aquellos días. Recordemos que era la época en que el régimen castrista -el mismo que décadas después medió para lograr los acuerdos de paz en Colombia y proclamó el continente como zona de paz- exportaba las guerrillas a Latinoamérica y trataba de inculcar en los cubanos el amor por los guerrilleros y las ansias de emularlos para combatir al imperialismo yanqui. Para ello, además del adoctrinamiento en las escuelas y el culto guevarista, había libros como el de Antonio Caso y “Revolución en la revolución”, de Regis Debray, la revista Tricontinental, el noticiero radial en cadena Información Política, los documentales de Santiago Álvarez, las canciones de Víctor Jara y Daniel Viglietti, las series televisivas al estilo de “Los Comandos del Silencio” y los episodios radiales de Nguyen Sun, aquel vietcong que derribaba helicópteros con las flechas de su ballesta.